Me
contaba una amiga, profesora universitaria que vive en un país ex-soviético,
concretamente en Kazakstán, que le costó diez años hacer entender a una antigua
alumna, luego gran amiga, el valor del perdón. Me decía que durante tres
generaciones la familia de esta kazaja había alimentado el odio, el
resentimiento y el deseo de reivindicar antiguos derechos ultrajados. El
comunismo los había despojado de todo: bienes, propiedades, lengua,
tradiciones, deseos y libertades. En su lugar, había dejado una profunda herida
casi tan fuerte como el pecado original: se transmitía de generación en
generación.
Algo
similar narra Tim Genard en su libro “Más fuerte que el odio”. Hijo de madre
adolescente y drogadicta, abandonado, maltratado por su padre alcohólico, y
luego recogido por las autoridades civiles, Tim fue un hijo de la supuesta
revolución hippie y neomarxista que arrastró a tantos jóvenes durante los años
sesenta y en adelante. Violentado de mil
maneras, intentó suicidarse en varias oportunidades, hasta que decidió vivir
por tres motivos: convertirse en el hombre más temido de las calles de París,
escapar de todos los reformatorios y asesinar a su padre. Con el tiempo perdonó
a su padre y ahora se dedica a rehabilitar niños de la calle.
Un
último testimonio que recuerdo es el de Magdi Allan. Hijo de otra revolución
ideológica, decidió abandonar las filas del fundamentalismo islámico. Así
describía su experiencia en una carta abierta que publicó en el diario italiano
Corriere della Sera: “Mi mente se ha liberado del oscurantismo de una ideología
que legitima la mentira y la disimulación, la muerte violenta que induce al
homicidio y al suicidio, la ciega sumisión y la tiranía”.
Tres
casos de personas sufridas pero afortunadas, que pudieron liberarse de la
opresión interior que ocasionan las ideologías políticas y religiosas.
Han
pasado los años y parece que ha llegado la hora de hacer balance acerca de los
logros de la llamada Revolución Bolivariana, para proyectarnos a futuro. Aunque
no estemos presenciando los extremos de los relatos anteriores, existe una
generación que ya comienza a mostrar rasgos preocupantes y heridas que serán
difíciles de curar. ¿Son acaso los hijos de la “Revolución Bonita” como le
gustaba decir a Hugo Chávez? Por la coyuntura histórica, todo parece indicar
que sí. Veamos sus características.
Los
hijos de la revolución se involucraron en la contienda política desde muy
pequeños; no para conocer el debate de ideas y propuestas, sino el de la
violencia verbal, los insultos, las difamaciones, las arbitrariedades en el uso
del poder y las decepciones humanas. Ellos han tenido una infancia menos feliz
que la de sus padres: unos porque se han tenido que ir del país huyendo de un
gobierno que no los quiere, que los llama apátridas, burgueses, etc., y que no
les dará oportunidades en un futuro; otros en cambio son menos felices porque
han crecido pensando que hay una clase de venezolanos malos, que los quieren
fregar, pisotear y aprovecharse de ellos. Ambos son hijos del resentimiento
social.
Los
hijos de esta revolución viven las consecuencias de políticas públicas
fracasadas y corrompidas para combatir la pobreza. Algunos han visto la
destrucción de su patrimonio familiar, de sus tierras o de las empresas que,
con gran esfuerzo, emprendieron sus abuelos o tatarabuelos. Para otros, en
cambio, su primera cuna fue, quizás, una caja de cartón o un cesto de ropa,
como dolorosamente se ha denunciado en varias ocasiones. Los atropellos a su
delicada persona comenzaron tal vez desde el seno materno, cuando sus madres
sufrieron algún trauma producto de un embarazo adolescente, del abandono del
padre de familia, del estrés, la inexperiencia, el miedo, un dolor muy agudo
por la pérdida de un ser querido, agotamiento físico, etc. Aquí parece que no
se respeta ningún bien familiar, ni siquiera un vientre bendecido por la maternidad.
Lo que se ha llamado empoderamiento femenino, se debería llamar más bien
violencia de género.
Políticas
educativas y laborales frustradas. Los hijos de la revolución, a diferencia de
sus padres, reciben una educación primaria y secundaria mediocre e
intermitente, plagada de interferencias ideológicas que no enseñan a pensar
sino a gritar consignas políticas. Han llegado a decir que su misión es llegar
al corazón de cada niño, de cada joven. Me uno a las declaraciones de Paola
Bautista, madre de familia y dirigente político, a la ex-ministra de Educación
Maryann Hanson: “Permítame decirle con firmeza que esta misión, además de ser
abiertamente inconstitucional, ofende a las familias venezolanas ¡El corazón de
nuestros hijos no le pertenece Ministra Hanson! El corazón de cada niño es
responsabilidad natural y esencial de sus padres y de cada familia. El cargo
temporal que usted ocupa no la habilita a ir por la conciencia de nuestros
hijos”.
En
cuanto a los planes de educación superior, sigue empeñada la Revolución en
sustituir la universidad por pseudo-academias de adoctrinamiento marxista. Las
letras y las ciencias han sido sustituidas por el pensamiento del
"comandante eterno" y la ingeniería satelital.
Los
hijos de esta revolución no conocen la dignidad del trabajo, ni del mérito
profesional. Sólo ven la negligencia, la vagancia y el superlativo de la
viveza, o sea al vivísimo, que de un tiempo a acá le llaman el “enchufado”. Se
han acostumbrado al dinero fácil y a la idea de que, para trabajar bien, no
hace falta saber mucho sino recitar una versión criolla del credo comunista
cantando “¡Patria! ¡Patria! ¡Patria querida!” y anteponiendo el susodicho
sujeto de la Patria a cada frase que dicen. Con razón decía la intelectual
Carlota Sosaque en Venezuela se habían producido dos deslaves en los últimos
tiempos: uno natural, el de Vargas, y otro intelectual: la destrucción del
capital intelectual del país. Por su parte, la periodista Grisel Guerra
denunciaba que “entre otras cosas queda claro que para ser ministro no hace
falta saber de temas del ministerio”. Son sólo ejemplos.
Los
hijos de esta revolución no conocen el significado de la palabra ley, pero sí
saben muy bien la orden ¡fuego! ¡plomo! ¡no volverán! que no merecen escribirse
ni con mayúsculas. Aunque suene duro decirlo, uno tiene miedo a quedarse corto
cuando afirma que ellos no han vivido propiamente en un estado de derecho, sino
en una especie de anarquía que cada día se torna más violenta. “La ley soy yo”:
así parecen funcionar estos hijos de la “Revolución Bonita” que andan en sus
motos, armados –uno de cada tantos– robando, insultando, imponiéndose,
arriesgándose, desafiando todo tipo de respeto o de comportamiento cívico... y
matando. El arma de la civilidad ha sido sustituida por el arma de fuego “para
defender a la Patria”. Y uno se pregunta: ¿qué Patria? ¿Cuál es el significado
de esta noble realidad humana que reúne a los de un mismo pueblo bajo un mismo
Padre fundador y le otorga una identidad común?
Una prole que desconoce las leyes de su país es el mejor reflejo de que
aquí lo que se está perdiendo es justamente el sentido de lo que es patria.
@mercedesmalave
mmmalave@gmail.com
http://tiempocaminoymemoria.blogspot.com/2014/01/mucho-perdon-los-hijos-de-la-revolucion.html
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