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jueves, 9 de enero de 2014

EDILIO PEÑA, A HUGO LÓPEZ CHIRICO, EL SENTIR EXTRAVIADO

Palabras y hechos buscan darle sentido a lo humano. Se habla, escribe y actúa por y para eso; aunque algunos callan o guardan silencio. 

Las palabras pueden representar hechos, pero no necesariamente lo nombrado o descrito, sean los hechos genuinos. 

Las palabras tienen el poder mágico, a favor de algún interés sublime u oscuro, de modificar los hechos. 

Las opiniones gustan transgredirlos, porque cada hecho está acechado por el hambre de la mentira. Hechos privados o públicos definen a la persona, así se resista aceptarlos o negarlos ante la evidencia. Mas no todos sienten y asumen la realidad propia o ajena de la misma manera. En esa profunda separación de la carne, comienza la individualidad, y también, el misterio del egoísmo. Egoísmo ontológico o natural, que termina siendo herida abierta que la humanidad no ha podido suturar. De allí que no resulta fácil comprender y transferir, en esencia, el sentir.

Podemos lamentar la muerte de un ser humano, pero la misma puede no dolernos con igual intensidad como cuando la muerte nos arrebata al que más amamos. Cuando vamos al cementerio, sólo a uno de los muertos le llevamos flores, y en el relámpago azul de la evocación, con resignada nostalgia, recordamos su efímero o largo tránsito existencial. Lamentamos su partida con la que podría ser nuestra última lágrima, pero la de los otros que se marcharon y están enterrados en el mismo lugar y bajo el mismo cielo, curiosa o extrañamente, nos son indiferentes, y nuestros ojos, ante ese territorio sembrado de cruces, no parece conmoverse. 

Quizá en el corazón no cabe tanto amor y voluntad para prodigar. Inclusive, con los años, podemos olvidar a nuestro deudo y no volver más al cementerio. La promesa que hicimos en el instante mismo de la pérdida, de no olvidarlo ni un día, ni jamás, sin percatarnos, es devorada por nuestra imperfecta memoria. 

El dolor de la pérdida tampoco sobrevive. La solidaridad de las tragedias colectivas es vencida por el tiempo en que dura la noticia de la catástrofe natural o el evento bélico; las nuevas muertes, relevan y superan en protagonismo a las anteriores. El ser humano está tallado en el trágico olvido. Ese que lo hace noble y cruel en la ambigüedad.

Sin embargo, en la realidad de la ficción representada, o literaria, podemos lamentar la muerte del héroe con el mismo sentir de quien nos acompaña en la expiación de espectáculo de la imaginación. Allí no estamos separados. No somos individualidad, sino, unicidad. Nuestro cuerpo no nos secuestra. Salimos del cine o del teatro llorando la misma muerte, aunque sea la música de ese extranjero de la realidad. Y mucho más, podemos revivir la pérdida del desconocido que hemos hecho nuestro al reencarnarlo, las veces que queramos, con la misma intensidad arrebatada del dolor primero, sólo volviendo a ver esa película, esa obra de teatro o leer de nuevo las páginas de esa novela cautivadora, inolvidable; mientras  afuera, nuestra realidad existencial, solitaria y desamparada, envidia esa experiencia de la eternidad que el arte nos depara. De repente, inmersos en los hechos de la ficción, desarrollamos la capacidad excepcional y divina de poder observar nuestra presencia y ausencia, nuestra llegada y partida, sin los límites del tiempo real que nos vence.

La política ha querido juntar las palabras con los hechos, y así reparar la herida que separa al individuo del otro, y de sí mismo. Existen poetas, porque en el poema, somos únicos y plenos. La democracia acosada por la demagogia y el populismo, tiende a corromperse abonando caminos hacia la mentira. Esa que culmina representada en el esplendor de los totalitarismos. Quizá lo más peligroso sea que el espíritu democrático rendido por la incapacidad creadora de no poder refundar la política, termine por reconocer en los totalitarismos, la verdad que no pudo conquistar por propios senderos. Falsa verdad que le garantiza vivir en medianía, en negación de sí y del otro. Opción que lo hace ser muchedumbre, masa, nadie, pero no espíritu libre. Sin embargo, la misma le hace creer al espíritu doblegado, escapar del cansancio, del hastío de una esperanza que no le fue posible convertir en hecho, sino en espejismo infinito. En una dictadura, las palabras y los hechos están separados por el abismo del vómito. 

Con los totalitarismos no es posible negociar, advirtió Hannah Arendt; pero oídos sordos para ese entonces, no la escucharon, y la sensible pensadora alemana, fue ignorada y despreciada por la derecha y la izquierda de las ideologías. 

El horror totalitario ha seguido apoderándose de la geografía humana, porque el sentido verdadero del ser en la política, ha abandonado el propósito de juntar las palabras y los hechos, a la conquista de un sentir más plural y democrático.

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