El IPCC (Panel intergubernamental del Cambio
Climático, por su sigla en inglés) publicó en septiembre pasado un adelanto de
su quinto reporte, fruto de la elaboración colectiva de 209 científicos del más
alto nivel mundial.
Los reportes del IPCC salen cada seis o siete
años y pretenden ser un compendio científico con sesgo probabilístico de lo que
en ese momento se sabe y se proyecta sobre el cambio climático. Aunque el
reporte (llamémoslo “Escenario 2 °C”) es largo, complicado y matizado, su
conclusión principal es que, de seguir como venimos, la temperatura promedio
del planeta podría aumentar en 2 °C para 2100, una eventualidad peligrosa que
se debe mitigar pero ubicada todavía a este lado de la catástrofe. A los tres
meses salió un artículo (llamémoslo “Escenario 4 °C”) en la prestigiosa revista
Nature, que desautoriza al IPCC en materia de fondo por una discrepancia sobre
cómo se forman las nubes a medida que aumenta la concentración de CO2 en la
atmósfera y que habla de un aumento de 4 °C o más para 2100.
Digamos, para ilustrar, que un aumento de 2
°C es como si nos fuéramos a estrellar contra un taxi Daewoo a 50 km/h,
mientras que uno de 4 °C equivale a estrellarse contra una tractomula a 100 km/h.
Si el Escenario 2 °C es el verdadero, todavía quedan unos años para dar virajes
e ir reparando las cosas; si el verdadero es el 4 °C, probablemente en diez
años será tarde, si no lo es ya.
Contemplemos por un momento la posibilidad de
que los catastrofistas de Nature tengan razón. Se abrirían entonces para la
humanidad tres caminos (con variaciones): 1) no hacer nada drástico, que venga
lo que vaya a venir y que los problemas nos atropellen uno por uno hasta la
gran catástrofe final; 2) ralentizar a la brava el crecimiento económico, que
los países pobres sigan siendo pobres, que los ricos se empobrezcan y que no
siga aumentando la población del mundo; en síntesis, una forma casi impensable
de catástrofe sociopolítica; 3) aplicar en simultánea todas las medidas de
emergencia que sean necesarias, entre ellas la proliferación inmediata de
centrales nucleares de última generación por el planeta, que se aproveche
cualquier caída caudalosa de agua y se represe casi cualquier río que lo
permita. No se me escapa que semejantes procedimientos ejecutados en estampida
implican altos riesgos ambientales, pero éstos no son nada en comparación con
lo que sobrevendría cuando, para considerar un solo dato, miles de ciudades
costeras, diga usted Barranquilla o Miami, se vieran destruidas o severamente
averiadas por el mar. Ello para no hablar de los dramáticos cambios en
pluviosidad, agricultura, huracanes, inundaciones y sequías, y de la extinción
masiva de especies. También habría que aplicar una amplia y variada gama de
impuestos a la emisión de gases con efecto invernadero en cualquiera de sus
formas. Y no pare de contar.
No tendré que decir que la opción 3 es de
lejos la menos dañina, así no sea la más probable. Ahora bien, hay predicciones
aún más extremas. ¿Cómo tener alguna certeza de qué va a pasar y cómo
prepararse si uno no sabe contra qué se va estrellar? Ese es el verdadero
dilema no resuelto. En todo caso, el IPCC actual, con su endeble autoridad de
sabios discursivos, no parece ser la solución. Se requiere una institución
mucho más fuerte y fondos mucho mayores. Plata es una de las pocas cosas que
sobran en el mundo, ¿por qué no gastarla en algo útil?
andreshoyos@elmalpensante.com
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