Algunos
acontecimientos aislados de la política cotidiana plantean cada tanto la
discusión casi absurda que se sustenta en la opinión, fuertemente arraigada, de
que los recursos son ilimitados. En ese contexto, proliferan discursos que
instalan la visión de supuestos merecimientos por el esfuerzo que realizan los
individuos sin recibir la gratificación adecuada.
Bajo
esta exótica forma de razonar, algunos creen haber hecho méritos suficientes y
suponen que ese esmero los sitúa en un pedestal ante la sociedad, que sin
importar el modo, los debe compensar, eufemismo utilizado para reclamar una
retribución económica superior a la actual.
Con
cierta descarada actitud, escasa modestia y una inocultable arrogancia, ellos
mismo elogian su propia tarea, destacan su valía y con esas razones, poco
objetivas por cierto, demandan ser jerarquizados, respetados, léase bien
remunerados. Este fenómeno se presenta con diferente intensidad y argumentos
según sea el caso de personas que desempeñan su labor en la actividad privada o
como servidores públicos.
Quienes
desarrollan sus quehaceres en el ámbito privado tienen la intuitiva percepción
de que rigen determinadas pautas que vinculan su escala de compensaciones con
el eventual éxito o fracaso de la empresa de la que forman parte. Si los
vientos son favorables tienen chances de mejorar su situación salarial. Por el
contrario, cuando los negocios no encuentran su rumbo, saben que su empleo
puede hasta discontinuarse.
Una
clase especial de personajes, como el trabajador independiente, el emprendedor,
el profesional, esos que hacen de su oficio su forma de vida, advierten que si
todo resulta, ganarán; pero si no sale tal cual lo previsto no tienen siquiera
su supervivencia asegurada. Todos los meses arrancan desde cero, sin certeza de
cómo funcionará y asumen con naturalidad que sus riesgos son incalculables y
que casi nada está asegurado.
En
el sector estatal las reglas parecieran ser otras. Cierta creencia popular
afirma que TODOS merecen cobrar más y que siempre están mal pagados. Es como si
esas actividades tuvieran un aura especial por la que policías, médicos,
enfermeros, docentes y cualquier otra ocupación dentro del Estado fuera un
apostolado, un sacerdocio, una cuestión meramente vocacional. La legislación
los protege de modo diferencial, son inamovibles y tienen derechos especiales como
la prerrogativa de no ser despedidos porque gozan de una estabilidad laboral
plena, pudiendo jubilarse en esos puestos.
Una
teoría de gran aceptación, sostiene la ridícula idea de que el Estado puede
pagar cualquier cosa, como si el mismo dispusiera de recursos ilimitados, de un
don celestial por el cual reproduce el dinero que precisa para abonar lo que
sea. En ese esquema los políticos que no aumentan sueldos a estatales son los
malos de la película y los que lo hacen son dirigentes con sensibilidad social.
En realidad solo se trata de asumir con responsabilidad la gestión de
administrar los recursos de los contribuyentes.
Es
importante cuestionar esta concepción por la que todos los trabajadores
estatales tienen "legitimo" derecho a solicitar incrementos en sus
remuneraciones, solo porque "no les alcanza" y "se
merecen", siendo imprescindible derribar el mito del Estado que dispone de
fondos infinitos.
Por
obvio que parezca, algunos aun no han aprendido que las arcas públicas se
nutren de impuestos, que son detraídos coercitivamente cuando el Estado se
queda por la fuerza con una parte, cada vez más importante, del fruto del
esfuerzo de los individuos. Pero también se financia con endeudamiento, cuando
el insensato gobernante de turno, decide gastar dinero que no tiene ahora,
endosándole a las generaciones venideras la carga de abonar esa deuda
contraída. Y claro está, cuando lo anterior ya no alcanza, los funcionarios que
haciendo uso de la potestad jurídica de emitir moneda en cualquiera de sus formas,
acuden a la reproducción de dinero artificial, ese mecanismo que genera la
inflación que todos padecen.
Mientras
no se sincere el debate, se seguirá repitiendo en público lo políticamente
correcto, afirmando demagógicamente que todos merecen cobrar más, que se gana
poco y que los empleados estatales deberían ser mejor compensados. Se debe
abordar la cuestión de fondo para entender que las ingresos solo aumentan
genuinamente cuando vienen de la mano de la mayor productividad. Mientras tanto
se seguirá girando en círculos, sosteniendo ideas que no se condicen con la
realidad, y que desilusionan cíclicamente hasta que se advierta que la
"fabrica de dinero" tiene un costo y que, como decía un controvertido
economista, "en economía se puede hacer cualquier cosa, menos evitar las
consecuencias".
Defender
ideas equivocadas no es gratis. No es una cuestión reflexiva o filosófica.
Cuando se sostienen principios erróneos se toman decisiones desacertadas y el
desenlace es predecible. El despilfarro estatal, la irresponsabilidad en la
administración de la cosa pública y la inflación son absolutamente
indisimulables, pero todo esto sucede porque la ciudadanía sigue creyendo
mayoritariamente en el disparate del barril sin fondo.
Alberto
Medina Méndez
amedinamendez@arnet.com.ar
albertomedinamendez@gmail.com
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