Con la intención de animar la reflexión en el
país sobre los argumentos planteados en mi libro “La quiebra moral de un país”,
he dialogado con mucha gente en diversos pueblos y ciudades. Cada encuentro ha
sido una gran experiencia. Palpar el corazón abierto de la gente, sus
esperanzas, sus temores, el pesimismo y el optimismo, ha sido aleccionador.
El mayor impacto de esta experiencia lo
recibí al completar una gira Barquisimeto-Puerto Ordaz. Era como si las
hipótesis que exponía en mi libro se convirtieran en el script de una obra de
teatro. El inicio fue Barquisimeto, una experiencia cálida, hombres y mujeres
planteando sus angustias, sus opiniones más profundas sobre el deber ser. La
audiencia respetuosa oía las argumentaciones y replicaba a mis tesis, y,
además, planteaba las propias.
Alguien con mucha franqueza llamó a dejar “el
culillo” de lado y asumir la responsabilidad que nos corresponde como parte de
una sociedad que sufre. Esta jornada en Lara mostró un pueblo deseoso de
cambios, de propuestas, de amoblar caminos frente a la necesidad de parar la
perversión en el uso de los recursos petroleros, de detener la debacle de la
agricultura y la industria, la arremetida parricida contra las universidades,
la crisis terminal de la salud y, sobre todo, frenar la aniquilación de miles
de venezolanos, los más pobres, en sus barrios, en las calles, en cualquier
parte. Fue la expresión de gente que se atrevió a hablar a denunciar, a buscar
acuerdos y a rechazar aquello en lo cual no creía. En definitiva, una sociedad
donde se respiraba un ambiente de libertad.
Días después desembarqué en Puerto Ordaz de
nuevo para dialogar. La primera señal que recibí de mis anfitriones y que me
pareció un tanto enigmática fue: “sepa usted que no está en Barquisimeto”.
Interiormente me preguntaba el significado de estas palabras. La diferencia
geográfica era indiscutible. ¿De qué se trataba?
Esa misma noche, en el
encuentro, comencé a notar que la gente entraba al sitio de reunión, compraba
el libro y prácticamente desaparecía. La huida era más veloz cuando el lente
del fotógrafo intentaba tomar alguna placa o cuando algún periodista abordaba a
las personas para solicitarle sus opiniones sobre el libro. Al fin solo
quedábamos, inconmovibles, la gente de la universidad, algunas personalidades
de tradición en el estado. Nadie más. Un poco asombrada por estos
acontecimientos me atreví a preguntarle a David Natera: ¿qué pasa?, ¿por qué la
gente se desvanece, aparecen y huyen ante las fotografías, toman el libro bajo
el brazo y corren?
Natera, con su inconfundible mirada de capitán valiente, me
replicó: “es para que entiendas que estás en un territorio militarizado, hay un
solo poder, el resto de los ciudadanos está sometido, obligado a callar y a
bajar la cabeza, no por miedo o cobardía sino por supervivencia. El Estado es
todo, las empresas básicas están en su poder y quebradas, los empresarios solo
pueden contratar con el Estado, son en su mayoría contratistas del gran patrón.
Tú supondrás lo que significa salir en una foto del Correo del Caroní, único
bastión de libertad, en este gran cuartel que es Guayana”.
Asombrada por encontrar a flor de piel
aquello que planteaba como tesis en mi libro, comencé a indagar. Es cierto, en
Guayana la democracia es una ficción, los militares gobiernan como antes de
1958, sin ningún control, sin frenos a su poder, no hay contraloría, no hay
jueces, no hay libertad para crear empresas y crecer, a menos que acepte las
reglas del juego del poder militar ¿El Estado es un botín para los que tienen
el poder en sus manos?, pregunté. Sí, afirmaban algunos de los pocos que tenían
el derecho a quedarse, porque no dependían del Estado totalitario. “Busque
usted el origen de las nuevas fortunas, los grupos que se han enriquecido. Lo
mismo que cuando Gómez”, dijo alguien. De un solo golpe comprendí, en
Barquisimeto, la gente era diversa, la libertad se manifestaba en la existencia
de cada persona, podían hablar, pensar y criticar libremente, no había el temor
de ser espiado, grabado o fotografiado. En Puerto Ordaz, parecía que una espada
pendía sobre cada cabeza; el diálogo era imposible porque el precio era
prácticamente la vida.
En Barquisimeto y Puerto Ordaz, en un mismo
país, a solo 748,62 kms de distancia en línea recta, las condiciones de
existencia son opuestas. La pregunta ineludible es: ¿nos atreveremos a luchar
para vivir como en Barquisimeto o preferimos Puerto Ordaz?
Isaper@gmail.com
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