En
memoria de Agustín Alles, buen periodista y buen amigo
En
foros como éste (Sociedad Interamericana de Prensa, Miami, FL 30-11-2013), generalmente, y es una labor muy útil, se suele hacer una
descripción detallada de cuáles son los peligros que acechan a la libertad de
prensa, quiénes son sus más encarnizados enemigos y cuáles son las deplorables
acciones que realizan.
No
obstante, voy a acercarme al fenómeno desde una perspectiva diferente: ¿por qué
sucede? Es decir ¿por qué hay gobernantes que requieren del aplauso absoluto de
la sociedad? ¿Por qué hay personas que
necesitan silenciar a sus opositores y construir un mundo irreal de apoyos,
como aquellas “Aldeas Potemkin” que se construían en Crimea para persuadir a la
implacable zarina y a quienes visitaban a Rusia de que en el enorme país se
vivía una realidad espléndida y próspera?
¿Por
qué estos gobernantes dedican enormes recursos a la innoble tarea de edificar
sociedades corales que repitan mecánicamente el discurso oficial, y con el
objeto de lograr esa extraña conducta de los asustados ciudadanos, convertidos
en súbditos obedientes, están dispuestos a crear estados policíacos dedicados a
vigilar y confirmar que todos suscriban las mismas ideas y a castigar a los que
se desvíen del guión obligatorio?
¿Por
qué el gobierno de Cuba, y en menor escala (todavía) los de Venezuela y
Nicaragua, impiden las manifestaciones de los opositores y las enfrentan con
actos de repudio orquestadas por la policía política para acallar las voces de
protesta, como si la unanimidad fuera un comportamiento normal, cuando sucede
exactamente lo contrario?
¿Por
qué se presentan los actos de repudio, esos pogromos modernos, como si fueran
expresiones espontáneas de la sociedad ofendida por los disidentes, cuando todo
el mundo sabe que se trata de manifestaciones de odio organizadas y dirigidas
por el grupo dominante para aplastar o silenciar la inconformidad de ciertas
personas y, de alguna manera, para ratificar el supuesto apoyo mayoritario que
tienen el líder supremo y su gobierno?
¿Por
qué hay gobernantes que necesitan tener razón siempre, y, cuando no la tienen,
ocultan la realidad, deforman los hechos y convierten la divulgación de la
información que los contradice en un delito de lesa patria?
¿Quién
puede creer en la neurótica uniformidad de Corea del Norte? ¿No se ha visto,
tras la caída de todas las dictaduras, las de derecha e izquierda, que esos
regímenes monolíticos, empeñados en mostrar panoramas sociales y políticos
uniformes, son pura coreografía dirigida por los comisarios políticos?
En
definitiva: ¿por qué ocurre este comportamiento anómalo?
La
primera observación, bastante obvia, es que, generalmente, detrás de cada
dictadura suele haber un caudillo. Es cierto que, en algunas oportunidades, más
bien raras, son dictaduras institucionales que renuevan cada cierto tiempo la
cabeza dominante, como sucede en la China postmaoísta, que hoy es algo así como
un despotismo capitalista salvaje, pero lo usual es que al frente de ese tipo
de Estado exista una figura descollante, un mono alfa que determina la mayor
parte de las acciones que se toman.
La
segunda observación es que esa criatura que encabeza al Estado y se confunde
con él y con el partido de gobierno, incluso con la historia, donde presume que
arraiga su legitimidad, suele ser un tipo intolerante con la crítica. Persigue
a quiénes tienen opiniones diferentes, trata de aplastar a quienes lo juzgan
negativamente, y da por sentado que cualquier desviación de la línea oficial, o
incluso cualquier omisión de los aplausos y halagos habituales que cree
merecer, son obra de una oscura conspiración pagada por extranjeros malvados y
ejecutada por canallas incalificables que traicionan los intereses sagrados de
la patria.
¿Por
qué sucede esto? ¿Por qué, por sólo citar algunos dictadores, Fidel Castro, Evo
Morales, Rafael Correa, Rafael Leónidas Trujillo, Adolfo Hitler, Benito
Mussolini, Francisco Franco, José Stalin y tantos otros caudillos
dictatoriales, carecen de tolerancia a la crítica?
A
Fidel Castro lo llaman Máximo Líder, y se sabe que una de las “causas” que le
llevó a fusilar al general Arnaldo Ochoa, o a sacar del poder sin contemplaciones
a Carlos Lage y a Felipe Pérez Roque, fue descubrir, por medio de su servicio
de inteligencia, que se burlaban de él.
Adolfo
Hitler era el Führer, el Líder. Benito Mussolini era Il Duce, palabra derivada
de dux, una especie de general. Mao era “el Gran Timonel”. El dominicano Rafael
L. Trujillo, uno de los más feroces y temidos, se hizo llamar Generalísimo,
como Francisco Franco, y le puso su nombre a la capital del país para
equipararse con George Washington. En las casas se colocaban retratos del dictador
con una leyenda: Dios y Trujillo. Contradecirlo era como contradecir a Dios.
Por
supuesto, esta veneración, generalmente inducida, se escuda en la necesidad de
defender a la revolución, a la dignidad del país o a la majestad del cargo que
se ocupa, pero la realidad es que se trata de una conducta relacionada con la
psicología del caudillo autoritario. Todos ellos coinciden, en mayor o menor
grado, en lo que hoy se llama “liderazgo narcisista”.
El
narcisista necesita que lo adoren. Vive para eso. Su autoestima se alimenta
insaciablemente de la pleitesía que le rinden. La función de los demás mortales
es confirmarle constantemente el inmenso talento que posee, la infalibilidad de
sus juicios y la generosidad sin límite de sus intenciones.
El
líder narcisista no puede aceptar las opiniones contrarias. Le provocan estados
de rabia. Freud, hace casi un siglo, percibió el fenómeno de la intensidad con
que los narcisistas sufren las críticas y le llamó la “herida narcisista”. El
juicio negativo había dejado de ser sólo eso, una opinión adversa, y se
consideraba una ofensa terrible que había que lavar con sangre o con un castigo
ejemplar. Frente a la “herida narcisista”, surgía lo que Heinz Kohut, el gran
renovador del psicoanálisis y el mayor experto en las personalidades
narcisistas, mucho más tarde, en 1972, llamó la “rabia narcisista”.
Esa
rabia, cuando el que la padece y expresa (sobre todo expresa) es el líder
narcisista autoritario, tiene dos funciones clave en el ejercicio del poder:
opera como un gran elemento de intimidación dentro de la cúpula gobernante y se
convierte en la antesala del castigo a quien se ha atrevido a retar la
autoridad suprema del caudillo. El miedo, pues, se torna en el gran cohesivo de
ese tipo de sociedad tiranizada. El caudillo autoritario, además, siente placer
cuando advierte que las personas de su entorno lo temen tan pronto les enseña
los colmillos. Ahí radica una de sus más preciadas gratificaciones emocionales.
Se “sacrifica” en el ejercicio del poder para gozar del temor de sus
subordinados, paradójicamente expresado por medio de aplausos y vítores.
Un
perfecto ejemplo de cómo gobierna el caudillo narcisista autoritario y el papel
que desempeña la rabia en el control de la clase dirigente, puede verse en la
extraordinaria película La caída, sobre los últimos días de Hitler en el búnker
donde encontrará la muerte por su propia mano, film fue concebido sobre el
testimonio de una persona que vio y relató lo acontecido
(http://www.youtube.com/watch?v=E-d0EBVKSMo).
Aquellos
aguerridos generales con mando de tropa se morían de miedo ante los ataque de
rabia de Hitler. Todos coincidían en que la guerra estaba perdida. Casi todos
estaban dispuestos a rendirse, pero Hitler, pese a los síntomas de que era un
tipo desquiciado, aquejado por temblores inducidos por los medicamentos que
tomaba, o por un precoz mal de Parkinson, los intimidada con sus gritos y ellos
callaban, pero apenas lo contradecían. No se atrevían.
Hitler,
además, trataba de controlar personalmente los detalles de la guerra. Era y es
otro rasgo frecuente en los narcisistas autoritarios. Son lo que los psicólogos
llaman control freaks, una expresión que acaso puede traducirse como
“maniáticos del control tiránico”. Son gentes que sienten un íntimo desprecio
por los otros y sospechan de sus habilidades para llevar a cabo las tareas.
Sólo ellos tienen el talento que se requiere para dirigir. Por eso, entre otras
razones, tienden a querer perpetuarse en el poder. Nadie puede sustituirlos.
Ese
elemento de control maniático y tiránico presente en la psicología del
narcisista autoritario lo lleva a tratar de aislar a la sociedad para que no se
exponga a los juicios negativos sobre su persona. De la misma manera que no
cree en el talento o la habilidad de sus subordinados para llevar a cabo su
trabajo sin la supervisión directa del caudillo superdotado, tampoco cree que
la sociedad sea capaz de formular juicios justos independientes sobre su
persona. Esa es la íntima justificación de la censura que tienen los narcisistas
autoritarios. El pueblo, supuestamente, no es capaz de discernir la verdad de
la mentira y hay que protegerlo con una espesa capa de silencio.
Es
obvio que a nadie le gusta que lo ataquen o insulten, pero en el comportamiento
del líder maduro democrático está la aceptación del rechazo y de la crítica
adversa como parte normal del ejercicio del poder. Esos ataques ni siquiera
determinan el nivel de aceptación general porque el conjunto de la sociedad
realmente sí es capaz de entender que las críticas muchas veces son expresiones
subjetivas de los adversarios políticos que no es necesario compartir. A
Franklin Delano Roosevelt lo atacaron con saña algunos de los opositores más
talentosos, pero esos ataques no consiguieron impedir que ganara cuatro
elecciones presidenciales. Lo mismo puede decirse del general DeGaulle y de
Winston Churchill. Vivieron rodeados de enemigos. Fueron vivamente criticados
por unos y admirados por otros, como corresponde a la pluralidad natural de
todos los conglomerados humanos.
Una
de las ceremonias más importantes de exorcismo político en Estados Unidos es
esa fecha anual en la que el presidente del país se reúne con los periodistas
más ácidos y los humoristas más agudos para oír sus ingeniosas ironías y
sarcasmos. Todos se burlan de él y él acaba por burlarse de sí mismo, terapia
de realidad que liquida o combate cualquier vestigio de narcisismo que pudiera
afectarle. Es una forma de recordarle al presidente que es sólo un americano
más, provisionalmente seleccionada para cumplir una misión dentro de las leyes
del país.
Sin
duda, una parte importante del proceso de maduración de los adultos sanos
consiste en entender que no tienen que ser universalmente amados o admirados,
porque la percepción del rechazo no deben afectar la autoestima. Y parte de la
educación de esos adultos sanos y maduros incluye aprender a tratar con respeto
a las personas que no les gustan, factor clave de la conducta tolerante.
Sencillamente,
los narcisistas autoritarios no son adultos maduros, sino personalidades
psicopáticas, fundamentalmente intolerantes que, por diversas razones difíciles
de precisar, no desarrollaron adecuadamente sus zonas emotivas. Necesitan el
aplauso. Necesitan controlar. Necesitan infundir pavor. Necesitan gobernar para
siempre.
Es
absurdo silenciar los medios de comunicación para evitar que expresen opiniones
negativas sobre los gobernantes. Esa actitud, que es la de todos los
narcisistas autoritarios, es la mayor prueba de que se está frente a mentes
enfermas que no debieran ejercer la autoridad porque carecen de tres de los
rasgos psicológicos esenciales en todo buen gobernante: la prudencia, la
humildad y la tolerancia.
Las
personas realmente sabias conocen sus limitaciones y deben ser capaces de
admitir errores, revocar decisiones y rectificar rumbos. No hay la menor
grandeza en la terquedad patológica que refleja la vieja frase española de los
hidalgos del siglo XVI: sostenella y no enmendalla. Sostener el error antes que
enmendarlo, batirse a duelo antes que pedir disculpas por una actuación
incorrecta, es una imbecilidad perfecta, propia de gentes inmaduras.
Quizás,
una de las fórmulas para protegernos de la censura sea identificar a los
narcisistas autoritarios antes de que lleguen a posiciones en las que pueden
hacernos daño. Hay que aceptar, melancólicamente, que la política tiene mucho
de psiquiatría, y parte del éxito consiste en vacunar moralmente a los
electores para que entiendan el peligro de entregarles el poder a sujetos
dominados por el amor incontrolable a sí mismos.
Hay
que crear, además, instituciones que impidan el triunfo de estos perturbados o,
si llegaran al poder, que sean capaces de sujetarles las manos para que no nos
perjudiquen por largos periodos.
Hace
más de un siglo el peruano González Prada afirmaba que la política a veces era
una actividad de botica y manicomio. Creo que acertaba.
montaner.ca@gmail.com
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