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sábado, 9 de noviembre de 2013

ALFREDO M. CEPERO, EL ECLIPSE DE LA IZQUIERDA NORTEAMERICANA.

"El gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema", Ronald Wilson Reagan.

A lo largo de todo un siglo el Partido Demócrata ha operado bajo la premisa de que el gobierno es la solución de todos los problemas que aquejan a la sociedad norteamericana. Los dos exponentes principales de esa política fueron los presidentes Franklin Delano Roosevelt, en 1933, y Lyndon Baines Johnson, en 1964. El primero fue salvado de su paternalismo estatista por una economía de guerra que demandaba la producción masiva de armamentos capaces de derrotar al eje nazi-fascista. El segundo puso en marcha programas como los de la Gran Sociedad y la Guerra contra la Pobreza que quebraron el erario público y terminaron en rotundos fracasos.

El caso de Johnson merece especial mención. La piedra angular de la Guerra contra la Pobreza fue la Ley de Oportunidad Económica de 1964, el costo de cuyos programas asciende en la actualidad al 70 por ciento anual de todos los programas de asistencia pública. Cincuenta años y 15 MILLONES DE MILLONES más tarde, la pobreza le ha ganado la guerra a los estrategas que trataron de derrotarla con fondos públicos y sin el compromiso de quienes serían los principales beneficiarios de una victoria, los pobres norteamericanos. En la fecha en que fue puesta en vigor la Guerra contra la Pobreza, el nivel de pobreza en los Estados Unidos era del 14 por ciento. En la actualidad supera el 16 por ciento.

A pesar de sus buenas intenciones estos programas promueven una actitud de holgazanería y dependencia entre los ciudadanos necesitados. En el ancestral conflicto entre "seguridad en sí mismo" (self reliance) y "dependencia del estado" (free lunch) gana la segunda cuando el ciudadano antepone la seguridad a la libertad. Sin lugar a duda, el "free lunch" es la esencia de la izquierda moderna en los Estados Unidos. Y en la época de Obama esa izquierda ha procedido a extender sus beneficios a los mamo gramas gratuitos, la salud preventiva gratuita y hasta los anti conceptivos gratuitos para gente promiscua que rehúsa asumir la responsabilidad de sus actos.

En realidad, con su programa de la Gran Sociedad como alivio a la pobreza, Johnson prácticamente destruyó a la familia negra norteamericana. El gobierno sustituyó al padre como la figura obligada a mantener a su familia. ¿Qué incentivo tiene un hombre de asumir sus responsabilidades cuando el gobierno está dispuesto a asumirlas en su lugar?

En los años que siguieron a Johnson el Partido Demócrata vio frustradas sus aspiraciones a la Casa Blanca con la postulación de candidatos de extrema izquierda como Hubert Humphrey, George McGovern, Walter Mondale y Michael Dukakis. Fue necesario el escándalo de Watergate y la propaganda corrosiva de la prensa de izquierda contra el Partido Republicano para que se colara en la Casa Blanca un anodino gobernador populista llamado Jimmy Carter, de quién muchos se burlaban preguntando "¿Jimmy Who?"

Este estrafalario personaje, que 33 años después de abandonar la Casa Blanca sigue hablando tonterías en un esfuerzo infructuoso por mejorar la imagen de su deplorable legado, fue el peor presidente norteamericano del siglo XX. Sus estadísticas de 16 por ciento de inflación, 22 por ciento de tasas de interés y 70 por ciento de tasas marginales de impuestos lo convirtieron en una figura detestada hasta por aquellos ciudadanos que él se propuso beneficiar.

Sabemos, sin embargo, que toda regla tiene excepciones y, en el Partido Demócrata, esa excepción se llama Bill Clinton. Aunque moralmente despreciable y éticamente corrupto Bill Clinton es un brillante político. Como diría una dama que atiende a mi suegra centenaria, Bill Clinton es un tigre con diferentes rayas. No es un ideólogo que, a la manera de Obama, impone su ideología personal contra viento y marea sin importarle los perjuicios a sus gobernados, sino un pragmático que negoció con sus adversarios para lograr el bien común de todos aquellos a quienes representaba como presidente, ya fueran demócratas o republicanos. Después de tomar la temperatura del electorado norteamericano se dio cuenta de que la izquierda de su partido estaba en bancarrota y se movió hacia el centro del camino.

Fue entonces cuando optó por negociar con una Cámara de Representantes bajo la presidencia del republicano Newt Gingrich. Ambos decidieron continuar los estímulos económicos iniciados bajo dos previas administraciones republicanas y prolongaron el mayor período de prosperidad económica del Siglo XX. Fue Bill Clinton, no un republicano, quien dijo: "Se acabo la época del gobierno gigantesco y quienes quieran beneficios de desempleo tienen que demostrar que están buscando trabajo". Barack Obama, con su arrogancia de gobernar por decreto, echó abajo el requisito del empleo y abrió las compuertas de una represa que proporciona beneficios de desempleo sin el requisito de buscar trabajo.

Y así llegamos a la era de Obama y al eclipse de la izquierda en la política norteamericana. Este señor no vino a gobernar para beneficio de todos sino a imponer a cualquier precio su ideología de izquierda sobre todos sus gobernados. Como Fidel Castro y Hugo Chávez lo dijo aún antes de alcanzar el poder: "Mi objetivo es una 'transformación radical' de la sociedad norteamericana". Como en los casos de Castro y Chávez sus conciudadanos no lo creyeron y pagarán un alto precio que se prolongará por muchos años.

Esa "transformación radical" es ilustrada en toda su magnitud por la Ley de Salud Asequible bautizada por el pueblo como Obamacare. Disfrazada bajo el manto compasivo de protección a los desamparados, el objetivo de esta ley no es la salud del pueblo norteamericano sino el control del gobierno sobre ese pueblo. A través de ella, el gobierno se arroga el poder de tomar decisiones sobre el 16 por ciento de la economía norteamericana. Ronald Reagan, cuando todavía no había hecho la transición del Partido Demócrata al Partido Republicano, advirtió sobre el peligro con estas palabras: "Uno de los métodos tradicionales de imponer el estatismo o el socialismo sobre un pueblo ha sido por la vía de la medicina. Resulta muy fácil presentar programas médicos como proyectos humanitarios".

Por eso en sus primeros dos años de gobierno, cuando tenía el control absoluto de las dos cámaras del Congreso y de la Casa Blanca, Obama ignoró los apremiantes problemas económicos y concentro su inmenso poder político en imponer su Obamacare. Su objetivo primordial era hacer realidad lo que ha sido el "cáliz sagrado" de la izquierda demócrata durante el último siglo: un programa de salud universal pagado por medio de la redistribución del ingreso de los ricos a los pobres.

Ahora bien, ponerlo en marcha ha demostrado ser más difícil de lo que esperaban Obama y sus alabarderos Harry Reid y Nancy Pelosi. Sus supuestos beneficiarios han descubierto que detrás de las falsas promesas había realidades como el aumento de las primas y de los deducibles, al igual que la creación de nuevos impuestos, así como la reducción de sus beneficios y hasta probabilidades de empleo. Todo parece indicar que se cumple el consabido refrán de: "there is no free lunch" (no hay almuerzo gratuito).

Hemos visto además en los últimos días que el Obamacare es un programa minado por errores y conflictos que son consecuencia de la premura y la ineptitud de quienes tenían que hacerlo funcionar. Si a ello agregamos las revelaciones de las mentiras del presidente para venderlo, podemos concluir sin temor a exagerar que Obama se ha gastado no sólo una gran parte de su capital político sino del capital político de su propio partido. Si los republicanos no cometen alguna soberana estupidez, los demócratas van a estar alejados de la Casa Blanca por un buen rato. Porque la historia demuestra que, como la virginidad de una doncella, la credibilidad de un político y, por ende, de un partido son virtudes que una vez perdidas son de difícil recuperación.

En cuanto al inefable Presidente Obama, podría ser candidato a compartir con Jimmy Carter no solo un inmerecido Premio Nobel de la Paz sino el estigma de haber sido uno de los peores presidentes de los Estados Unidos.

@AlfredoCepero

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