No
recuerdo en qué ciudad me topé con un reloj digital que marcaba el paso del
tiempo en unidades menores a un segundo. La velocidad con la que avanzaban los
últimos dígitos era frenética. Sentí que me dirigía hacia la muerte de forma
vertiginosa.
La desazón fue tal que desvié la mirada. Pero es así. Estamos en
cuenta regresiva. El corazón es un reloj de arena. Somos rehenes del
calendario. Es sabido, el tiempo es oro y cada vez nos queda menos. Nos
encaminamos hacia la desaparición. La fugacidad es nuestro reino. En el costado
sur de Union Square, en New York, hay un enorme reloj digital de 15 números.
Ostenta su magnitud en la pared de un amplio edificio. Muchos lo ven sin saber
exactamente qué es lo que mide. Los más curiosos han logrado detectar que es un
metrónomo. Mide el tiempo que ha transcurrido desde la medianoche que nos
precede y el lapso que falta para la próxima medianoche. Te hace sentir
emboscado entre dos oscuridades. Como diría Vicente Gerbasi: “Venimos de la
noche y hacia la noche vamos”. En Times Square hubo durante muchos años un
indicador gigante que medía la deuda nacional de Estados Unidos. Una cifra que
aumentaba a cada instante, sin clemencia, y aterraba a todos los
norteamericanos que alzaban la vista. Marcaba, además, cuál era la parte de la
deuda que le correspondía a cada ciudadano. Un “reloj” perverso, sin duda.
Tuvieron que eliminarlo porque se les acabaron los dígitos. Era una cuenta
regresiva distinta. Una ansiedad en alza. El caso es que en Venezuela tenemos
más relojes que en ningún otro lugar del mundo para calcular la versatilidad de
nuestras angustias. En este país que, ferozmente, avanza hacia el pasado, cada
quien tiene su propia cuenta regresiva.
***
Vivimos
en función de fechas. Cuánto falta para navidad. Para el cumpleaños de un hijo.
Para salir de vacaciones. Para la llegada del viernes. Para volver a ver a
quien te marea los sentidos. La vida es un inventario de expectativas. Pero a
los venezolanos nos ha dado por ser originales en los últimos años. Hemos
ampliado nuestra lista de espera: Están las enfermas de cáncer de mama que
esperan por máquinas de radioterapia. Las amas de casa que aguardan, en airadas
colas, por la llegada de la harina y el aceite. Los educadores que esperan,
impacientes, el aumento de sueldo. Los damnificados que llevan tres años
viviendo en el inframundo de un refugio, mientras acechan el cumplimiento de
una promesa que solo sabe postergarse. Los presos políticos que cuentan los
días para abandonar una cárcel ilícita y cruel. Los prevenidos que esperan,
alertas, el próximo apagón. Los empresarios y comerciantes que desgranan su
impaciencia rogando que algún nuevo iluminado –los cambian cada 15 días– despeje
el camino para que fluya la economía. Los medios impresos que parecen
destinados a desaparecer cuando se les acabe la reserva de papel. Los viajeros
que sienten la agresión de un dólar inalcanzable. Los hijos del exilio que ven
el calendario como si fuera un péndulo calcinante. Los candidatos que insisten
en la próxima elección. Los millones de venezolanos que aspiran que el desmadre
nacional tenga fecha de extinción. Gente que cuenta los días para irse y gente
que cuenta las horas para volver. Gente que sueña con el 8 de diciembre como un
plebiscito. Gente que fantasea con un golpe de estado. Gente que especula con
la renuncia de Maduro. Gente que aspira seguir chupándole plata al erario
nacional. Gente que anhela eternizarse en el poder. Gente desesperada porque el
destino se apure. Aquí todo el mundo está esperando algo. Todos tenemos un
tictac urgido en nuestra mente. Los venezolanos aprendimos a vivir en cuenta
regresiva.
***
Hace
apenas una semana me tocó ir a Valencia para sumergirme en las actividades de
la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC). No me
canso de repetir que es una de las ferias más importantes del país por su
sólida agenda y su poder de convocatoria. Solo la feria de Altamira la supera
en flujo de visitantes y venta de libros. Este año estuvo dedicada a España y
eso implicó –naturalmente – la visita de unos cuantos escritores españoles. La
paradoja es que podías oír hablar a Ernesto Pérez Zúñiga, Nuria Amat, Francisco
José Cruz o Carlos Granés, pero no podías comprar sus libros. No hubo dólares
para traerlos. Cadivi dixit. Los mismos dólares esquivos que subrayaron, una
vez más, la ausencia de novedades internacionales. Un escritor sin sus libros
es apenas la sospecha de un escritor. El único que tenía presencia de su obra
en suelo venezolano era Javier Moros, por una hábil previsión de Editorial
Planeta. Justamente a él, en uno de los foros, le oí invocar una frase de un
autor inglés: “Too many books, too little time”. Esa es la zozobra de todos los
lectores del mundo. Sabemos que hay joyas que incluso tenemos en nuestra
biblioteca y quizás nunca logremos leer. El tiempo no deja de respirarnos en la
nuca. Por cierto, Nuria Amat vivió su respectiva dosis de maltrato al intentar
regresar a España. En el aeropuerto Arturo Michelena le requisaron hasta el
alma. Fue todo tan ominoso que publicó lo sucedido en El País. Aquí un
fragmento: “Fui llamada por la policía y tratada como delincuente y
narcotraficante de alto nivel (…) Un tipo fiero estuvo una hora entera
registrando mi maleta: oliendo como perro (con mi respeto hacia el perro) cada
una de las páginas de los seis libros que llevaba, abriendo botones, chaqueta,
con un cuchillo rompieron un zapato, pieza por pieza, ropa interior fue
husmeada como ni siquiera he visto en las películas. (…) He vivido en países
socialistas, he sido antifranquista con todas sus consecuencias, he estado en
Cuba, y en Colombia he llegado al límite donde se considera zona peligrosa, y
jamás me encontré con una situación parecida”. Izarra, entérate. Con estos
pequeños cancerberos lo que hacemos es alejar a los viajantes. El turismo le
tiene alergia al maltrato. El abuso necesita su cuenta regresiva.
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En
uno de los viajes a Valencia el chofer me relató el traumático episodio que
vivió su esposa un día que fue víctima del tiempo. Necesitaba llegar puntual a
una reunión de trabajo. El tráfico era –como dicta la costumbre– infernal. Se
comunicó con su esposo por teléfono y él le dijo que la única opción era
contratar los servicios de un mototaxista. Le obedeció a regañadientes pues
nunca había usado ese medio de transporte. Eligió uno al azar. Se aferró al
cojín con las dos manos y al primer giro venció el pudor y abrazó la cintura
del desconocido. Todo transcurría normal, mientras el hombre esquivaba los
carros y las normas de tránsito. Llegaron a un semáforo. El mototaxista vio a
su derecha y descubrió a una mujer que manejaba su carro con el vidrio abajo.
En su muñeca izquierda brillaba una pulsera de oro. El hombre sacó un arma inesperada,
apuntó a la mujer, esgrimió una amenaza salpicada de groserías y en 30 segundos
la pulsera había cambiado de dueño. Atrás, la pasajera del mototaxista no daba
crédito a lo ocurrido. Había sido, de alguna manera, cómplice del robo. El se
excusó: “Usted perdone, señora, pero es que la tipa me la puso papita”. A la
cuadra siguiente se bajó de la moto temblando por todos los pliegues de su
cuerpo. El chofer me relataba el cuento y agregó el colofón: “Por supuesto, me
culpó a mí por lo que le pasó. Usted sabe como son las mujeres”. Risas
generales en el carro, y al instante, una sombra de desazón. Unas ganas de que
tanta impunidad y sobresalto se extingan para siempre. La cuenta regresiva que
no termina de aparecer. Al regresar de la FILUC, a la semana siguiente, el taxi
era una carcasa infame cuyo mayor agravio era que no tenía aire acondicionado.
Exigimos otro carro. No se trataba de melindres. Era la conciencia de estar
ante un acto suicida. Eran las 8:00 pm y si nos topábamos con tráfico en la autopista
Regional del Centro –lo predecible– tendríamos los minutos contados para ser
atracados. ¿Un carro con las ventanas abiertas? Tampoco se trataba de
“ponérsela papita” a la mala suerte.
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Nacemos
para morir. Todos preferimos soslayar esa certidumbre. Chávez supo que estaba
en cuenta regresiva de una forma detallada, dolorosa y contundente.
Muchos
dicen que su gran pecado fue ocultarlo a un país entero, en aras de un triunfo
electoral que burlara a la eternidad. El país está amarrado a varias cuentas
regresivas. Maduro y Cabello, el dúo dinámico del insulto, dicen que “más
temprano que tarde” – es fatigante la forma en que repiten esa expresión –
Henrique Capriles, Leopoldo López y Henri Falcón, líderes de la oposición,
darán de bruces en la cárcel. Lo anuncian como quien ya ha firmado las boletas
de auto de detención. Hasta comentan las proporciones de cada celda, el color
de las paredes, las pesadillas que los visitarán. Alardean con una cuenta
regresiva que no tiene asidero legal. La justicia, en este país, carga un
carnet político en el bolsillo.
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Hannah
Arendt en su libro Hombres en tiempos de oscuridad le dedica un capítulo a Karl
Jaspers y recuerda el momento en que le fue concedido el Premio de la Paz del
Gremio de Libreros Alemanes en 1958. Subraya allí que se retribuía no solo una
trayectoria literaria sino “el haberse puesto a prueba en la vida”. Me quedé
detenido largamente en esas palabras. Quizás hoy a todos los venezolanos nos
salpica esa frase de un modo u otro. Las circunstancias históricas nos están
exigiendo ponernos a prueba.
¿Cuántos años o semanas le quedan a estos tiempos
de oscuridad? ¿Hasta qué punto la cuenta regresiva del oprobio que hoy vivimos
no necesita de nosotros para activarse? Debemos entender cuál es nuestra parte en
ese conteo. El cronómetro de un mejor país lo tenemos todos en la mano. Es
cuestión de saberlo presionar. Cuando un corredor ansía una meta, su mejor
aliado es ese instrumento del tiempo que marca el inicio de su proeza. La
historia sabe de relojes. Hay cuentas regresivas que solo encarnan la conquista
del futuro.
Leonardo
Padrón
@Leonardo_Padron
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ResponderEliminarTras su interesante artículo Leonardo Padrón pregunta “¿Cuántos años o semanas le quedan a estos tiempos de oscuridad?” Tristemente, la respuesta es ineludible, aunque merita una brevísima aclaratoria. Es evidente que el comentario de Padrón sobre el pasaje del tiempo se relaciona con Venezuela: en ese caso, su pregunta no tiene vigencia. La razón es incontrovertible: la Venezuela que Padrón presupone al usar el reflexivo “le,” dejó de existir durante la dictraidura de Hugo Chávez (Maduro no hace más que confirmar el hecho). Esa Venezuela no tiene más tiempo, ni de oscuridad ni de iluminación: quienes crean lo contrario, no creen en la muerte.
Amigos, por respeto a las víctimas de la dictraidura, fundemos una nación completamente nueva, llámese “Nueva Venezuela,” “Nación Venezuela,” o “Venezuela Naciente” o lo que quiera el lector, pero una en la que no existan las fuerzas armadas, en la que se respete a la ciudadanía sin distinción de clases sociales, etc. Pero no sigamos creyendo que “estos tiempos de oscuridad” están por acabarse: ya se terminaron. Gonzalo Palacios Galindo.