Es
martes, nueve de la mañana, mastico una arepa tibia mientras veo cómo en Al
Rojo Vivo, un programa de noticias extravagantes,
producido por Telemundo, dedican cinco minutos a reseñar, con alarma, la
agresión a cuchilladas que recibió un hombre de avanzada edad en el Bronx
neoyorquino para quitarle un celular. La noticia era pródiga en detalles.
Entrevistaron a vecinos y políticos locales que se espantaban por lo ocurrido,
aunque la víctima sobrevivió al ataque. Yo estaba más sorprendido que ellos.
Pensé en todo lo que se estaban perdiendo.
Si el programa se produjera en
Venezuela tendrían kilómetros de contenido con la jornada noticiosa de solo un
día. ¿Qué tal una iglesia llena de feligreses atracada en plena misa? ¿Se les
antoja una pareja asesinada de 17 balazos porque la mujer le lanzó un vaso de
cerveza en la cara a un impertinente que quería bailar con ella? ¿No les han
contado de la refriega en Sabaneta con ojos vaciados de sus cuencas, miembros
castrados y orejas a lo Van Gogh por todo el suelo? Ese programa, si fuera
realizado en nuestra patria segura, sería cancelado por exceso de
inverosimilitud.
***
Mi
corredor de seguros es uno de los hombres más optimistas que conozco. Cada vez que le pregunto cómo está, me
suelta: “¡Mejor sería un descaro!”. Y no es un enchufado del régimen. Es un
venezolano promedio, que montó un ciber café para complementar su sueldo, y que
utiliza un arma extraordinaria para combatir el día a día: el humor. Su
optimismo es una forma de supervivencia. Pero ese día llegó con el desánimo en
ristre. Apenas dijo: “hoy sí llegué a tiempo para el desayuno”, recurrente
parlamento que expresa para auto-invitarse. Yo siempre lo despido con una risa
en la puerta. Esta vez, en su bigote mexicano, no había la mínima sospecha de
una sonrisa.
***
El país se ha vuelto una larga quejumbre. Hay
un sólido menú de lamentaciones crepitando en el mapa nacional. Sí, sabemos que
no hay azúcar, que la leche en polvo es una quimera, que el aceite abunda en su
ausencia, que el papel tualé es un producto vintage, que los apartamentos en
alquiler son una nostalgia, que el dólar es una bofetada salvaje, que la luz
eléctrica es una extravagancia, que los malandros deciden nuestra vida, que los
hospitales son un monumento a la vergüenza, que las cárceles hacen rehilar de
miedo a Satanás y que la corrupción es el verdadero oxígeno del país. Todos nos
quejamos. Hasta los discípulos de la revolución, entrenados para la alabanza y
el aplauso, se la pasan lamentándose. Se quejan de los embates del imperio, de
la derecha retrógrada, disociada, golpista y oligofrénica, de la aviesa
manipulación de los medios, de la supuesta guerra económica, de las siniestras
intenciones de la otra mitad del mapa. Conclusión: el país entero se ha
convertido —por sus cuatro costados de asfalto, mar, selva, y frailejón— en una
interminable quejumbre.
Hastío.
Desasosiego. Titulares que no caben en el entendimiento. Todo este panorama
arroja como saldo una foto inquietante: se le movió el piso al país. Todo se ve
borroso. Estamos fuera de foco.
***
Oscar
Wilde decía que el descontento era el primer paso en el progreso de una nación.
Una frase efectiva, inspiradora. Y aquí descontento hay para regalar a los
aburridos de Groenlandia. Pero sigue sin pasar nada. Los lunes llegan con sus
nuevos titulares para el desaliento. La negligencia consolida su reino. Los
abusos de poder hacen metástasis. Los presos políticos se apagan en las
cárceles. Y la morgue se traga vorazmente a los venezolanos.
No
hay trago de whisky donde no se campaneen las angustias del país. No hay cola
en la parada de autobús donde alguien no se queje en voz alta, y un coro de asentimientos
lo escolte. En las universidades, en las mesas de dominó, en el mercadito
parroquial. A la gente solo le queda una opción a la que se aferra con
vehemencia: los optimistas.
***
¿De
qué están hechos los optimistas? ¿Qué saben que no saben los demás? Churchill
decía que los optimistas son aquellos que ven una oportunidad en toda
calamidad. Es un rol que, entre otros, suelen encarnar los políticos de
oposición. “¡Falta poco para que todo cambie!”, así gritan, declaran, insisten.
Y es lo que razonablemente deben hacer. Se exhiben como el punto de luz en
tanta noche. Los optimistas dan los
buenos días con firmeza. No redactan nubes en sus frases. Su voz no tolera otra
temperatura que el aplomo. Son las pequeñas huestes de la sensatez. Son
fecundos en ideas para superar cualquier crisis (Guillaume Guizot afirmaba que
los optimistas son quienes transforman al mundo). Contagian temple y serenidad.
Nos hablan del país sin una sola gota de agobio ni desesperación. Como si la
lluvia fuera simplemente el anuncio de otro sol.
***
Pero
la semana pasada algo ocurrió. Tal vez el desastre ya no cabe en ningún galpón
del asombro. No sé si lo de Nicolás Maduro cayéndose de la bicicleta fue
demasiado metafórico. Quizás fue mucho sótano de la historia la imagen de un
Pran ondeando en su mano el corazón sangrante de otro Pran, mientras Iris
Varela comentaba en televisión, contentica, que ya los privados de libertad
vestían bragas amarillas. O el burdo descaro del avión que voló de Maiquetía a
Francia con 30 maletas atestadas de cocaína, mientras en otros terminales a
algunos pasajeros les decomisaban un kilo de queso guayanés o una caja de
torontos. O tanta impunidad. Tanta anarquía. Tanta ley sin ley.
Lo
que pasó esta última semana fue una seguidilla de frases que parecían haber
nacido de la misma boca. Pero ocurrió con gente diversa. Todo lo que decían
desembocaba en un denso océano: el pesimismo. Lo inusual era que ocurría en los
optimistas habituales, personas acostumbradas a la fragua dura, constructores
de ánimo, boxeadores de la voluntad. Por una u otra razón me los había topado
en días distintos y allí estaban, con la sonrisa torcida, y los ojos calados en
una opacidad inesperada.
***
Con
cierta frecuencia nos reunimos a almorzar tres escritores y un director de
teatro. Solemos conversar el país. Intercambiamos angustias y criterios.
Compartimos datos irritantes sobre la zigzagueante política nacional. Por
sanidad, nos obligamos a apostar por la complicada luz al final del túnel y el
irrecusable triunfo de la cordura. En la jornada abundan las humoradas, el
sarcasmo y la trastienda de algunos episodios de resonancia. Suelen ser tardes
donde la cofradía de la amistad vence, con holgura, la adversidad de los
tiempos que corren. Poco a poco conquistamos territorios más nobles. Hablamos
de libros insoslayables, anécdotas felices, reímos con impudicia. Sabemos que
es una victoria momentánea. Sabemos que una vez devueltos a nuestra vida
ordinaria el país volverá a treparse en nuestras espaldas como un orangután menesteroso.
El
pasado viernes nos detuvimos a comentar las miserias que bullen en la industria
del espectáculo. Diseccionamos la prepotencia y patanería de cierto personaje
que suele irrespetar a sus colegas —y más si son mujeres— mientras en un
monólogo teatral alardea de su sabiduría para entender el alma femenina. Un
personaje que en esos días paseaba su ofuscación por las redes sociales al ver
exhibida públicamente su misoginia y vocación para el maltrato. Eso nos hizo
aterrizar en el estado moral del territorio donde vivimos. La crisis
venezolana, ya lo sabemos, ha generado una vaguada tronante que arrasó sin
piedad el sistema de valores que nos constituye. Aquí se han terminado por
imponer los cínicos, los chulos de la política, los mediocres, los indolentes,
los desnudos de ética, los intransitables, los regentes de la violencia, los
malandros del poder. Cada vez más, revolución y corrupción riman demasiado.
Esa
tarde, debo decirlo, cuando nos despedimos, no éramos los mismos de siempre.
Había un sonido roto en nuestro abrazo. Era el crujido de los optimistas.
***
Al
día siguiente cenaba con un humorista acostumbrado a dispensarle buenos ratos
al público venezolano. Su habilidad es lograr que la gente, dos horas después,
tenga una sonrisa colgada en el rostro, aderezada, como si fuera un Martini,
con una aceituna de reflexión. Cenábamos en un restaurante con otros amigos. La
conversación se fragmentó en grupos. Quizás esa circunstancia lo indujo a
confesarme, casi en tono clandestino: “Estoy preocupado. Deprimido”. Me hablaba
de “la desesperanza aprendida” como algo ya instalado en el espíritu colectivo.
Yo me orillaba a su talante cuando justo en ese momento dos añosas damas se
acercaron a agradecer la tenacidad y la lucha indeclinable. Cuánto orgullo. Dimos
gracias, abochornados. Luego que se alejaron lo suficiente, volvimos a masticar
el vidrio de la depresión.
Según
parece, hay gente que no tiene derecho al desaliento. Se infiere que Henrique
Capriles, líder de la oposición, no se puede permitir un resquicio de
pesadumbre, un domingo de hastío, o la fugaz certeza de que esto se lo llevó el
diablo. Se entiende que Ramón Guillermo Aveledo debe hablar siempre como si
fuera un micro de “Venezuela en Positivo”. Se presume que Julio Borges, y su
semblante cejijunto, deben proclamar a viva voz la inevitable victoria
electoral, que Carlos Ocariz no puede renunciar a la levedad triunfal de su
sonrisa. Se conjetura que sí hay patria, aunque obviamente no sea esta.
Quizás
es sano que a los optimistas les sea otorgado un día a la semana para
deprimirse, para caer como un bulto inerte sobre la cama, para apagar el
zumbido extravagante de su esperanza, para lamerse las heridas de lo
improbable, y dejar que el crujido de su desazón se expanda sin pudor. Los
optimistas, cómo dudarlo, merecen su día sabático.
Pero
que el resto no se preocupe, pues esa raza suele estar acompañada por los
tercos, los insistentes, los adictos a la democracia, los obsesivos de la
libertad, todos ellos más empecinados y definitivos que aquellos demoledores de
ilusiones que hoy reinan en la malquerida república de nuestros insomnios.
Diría un optimista.
Leonardo
Padrón
@Leonardo_Padron
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