Si
algo nos separa políticamente como Repúblicas de las antiguas monarquías contra
las cuales se produjo la Revolución Francesa,
es el rechazo a formas de sumisión incondicional a un gobernante o a un
gobierno.
Aun cuando en el antiguo
régimen el poder provenía: "de Dios solo", y por ello: "ninguna
potencia espiritual o temporal tiene derecho de privarlo de su
reino", se justificaron excepciones
y: "estaba permitido deshacerse de un rey desagradable para conseguir uno
mejor". El texto era alusivo al rey
Luis XIII en Francia. El mismo fue acusado como: "... incapaz de gobernar
su reino" (Le Vassor, 1757), y se
afirma que nunca lo hizo mientras estuvo sometido a la voluntad de Richelieu.
Detrás de la objeción, se abría paso contra la autoridad real, el futuro
parlamento y los magistrados que defenderían la independencia y el control de
los poderes del Estado moderno.
En
las Repúblicas sujetas a la voluntad general, al bien común, al imperio de la
soberanía popular, al cumplimiento de los fines del Estado, a la elección y al
ejercicio responsable de las autoridades, un gobernante injusto,
arbitrario, incapaz, no realiza esos
objetivos sociales, afecta y contradice la filosofía del poder.
Ningún
gobernante adquiere el derecho de someter a un pueblo, ni de hacerse perpetuo.
Los gobernantes democráticos se limitan a condiciones temporales y de
actuación. Ningún gobernante puede comprometer a una Nación con sus errores y
sus faltas sin hacerse responsable ante ella. La ignorancia, la impericia, la
negligencia en el ejercicio del poder atrasa a los países, los debilita, los
destruye. Los gobernantes pierden
respeto y legitimidad en razón a sus continuos desaciertos. El poder no
es únicamente un acto de fuerza sino de influencia, prestigio, realizaciones y
consentimiento social.
El
poder puede ser obtenido, pero lo sustenta el mérito de los que gobiernan y el
reconocimiento ciudadano. No en vano los romanos establecieron el concepto de: "auctoritas" y lo
vincularon con la tradición y la religión, con la que pretendían alcanzar la
felicidad pública. La "auctoritas" propia de un buen y sabio
gobernante no la tiene el que carezca de estimación social por sus faltas
humanas, intelectuales y políticas.
Gobernar
es: "dirigir un país o una colectividad política..., componer...,
sustentar...", y la política es: la: "buena gobernación de la
Ciudad", como lo indica un diccionario. Gobernar exige cualidades,
formación, aptitudes, competencias. No gobierna el que desconoce, el que
improvisa, el que carece de virtudes, menos aún el que agrede, vulgariza la
función pública, degrada los derechos y pervierte la majestad de gobernar.
Conducen los grandes estadistas, los sabios políticos, los guías trascendentes
del espíritu humano. Impone el autócrata, reprime el déspota, cercena el
dictador, destruye el incapaz.
No
es un buen gobernante el que no sabe trascender ante la sociedad, integrar a
sus conciudadanos, defender los derechos de todos. "Un buen gobierno –como
señalaba Sainte-Beuve– no es sino la garantía de los intereses", de los
individuos y de la sociedad. Si un gobernante no logra superar su propio
entorno e interpretar la voluntad social, escuchar y admitir las posturas
contrarias, no cumple la superior misión representativa de un país, de una
región, de una localidad.
Un
Presidente debe asumir con propiedad la magnitud de los problemas nacionales y
actuar en consecuencia frente a ellos; un Presidente debe reunir a la nación para altos propósitos;
debe saber instrumentar las rectificaciones necesarias para evitar graves e
irreversibles daños al país.
El
despotismo es el gobierno de uno solo, según Montesquieu. La democracia es el
gobierno de las fuerzas sociales, y nadie mejor que Aristóteles definió su
carácter: "El principio del gobierno democrático, es la libertad". Un
mal gobierno contradice su sentido. Montesquieu señaló que la corrupción puede
llevar a un gobierno moderado y democrático al colapso, y cómo el despotismo
significa la corrupción misma.
"Los
malos gobiernos –como expresó Say–
siempre atraen: "la codicia, la traición, el mal sentido, todos los
vicios". Los buenos gobiernos reúnen a los mejores ciudadanos, fomentan la
virtud, la ética pública, el servicio a la nación. "La tiranía –a juicio de Ségur– se rodea
de espías y de delatores, insectos que pululan en los malos gobiernos". El
revolucionario Mirabeau exigió: "la buena conducta, la sabiduría, en un
gobierno". Confucio definiría al mismo como: "lo que es justo y de
derecho".
Luego
de tantas luchas, sacrificios y esfuerzos por construir una República, de
conquistar derechos que usurpan los
tiranos, experiencias políticas admirables unas y vergonzosas otras, los
pueblos no pueden ser indiferentes sobre quién los gobierna, de qué manera, con
cuáles fines, con cuáles resultados, por
cuánto tiempo, y abandonar a ellos el destino de la nación. Nada es
superior al bien de la patria.
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