La integración iberoamericana es un anhelo
que comienza en el mismo momento de la emancipación de las naciones
iberoamericanas. Mientras la región transitaba del Antiguo Régimen hacia la
modernidad tenía lugar uno de los primeros intentos de integración: la Gran
Colombia.
Este primer proyecto se materializó tras los
Congresos de Angostura y Cúcuta en la Ley Fundamental de la Gran Colombia de
1821. Contó como miembros fundacionales con el Virreinato de Nueva Granada, la
Capitanía General de Venezuela, la Presidencia de Quito y la Provincia Libre de
Guayaquil. No fue el único, la iniciativa de las Provincias Unidas del Centro
de América (1823-1824) o la Confederación PerúBolivia (1836-1839) son también
ejemplos de aquella voluntad integradora. Es decir, la construcción nacional de
los diferentes Estados de la otra orilla del Atlántico estuvo presidida por una
afirmación patriótica, pero no descuidó ni el legado común ni la aspiración de
unidad americana.
En el siglo XX, Iberoamérica no se quedó
atrás en su interés integrador. De hecho, tiene el mayor número de fenómenos de
integración per cápita del mundo. Sin embargo, a pesar de que es una comunidad
con una armonía cultural profunda, la historia de estos movimientos no es rica
en resultados. Prueba de ello son la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio (Alalc) nacida con el tratado de 1960, la Comunidad del Caribe
(Caricom) con el tratado Chaguaramas, el Sistema Latinoamericano y del Caribe
(SELA) de 1975, la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi) de 1980 o
el Sistema de Integración Centroamericana, el SICA de 1991. El Mercosur, la
Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano o Unasur,
dotados de un respaldo inicial fuerte, tampoco han tenido gran recorrido.
Algunos procesos han fracasado por la
aparición de otras iniciativas surgidas para bloquear a las anteriores. Por
ejemplo, el ALBA como alternativa al ALCA, o la Celac como contraposición a la
OEA. Tampoco se puede obviar la entidad de las trabas físicas a la integración:
del Río Grande a la Patagonia, América Latina abarca un territorio repleto de
barreras naturales casi infranqueables, como la selva del Darién. Sin embargo,
hay motivos para ser optimistas.
El impulso que le ha dado la Alianza del
Pacífico a la región es notable. Quizá esto se deba en gran medida a la espontaneidad
de su surgimiento, propiciado por la vía de los hechos y no por grandilocuentes
proclamas. La Alianza prescinde de la retórica estéril, elude bloques
ideologizados y se vale de un pragmatismo funcionalista que recuerda al de los
orígenes de la integración europea.
Los países que forman parte de la Alianza
–Chile, Perú, Colombia, y México– tienen una población conjunta de más de 200
millones de personas, representan la mitad de las exportaciones de la región,
totalizan un PIB de dos billones de dólares, y juntos ocuparían el octavo lugar
en la clasificación de las economías más grandes del mundo. El año pasado, los
países miembros de la Alianza del Pacífico tuvieron un índice de crecimiento
combinado del 5%.
No resulta casual que los gobiernos que forman
parte de este ambicioso proyecto que está generando propuestas concretas sean
goodperformers. Los miembros de esta alianza destacan en aquellos indicadores
de una democracia con Estado de Derecho.
Estas iniciativas de integración demuestran
que actualmente los foros internacionales útiles lo son no por sus marcos
rígidos, sino porque facilitan el planteamiento de iniciativas concretas. Los
procesos de integración no tienen por qué ser excluyentes: pueden y deben
complementarse. Es el caso de la Alianza del Pacífico y la Comunidad
Iberoamericana de naciones. Las iniciativas de la Alianza pueden incluirse en
la agenda de las Cumbres Iberoamericanas, lo que potenciaría una comunidad de
naciones que lo tiene todo para ganar. Ello se suma a los avanzados procesos de
fortalecimiento del vínculo atlántico económico entre la UE y EE.UU. y al
Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica, que confieren una
condición geoestratégica privilegiada a las tres orillas que comprende la
comunidad iberoamericana.
En cuanto al Viejo Continente y la agenda
cada vez más en auge de las multilatinas, España ofrece grandes oportunidades.
Su pertenencia a la Unión Europea, su proximidad al norte de África y una
economía de considerable peso mundial la convierten en un hub de primer orden.
La comunidad iberoamericana se fortalecería
todavía más dotándola de una agenda propositiva que contemplase temas útiles
como un Erasmus iberoamericano, una política de visados y migratoria común para
el libre tránsito de personas o la armonización del Derecho para facilitar la
libre prestación de servicios y establecimiento de empresas. La próxima Cumbre
Iberoamericana de Panamá servirá para aprovechar esta ventana de oportunidades
abierta de par en par.
Guillermo Hirschfeld, profesor de Relaciones
Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos.
guillermohirschfeld1977@gmail.com
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