Para quienes, en el
remoto pasado de los 70, fuimos militantes convencidos de la extrema izquierda
latinoamericana y, tras un largo y duro proceso autocrítico e introspectivo, nos
situamos en el espacio de la centroizquierda democrática, la experiencia de
vivir nuestra madurez etaria e intelectual bajo el yugo insoportable de una
autodenominada Revolución es doblemente dolorosa.
Dolorosa porque, en la
atomización y destrucción de este hermosísimo país, a causa de los desatinos y
atropellos del gobierno, vemos retratado algo de nuestro pasado. Dolorosa otra vez
porque sentimos traicionados los principios por los que tanta gente ofrendó su
vida.
Si bien es cierto que la
entrega de nuestro pellejo a la causa revolucionaria fue motivada por el
romanticismo, la inmadurez, la
ignorancia de la historia y la política, también lo fue por un honesto amor
a la justicia, a la libertad, a la inclusión y al respeto del ser humano.
Lamentablemente esas
últimas cualidades resultaban contaminadas por el radicalismo comunista, maoísta,
guevarista o anarquista según fuese el caso, que las transformaba en verdad absoluta negadora
de la diversidad de ideas que expeditamente eran descalificadas con adjetivos
tales como reaccionarias, fascistas o reformistas. Nos considerábamos puros,
iluminados y acertados.
En base a esos valores
expresábamos solidaridad automática con cualquier gobierno, grupo humano o
movimiento político que los esgrimiese como bandera. Como si el mero hecho de
enunciar una intención asegurase la honestidad irrebatible del enunciante y el
éxito en el logro de una sociedad justa.
Así caímos bajo la seducción de la
Revolución Cubana, a la que considerábamos epicentro de la pureza mundial, y de
sus líderes, imaginados (y a través de la imaginación asumidos) como adalides inmaculados de la libertad y la
justicia. Así también defendimos airados a cualquier grupúsculo que se
declarase antiimperialista, como si el mero hecho de declararlo o incluso de
actuar en consecuencia vacunase al declarante contra todo error, abuso o
crimen.
Lamentablemente grandes
sectores de la izquierda latinoamericana siguen razonando y actuando de la
misma manera, prestándose al juego perverso de asumir como real la farsa justiciera
de la Revolución Bolivariana.
Y ese juego es aún más perverso en la política
interna de Venezuela.
Porque escudado tras La
Verdad Absoluta del Socialismo del Siglo XXI y auto justificado por la pureza revolucionaria,
el régimen se otorga patente de corso para todo tipo de abusos. Cualquier
descalificación obscena, cualquier insulto, cualquier agresión física,
cualquier componenda leguleya entre los Poderes sumisos del Estado, es
utilizado sin miramientos con el objeto de inmovilizar al liderazgo opositor.
Para colmo, a través
de su monstruoso aparato de propaganda, tiene el descaro goebbeliano de culpar a los sectores
democráticos, del naufragio económico y social que sufre el país.
La oposición
democrática unida, que ha demostrado hasta el hartazgo su vocación electoral es
una vez más acusada de magnicida y golpista. Nada más alejado de nuestra visión
de país, de nuestras metas. El 8 de diciembre volveremos a demostrárselo por
encima de todas las iniquidades.
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