La jornada nacional de protesta del pasado 29 se constituyó en un rotundo mentís para el presidente Santos por su desafortunada y provocadora declaración en la que se burlaba del “paro inexistente”. Como dice el cuento “le supo a cacho quemado”.
Colombia parecía al garete. En muchas entidades oficiales jefes acobardados ordenaron a los empleados públicos suspender labores. Gobernadores, alcaldes y rectores presas del pánico, abandonaron sus funciones y responsabilidades y descargaron el lío en la Fuerza Pública, pararrayos de todo lo malo que sucede en este tipo de movilizaciones. Así que esos dignatarios se convirtieron en auspiciadores del paro y el caos por lo que podrían ser investigados por abandono del cargo.
Pocos ponen en entredicho la justeza del movimiento agrario, las reivindicaciones planteadas por campesinos agobiados por la competencia desatada por los tratados de libre comercio y la ausencia de medidas de adaptación, debieron ser escuchadas y respondidas con seriedad, prontitud y sin esguinces. Era un imperativo al que se le dio un alargue innecesario. La magnitud alcanzada por esta movilización que apenas concluye tiene mucho que ver con la desidia y la imprevisión del gobierno nacional.
En cuanto a los enfrentamientos entre manifestantes y miembros del cuerpo antimotines, hemos presenciado desbordamiento de los uniformados. Si bien los policías por representar la autoridad y la legitimidad del estado están mayormente obligados a no exagerar el uso de la fuerza, no es razonable que los enemigos tradicionales y jurados de la Fuerza Pública aprovechen hechos desafortunados e indebidos para presentarlos como los malos del paseo. Como seres humanos, sometidos a altas presiones, insultos, bombas molotov, piedras, papas-bomba y bastonazos de grupos de activistas muy violentos, reaccionan con dureza y pueden caer en la trampa de los milicianos que se aprovechan de la protesta para realizar entrenamientos propios de guerrilla urbana.
Es muy preocupante en toda esta situación que las justas protestas de los campesinos hayan sido distorsionadas por quienes quieren ir más allá del carácter reivindicativo del paro. No creo que las organizaciones de labriegos ni sus miembros tengan en mente anarquizar el país, tumbar el gobierno o hacerle la vida imposible al Presidente de la república. Lo que quieren y así lo han expresado, incluso mucho antes de lanzarse al cese, es atención y solución a sus demandas. Pero, a la que en principio era una tenue infiltración de amigos de las guerrillas se han sumado las voces y acciones de grupos de extrema izquierda, de milicias bolivariano-chavistas y de encapuchados anarquistas de profesión que con su violencia inexcusable han mancillado y torcido el carácter gremial de la lucha campesina.
También desde las ciudades sindicalistas estatales, grupos estudiantiles y partidos de izquierda se sumaron a las marchas de tal suerte que resulta sospechoso el intento de hacer confluir todo en un mismo haz, hasta un punto tan delicado que ya los marxistas retóricos, de esos de escritorio, se frotan las manos aventurándose a calificar la coyuntura como revolucionaria y la Marcha Patriótica anuncia un paro cívico nacional para fines de septiembre.
El descontento con un gobierno inepto e incapaz, que no genera confianza, que no es claro en la manera de afrontar la crisis, da lugar a que los oportunistas traten de aprovecharse de la situación para aumentar el caos y la confusión con el fin de orientar la protesta hacia objetivos de más hondo calado. No hay duda que a las guerrillas y a sus agentes encubiertos y de civil en las urbes les conviene el debilitamiento del gobierno y por supuesto, que la protesta social adquiera connotaciones políticas, no necesariamente electorales, para presionar en La Habana por concesiones que en términos normales ni siquiera debían ser consideradas en la mesa de conversaciones. Los jefes farianos, por ejemplo, no se han dignado condenar o avalar las acciones violentas protagonizadas por grupos de encapuchados que esgrimen sus banderas y consignas en universidades públicas y en plazas y calles donde se entremezclan abusando de las personas que salen a marchar de manera pacífica.
Las fuerzas democráticas, incluidas las que hacen oposición con razones muy poderosas, deben exigirle al gobierno nacional que conmine a las guerrillas a cesar en su estímulo y apoyo taimado a la violencia y a que respete los movimientos sociales.
Hasta el momento es claro que las guerrillas no están negociando para firmar un tratado de paz y acoger las reglas de la democracia. Por lo que dicen sus comandantes y por las acciones de sus militantes y aliados en la periferia civil, podemos deducir que estamos en presencia de un cambio de estrategia, no de una renuncia a la revolución violenta. Todos los indicios apuntan a que en el marco de una declaración de cese del fuego, trasladen su foco de acción hacia las grandes urbes, insertarse en los movimientos sociales y en sus protestas para agudizar la “lucha de clases” y las contradicciones del régimen de forma que en un estado de agitación permanente emerjan como tabla de salvación.
Darío Acevedo Carmona. Medellín,
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