En la vida ganamos y perdemos. Las ganancias
nos dan alegrías. Las pérdidas nos incomodan y nos causan frustración. Perder y
ganar es el juego permanente. Desde pequeños se nos habla del éxito, de los
triunfadores, de los imbatibles, de los campeones. Pero poco se nos instruye
que para ganar hay que perder. Y cómo afrontarlo, menos. No se nos enseña a perder, porque se nos
inculca que el mundo es de los poderosos, de los que nunca se dan por vencidos.
Craso error. Es la idea absurda de que sólo el trofeo nos da felicidad.
Más sabio sería que desde niños se nos dijera
que reconocer la derrota y saber aceptarla es signo de inteligencia. Muchas
veces hace falta la resignación cuando perdemos algo que escapa realmente de
nuestro control, de nuestro dominio. Llega la hora de renunciar a aquello que
jamás llegará en el futuro. Eso es el sentido de la trascendencia.
¿Por qué nos
duele tanto perder? Porque estamos amarrados, en extremo, a las cosas
materiales como a las inmateriales. Queremos poseerlo todo. De la ambición
pasamos muchas veces a la codicia. Y tal
como la afirma Rafael Santandreu, desde el punto de vista psicológico, las
pérdidas intangibles son peores que las tangibles. Si se va la alegría, el
éxito, el amor, la aceptación, eso nos causa un desespero peor que perder una
casa con piscina, porque las cosas inmateriales son más difíciles de definir,
de medir, de acotar. ¿Y por qué nos
cuestan tanto las pérdidas?
Quizá la respuesta nos la ofrece Walter Riso cuando
nos cita al maestro Eckhart, el famoso dominico, místico, teólogo y filósofo
alemán de la Edad Media, quien enseñó a desapegarnos de todo, bajo tres
postulados: no querer nada, no saber nada y no tener nada. No querer nada, en
el sentido de no codiciar, es decir, no amarrarnos de manera desordenada a las
riquezas, incluso al cielo, a las cosas buenas y a la santidad. No saber nada,
en el sentido de no aferrarse al conocimiento como una forma de exacerbar el
ego. Significa no acumular conocimiento, sino más bien cultivar el conocer como
proceso.
Riso agrega que pensar es mejor que tener pensamientos. Quiere decir
que el hombre debe desocuparse del conocimiento para descubrir la verdad. Es
que ningún conocimiento humano nos asegura y garantiza con certeza la felicidad
total. Mejor dicho, el sabio no sabe que es sabio.
No tener nada en el sentido
de estar libre de las cosas y disminuir las necesidades que tenemos. Es en las
situaciones límites, en una enfermedad grave, en un exilio forzoso, en una
guerra, en la pérdida de un ser querido, en un revés económico, cuando nos
damos cuenta que infinidad de cosas que defendíamos a muerte, de nada sirven en
la vida, que hay bienes que nos sobran,
que tenemos de más y que a ellas nos hemos apegado sin sentido.
Lo prudente, lo sabio, lo que nos orienta a
la felicidad es aprender de las pérdidas, de los fracasos, de las
equivocaciones. Como afirma Carlos Saúl Rodríguez, los errores tienen una cara
nueva cuando a partir de ellos podemos rectificar y re-aprender, revisarnos y
adaptarnos a nuevos esquemas. Se gana o se aprende.
Y no hay derrotas, sino
experiencias y aprendizajes. Es que cuando te levantes, serás un nuevo ser,
fuerte y dueño de una nueva visión, de un refulgente amanecer interior, de un
nuevo sentir de la vida.
isaacvil@yahoo.com
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