Los miles de relatos que se han escrito sobre la historia de Venezuela, no lo han incorporado con la libertad descriptiva que debería haberse hecho, al menos para que cada sucesiva generación supiera exactamente a qué atenerse y evaluar sus obligaciones como deudora de sus antecesores.
Pero lo cierto es que, a
la par de sacrificios, dedicaciones, aportes, luchas, conquistas y similares
–que es como lo califica cada presuntamente desinteresado venezolano por sus
“servicios a la Patria” - también está lo otro, es decir, una deuda consolidada
y cada vez más voluminosa, por la que cada hijo del país tiene que “dar la
cara”.
Es, en fin, una deuda
incuantificable, infinita, que, desde luego, cobran aquellos que se autocalifican legítimos herederos de su
representado luchador, abnegado dispensador de sudores y sacrificios. Y, por
supuesto, especie de ícono referencial en cuyo nombre y por su pensamiento,
además, mañana hay que guardar sepulcral silencio cuando se trata de honrar
semejante figura ejemplar, porque no existe permisividad alguna si, por
casualidad, existen casos que ensombrecen la llamarada moral de esa excelsa
personalidad.
Los casos abundan. Los
nombres, como la deuda histórica, son también incuantificables. Y en lo que se
traduce esa especie de valoración sublime en un supuesto paraíso político, es
en que, además de que amigos, allegados y familiares tienen derecho asegurado a
gozar de puerta franca cuando se trata de poder acercarse al punto donde se
dispensan los perfumes gratos del ejercicio del poder, también existe el
aventurerismo tropical signado por su habilidad para la viveza circunstancial.
Pero, además, capaz de sacarle, muchas veces, mayor beneficio y provecho a lo
que se acerca sin miramientos éticos, por lo que tampoco guarda reparo cuando
se trata de saltar de un grupo a otro, de un partido a otro, claro en que su objetivo
allí es cobrar.
La historia más reciente
se ubica en los eventos políticos de
comienzos de los noventa. Y los que cobran, muchos de ellos engendrados y
criados al amparo de la clandestinidad, tan claros están en su razón de ser y
el porqué de su relación con el ejercicio del poder, que hoy optan por
permanecer detrás de una caja registradora digitalizada (¿con o sin memoria
fiscal?), a la vez que desarrollan formatos
y propuestas dirigidas más a justificar su presencia en los puestos de
mando, que a ofrecerle a quienes dicen gobernar, respuestas concretas y
palpables para que superen el estatus de vida que ayer impulsó la hoy difusa
cacareada actitud combativa. Basta, después de todo, con saber vender la
especie de que no es pecaminoso y muchos menos cuestionable desde el punto de
vista político, como es que ayer la lucha te ubicó en el bando de los que decían
ser víctimas, y hoy las circunstancias te permiten ser victimario y te obligan
a olvidar los postulados del pasado reciente.
Es decir, ya no cuentan
las pasantías por La Rotunda, tampoco las que se dieron por los sótanos de la
Seguridad Nacional, mucho menos las de Guasina, es decir, esa especie de
certificado de conducta política con derecho al cobro.
Lo que predomina es el
justiprecio de la presencia en los calabozos de la Digepol, del Cuartel San
Carlos y de Yare. Todas cargadas con derechos de avanzada cuando se trata de
reclamar el beneficio por el “sacrificio” dispensado, y la legitimidad para imponer
un formato de cobro lo suficientemente ambicioso, al extremo de convertirlo en
el motivo medular de un colectivismo grupal, empeñado en actuar de espaldas a
la cuantificación de costos políticos, a la valoración objetiva de los
verdaderos efectos sociales que semejante accionar está provocando en todo el
país y a innumerables generaciones de venezolanos.
Tres lustros no han sido
suficientes en la cobranza histórica a los venezolanos. Pero para los
venezolanos, en cambio, tres lustros han terminado por convertirse en la causa para construir una visión distinta
de la política que se pregona y practica en Venezuela actualmente. Y es ese
aprendizaje el que, sin duda alguna, sirve hoy de vara plural para medir los
efectos negativos de todo orden, de una forma de conducir a Venezuela y a los
venezolanos hacia metas fantasmagóricas, propósitos eventuales y una
cuestionable subestimación del valor del individuo en funciones creativas,
proactivas y comprometidas con su necesaria identidad de ser un actor
determinante en el desarrollo de su capacidad productiva, y en la conquista de su
bienestar a partir del ejercicio de su libre esfuerzo.
Hoy cada venezolano,
indistintamente de su inclinación ideológica, es un ciudadano a merced de la
incertidumbre, de la inquietud
permanente relacionada con la manera como puede convertir sus esperanzas en
hechos concretos. Y, mientras tanto, aquellos que ayer optaron por ser los
servidores públicos del momento para liderar los cambios, las innovaciones, las
necesarias transformaciones, hoy naufragan entre galimatías conceptuales
y rebuscamientos apresurados de justificaciones por los fracasos que se
insiste en convertir en victorias, a la vez que perseveran en sus costosos
equívocos.
Ni ayer ni hoy, aun
habiendo abundantes motivos para fijar una preclara opinión sobre la vigencia
de una multiplicidad de fragilidades estratégicas y gerenciales en el desempeño
gubernamental, se ha apostado a que la
administración en funciones operativas fracase. Cada vez que fracasa un
Gobierno, fracasa el país y lo financian los ciudadanos con miseria y
empobrecimiento. Pero resulta inconcebible mantener quietud, indiferencia,
silencio cómplice, cuando lo que está planteado, por disposición de los
llamados a evitarlo permanentemente, es insistir en transitar por el mismo
camino que no está conduciendo a ninguna parte de provecho, paz y justicia.
egildolujan@gmail.com
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