La farándula y el poder están vinculados al
protagonismo excesivo del ego. Pareciera
uno sinónimo del otro. Ambos luchan por preservarse en la palestra pública. La persona que hace suya la farándula o el
poder, cree ser el centro del universo. La estrella única y más luminosa.
Supone que la sociedad toda debe estar pendiente de su destino. Mas, trata de
no socializar directamente para crear el mito de ser inalcanzable, de dueño
absoluto de sí.
Así, el destino también es concebido como una determinante de
su egolatría, de nadie más. Por eso, a quien encarna un rol supremo en la
farándula o el poder, le resultan intolerables las críticas. El chisme y los
rumores agobian sus noches. Los medios de comunicación al exponerlos, hacen de su intimidad el tema
más importante de la vida social. Cuidan celosamente su vida privada con
guardaespaldas y sistemas electrónicos de seguridad, pero con la ventana
abierta al voyeur y a los paparazzi; fotografían y filman sus propios secretos,
sobre todo aquellos que orillan en la impudicia o el escándalo. Y como cosa
extraña y curiosa, extravían las cámaras de su memoria, para que algún furtivo
intruso se apodere inexplicablemente de ellas.
La farándula y el poder hacen también de la
desventura un derroche de información y fastuosidad delirante. La enfermedad y
la muerte de Hugo Chávez, fueron más significativas y prioritarias -en atención
médica y socorro económico por parte del Estado venezolano-, que las de
cualquier otro ciudadano de nuestro país. Oficialistas y opositores, se
desvelaron por negar, o aseverar, el indefectible ocaso del caudillo de
Sabaneta.
Sin embargo, hay una diferencia sustantiva entre una figura de la
farándula y la de un poderoso del Estado. La primera, es conducida por la
frivolidad; y la segunda, por la política maniatada, que sólo gusta del
murmullo de los mudos y amordazados.
Ambas egolatrías pueden conquistar la cima
de la visibilidad y de la incandescencia pública, por parecidos caminos, hasta
que el mismo poder los corone por igual; por esta razón, Ronald Reagan llegó al
poder, y gobernó al país más poderoso de la Tierra. El público en un concierto
de rock es una masa histérica dispuesta a tomar el escenario donde canta la
estrella. El público en el mitin de un dictador, deriva hacia el mismo
comportamiento, pero jamás se le ocurriría -ni se lo permitirían-, asaltar el
escenario donde grita histéricamente el dictador.
En la democracia progresa la frivolidad. La
paz que asegura, facilita tal relajación psíquica y emocional, que la persona
puede permitirse la banalidad como forma de existir. La apariencia instala su
imagen más allá de los espejos.
Cuando sobreviene la crisis política, que
afecta profunda y estructuralmente a la democracia, la persona, por lo general,
está tan ocupada en su mezquina vanidad, que no logra advertirla, y mucho
menos, avizorarla a tiempo para neutralizarla. En el Berlín de los años veinte,
la frivolidad, a través de la farándula, se apoderó de la sociedad de la
época, como un subyugante espectro. La
nocturnidad ebria buscaba olvidar la I Guerra Mundial, y en ese proceso
anestésico quiso escapar de la derrota y
de la crisis económica, sin percatarse que un soldado, sobreviviente de
esa guerra funesta -donde Alemania había sido humillada firmando una rendición
que le negaba todas las posibilidades políticas-, y a quien le habían
enceguecido la mirada con gas mostaza, se había propuesto ascender al poder con
un proyecto totalitario nunca antes conocido por la humanidad.
La fundación de la democracia venezolana
coincide con la llegada de la televisión. Esta última significó el instrumento
más expedito para trazar la conducta política y emocional del venezolano. En
cuarenta años de democracia representativa, el venezolano fue un espectador de
televisión y no un participante político. Reverenció las telenovelas y la
caricatura que hacían de él, los
artistas de la televisión. La banalidad ocultó su desgracia. Esa conducta de
prioridad equívoca o desequilibrada, sería funesta a la hora de impedir la toma
del poder por parte de un militar, quien aprovechó esa misma televisión para
coronar como una impronta, su proyecto político. Es un hecho, quien no salga en
la televisión no puede ser nadie. En las últimas elecciones presidenciales, se
pudo notar cómo la farándula, que había sido visible y protagónica en la
democracia venezolana, buscaba regresar de nuevo a la palestra pública, apoyada
entre el llanto y la depresión del exilio, a través de la toma del poder del
candidato de la oposición. En cambio, el candidato del gobierno, compraba una
parte de esa misma farándula sin ética ni conciencia política, para su campaña
desbordada de impudicia, con el fin de seguir instalando un proyecto totalitario
en Venezuela, en el cual el dictador ha de seguir siendo la figura protagónica
más importante de la sociedad.
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