En
la obra maestra de Arthur Koestler que he usado para titular esta columna, el
personaje central, Rubashov, un bolchevique encarcelado por el régimen que
ayudó a entronizar, acaba admitiendo la posibilidad de que la abstracción
comunista haya sido demasiado costosa en vidas humanas. Sabe, de inmediato, que
esa duda lo hace culpable; expresa su revelación en dos frases inolvidables:
“Ya no creo en mi propia infalibilidad. Por eso estoy perdido”.
El
Perú ha tenido en estos días algo así como su momento Rubashov. Después de
muchos años en que la abundancia del crecimiento se daba por sentada y la
discusión se centraba en cómo incorporar a los excluidos, vino, en boca del
Presidente Humala, una admisión oficial: “La crisis ya llegó al Perú”.
Súbitamente,
el país que venía diciéndole al gobierno desde hacía un año que la crisis
estaba a la vuelta de la esquina cambió de actitud: decidió matar al mensajero,
acusándolo de derrotismo y señalando el riesgo de que sus palabras se volvieran
una profecía autocumplida. En cuestión de pocos días, todos se volvieron
buenos: el diario principal, hasta hace poco implacable con el mandatario,
empezó a publicar primeras planas oficialistas; el segundo diario en
importancia, hasta hace días un látigo feroz de Alan García y el fujimorismo,
se puso a pedirles que dialoguen con el gobierno; el gremio empresarial más
relevante, donde se concentraban muchas quejas, adoptó un discurso que debe
haber avergonzado incluso a algunos ministros por lo entusiasta; los partidos
que pedían la renuncia del primer ministro dejaron de lado esa pretensión;
algunos de los sindicatos o grupos de agitación, no todos, redujeron la presión
que venían ejerciendo por la disminución del canon minero producido tras la
caída de la recaudación fiscal. La cereza de este pastel es el “diálogo” que
iniciará este lunes el gobierno con casi todos los partidos, incluidos aquellos
a los que hasta ahora llamaba irresponsables y corruptos, y a cuyos líderes
daba toda la impresión de querer enviar a la cárcel o inhabilitar como
candidatos.
Me
pregunto qué es peor: si un presidente que hace una admisión a estas alturas es
algo exagerada y podría causar excesivo pesimismo, o esta extraña metamorfosis
de la clase dirigente y las clases opinólogas que están actuando como se actúa
ante una catástrofe natural, una guerra o una hiperinflación, no ante la
noticia de que, en lugar de crecer seis por ciento, este año el Perú crecerá
alrededor de un cinco por ciento.
OLLANTA HUMALA |
¿Qué
ocurre? Por parte del gobierno, hoy convertido en un modelo de urbanidad para
con sus adversarios, tres cosas: la popularidad del presidente ha caído a
niveles alarmantes (29 por ciento y con tendencia decreciente), para no hablar
de la de varios ministros, que es comparable a la tasa de crecimiento que
tendrá este año la economía de Paraguay si se tiene en cuenta el margen de
error; el miedo a la multiplicación de las protestas sociales, ahora que la
recaudación fiscal proveniente de la minería ha pasado a representar la cuarta
parte en vez de la mitad del total; por último, el temor a enfrentar el fallo
de La Haya en un clima de confrontación política, tanto si el fallo es
favorable al Perú (en cuyo caso se piensa que la unidad es necesaria ante la
reacción chilena) como si no lo es (en cuyo caso el gobierno no quiere ser el
blanco privilegiado de la decepción).
Por
parte del resto de la clase dirigente y las clases opinólogas, suceden también
tres cosas, pero distintas: el temor a que, en efecto, se venga abajo el
milagro peruano y ellos con él; el riesgo de ser vistos como enemigos del Perú
en un momento en el que la sicología de la unidad es la que prevalece porque se
sospecha que lo que el presidente ha dicho puede ser verdad; y, por fin, una
desconfianza tan grande en la capacidad política del Presidente Humala que se
prevé, en caso de no ayudarlo, el peligro de que opte por una barbaridad,
incluyendo una deriva populista. También en los gobiernos de Alejandro Toledo y
de Alan García se registró el fenómeno de la impopularidad, pero en ambos casos
había un seguro que ahora no existe: se trataba de zorros políticos.
Nadie
en el gobierno osa decir en público, pero lo repiten constantemente en privado,
que Humala necesita, para dar un vuelco sicológico a su situación, un fallo
favorable en La Haya. Sin embargo, es imposible prever, si eso ocurriera, hasta
qué punto tendría un efecto tonificante para el gobierno más allá del corto
plazo.
El nivel de rechazo al presidente y la primera dama ha ido aumentando
sistemáticamente; dado el escenario fiscal, que hace imposible atender unas
demandas con toda la pinta de intensificarse a lo largo del resto del año, es
improbable que haya mayores oportunidades de revertir el agotamiento político
del oficialismo.
La
semana pasada, las fuerzas combinadas de la policía y el Ejército, a partir de
una información de inteligencia obtenida por la primera, abatieron a dos mandos
clave de Sendero Luminoso. El gobierno montó un fuerte despliegue mediático
para explotar esta extraordinaria noticia; sin embargo, ella no ha tenido, al
menos hasta ahora, efecto en los niveles de aceptación popular. Tanto así que
en la encuesta más reciente apenas un muy injusto cinco por ciento de los
entrevistados opinaba que el éxito se debió al respaldo del gobierno a las
fuerzas del orden.
Aunque
uno puede presumir que un resultado favorable en La Haya redundaría en
beneficio de gobierno, como éste desea a estas alturas con desesperación, no es
seguro. No hay que perder de vista, además, que otros dos actores intentarían,
si eso se diera, explotar el fallo en beneficio propio: Alan García, cuyo
gobierno planteó la demanda formal en la Corte Internacional de Justicia, y
Alejandro Toledo, cuyo gobierno inició el proceso al promulgar la ley de líneas
de base del dominio marítimo peruano en 2005.
Tampoco
en la eventualidad de un fallo desfavorable es fácil prever el efecto. A
priori, podría pensarse que la decepción se volcaría contra el gobierno o que
la oposición acusaría, frontal o sutilmente, a Humala de haber planteado un mal
alegato oral de la posición peruana en diciembre pasado. Sin embargo, los
ciudadanos saben que Humala ratificó al equipo peruano que había sido nombrado
por su antecesor y que los alegatos orales no son otra cosa que el resumen de
una posición que está escrita en la memoria y la dúplica, cuya solidez o
debilidad muy poco tienen que ver con este gobierno en particular. Ese es un
avispero que no convendría agitar a ningún partido: por las razones antes
expuestas, la responsabilidad está bastante repartida.
Independientemente
de estas conjeturas inmediatas, lo que importa es si se acabó el milagro
peruano. Lo que se acabó, más bien, por ahora, es el ritmo de Pegaso que
llevaba el país. Esto obedece a una combinación de dos factores: el contagio
inevitable de la situación mundial, especialmente gravitante en una economía
abierta como la peruana, y la mediocridad de la conducción política actual.
Lo
primero tiene mucho que ver con la caída de las exportaciones mineras. Han
bajado un 14 por ciento en el primer semestre por culpa del descenso de los
precios (el precio del cobre cayó 10 por ciento y el del oro 17 por ciento en
ese mismo período) y en ciertos casos del volumen. Pero también juega un papel
la demanda interna, tan importante en el crecimiento promedio de 7,2 por ciento
que tuvo la economía peruana en los 10 años que van de 2002 a 2011. El ritmo de
aumento de la venta de autos, viviendas y electrodomésticos, hasta hace poco
galopante, ha bajado. Por fin, la inversión privada tanto extranjera como
nacional ha sufrido una desaceleración y ha tenido que ser compensada con un
aumento del gasto público, que subió 13 por ciento este año y podría conducir a
un levísimo déficit a fin de 2013.
La
falta de reformas de envergadura en un país con un Estado de cuarto mundo (ha
habido ciertas reformas meramente salariales hasta ahora), la multiplicación de
iniciativas tanto del poder ejecutivo como del poder legislativo enviando
señales inquietantes al capital y, sobre todo, la lentitud burocrática agravada
por la deficiencia del liderazgo político han contribuido a evitar que el Perú,
en un contexto externo ahora inamistoso, mantenga su rendimiento descollante.
El
gobierno del Presidente Humala tuvo el acierto, desde temprano, de confirmar
que no adoptaría la vía populista y preservaría la democracia. Pero, pasado el
tiempo y en parte mareado por las encuestas y por un galope económico que el
gobierno creía natural, el mandatario empezó a adoptar un estilo
confrontacional y una actitud de aislamiento. Desconfiado del mundo civil por
su formación militar y su personalidad, delegó en su mujer, una persona muy
joven con atractiva inteligencia pero escasa preparación política, funciones
poco comunes en la primera dama. En poco tiempo, ella, que gozaba de
popularidad, estableció un modus operandi que le otorgaba un rol de primera
ministra, asesora principal y, a veces, cogobernante. Su idea era que el
gabinete estuviera compuesto por técnicos de bajo perfil y que sólo su esposo y
ella hicieran política: su esposo en un sentido más literal, ella a través de
la agenda social. En la práctica, esto tuvo dos efectos: creó informalidad en
las máximas alturas del Estado, donde nada se hacía sin su aprobación, y expuso
al presidente, percibido como su dependiente político, a un desgaste. Ella ha
perdido poco menos de la mitad de la aprobación que tenía. Que esté unos
puntitos por encima del presidente confirma que él es quien peor sufre la caída
de la primera dama por un efecto multiplicador.
Este
funcionamiento político informal vino acompañado, durante dos años, de una
percepción nefasta: la de que Humala y su mujer iban a establecer un régimen
continuista “a la Argentina”, a través de la candidatura presidencial ilegal de
la primera dama. La bancada parlamentaria del oficialismo, tan mala como la de
gobiernos anteriores, excepto que con antecedentes ideológicos más
inquietantes, ahondó, con sus escándalos, su pésimo manejo de las
investigaciones a sus adversarios y sus contradictorios discursos. Los
esfuerzos reformistas, en semejante ambiente, fueron pocos y carecieron del
tipo de trabajo político que sólo una maquinaria bien aceitada puede realizar,
y que sólo un mandatario entendedor de su urgencia y un gabinete con capacidad
de comunicación podían haber emprendido con éxito.
El
resultado, en un país que no ve con amabilidad a sus políticos y que aborrece a
su Estado (al tiempo que le pide demasiado), es la sensación de otra
oportunidad desperdiciada. No, no se va a acabar la democracia ni se va a
alterar el modelo. Pero tampoco va a dársele al Perú, por ahora, ese definitivo
impulso al desarrollo que disipe en el mediano plazo el efecto Rubashov.
http://diario.latercera.com/2013/08/24/01/contenido/reportajes/25-144635-9-peru-oscuridad-al-mediodia.shtml
@susanaabad
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