Hay en la naturaleza un orden espontáneo, es
decir, una coordinación de múltiples tareas que no son dirigidas por una
persona o entidad central sino que son consecuencia de millones de acciones que
operan en base a incentivos y desincentivos que las mismas relaciones sociales
ponen de manifiesto.
Imaginemos las infinitas tareas que los hombres
desarrollan cotidianamente desde que se levantan hasta que se acuestan y las
consecuencias queridas y, sobre todo, las no queridas o no buscadas que las
mismas generan. Es imposible que una mente o un agencia central pueda conocer y
dirigir esta madeja intrincada y compleja de interrelaciones, y no es solo
porque las variables son de una cantidad inmensa (lo cual podría ser
eventualmente resuelto con una computadora de suficiente memoria) sino porque
no se conoce ni puede conocerse ex ante la información correspondiente ya que
las valorizaciones son de carácter subjetivo y se ponen de manifiesto frente a
la acción concreta (ni el propio sujeto actuante conoce a ciencia cierta lo que
hará la semana que viene, podrá conjeturar pero al cambiar las circunstancias
modificará sus acciones, prioridades y preferencias).
Entonces, este conocimiento está fraccionado
en millones de actores que van revelando sus gustos a media que actúan y cuando
se pretende dirigir este bagaje de información ex post, en lugar de aprovechar
el referido conocimiento e información dispersa se concentra ignorancia y se
producen desajustes de diversa magnitud. Esta es la diferencia medular entre la
llamada planificación estatal y la sociedad abierta.
Los derechos de propiedad juegan un rol
esencial en la vida cotidiana, Bernardo Krause explica en su artículo “El
contrato como herramienta de la libertad” como, en gran medida, nuestras
actividades cotidianas se descomponen en una serie interminable de contratos.
Nos levantamos a la mañana y tomamos el desayuno (estamos en contacto con
transferencias de derechos de propiedad a través de la compra-venta, sea del
refrigerador, el microondas, el pan, la leche, la mermelada, los cereales, el
jugo de naranja o lo que fuere). Tomamos un taxi, un tren, un bus y llevamos
los hijos al colegio (contratos de adquisición, de enseñanza, de transporte).
Estamos en el trabajo (contrato laboral), encargamos a nuestra secretaria
ciertas tareas (mandatos) y a un empleado un trámite bancario (contrato de
depósito), para solicitar un crédito (contrato de mutuo) o para operar ante
cierta repartición (gestión de negocios). Alquilamos un inmueble para las
vacaciones (contrato de locación), ofrecemos garantías (contrato de fianza).
Nos embarcamos en una obra filantrópica (contrato de donación). Resolvemos los
modos de financiar las expensas de nuestra oficina o domicilio (contrato
societario), etc. Este haz de contratos solo tiene sentido si hay la
posibilidad de usar y disponer de lo propio, de lo contrario no hay posibilidad
de transferir esos derechos.
Por otra parte, los derechos de propiedad
implican precios, es decir, la manifestación de las valoraciones recíprocas. Si
no hay propiedad privada no hay precios y viceversa y, como lo demostró Ludwig
von Mises, donde no hay precios, no hay posibilidad alguna de evaluación de
proyectos, de contabilidad o de cálculo económico en general. Si no hay
propiedad y, consiguientemente precios, no es posible saber donde es más
conveniente asignar los siempre escasos factores de producción. Ahora bien,
para generar desarticulaciones y derroches de capital, no es necesaria la
abolición de la propiedad tal como proponen de jure los comunistas o de facto
los fascistas o nacionalsocialistas. En la medida en que el aparato estatal
intervenga en los precios, se van debilitando esos indicadores clave.
Muchas veces lo he citado a John Stossel en
su ejemplo del trozo de carne envuelto en celofán en el supermercado imaginando
el proceso en regresión sin que nadie hasta el último tramo esté pensando en
aquel producto final. Primero el agrimensor que mide terrenos y lotes en los campos,
los alambradores y las fábricas de alambre con sus transportes, cartas de
crédito, oficinas y funcionarios. Quienes colocan los postes y los largos
períodos de forestación y reforestación, las máquinas para sembrar y cosechar,
los plaguicidas, pesticidas, fertilizantes con todas las empresas que
significan tanto vertical como horizontalmente. Los caballos para recorrer el
campo y apartar hacienda, las monturas y riendas, la contratación de peones.
Los toros, vacas, vaquillonas y terneros. Los camiones para el transporte, los
mercados de hacienda, los frigoríficos y, en cada caso, todas las complejidades
típicas de la actividad industrial, comercial y financiera. En otros términos,
millones de personas cooperando para que estuviera en la góndola el trozo de
carne envuelto en celofán listo para su consumo. Todas esas millones de
cooperaciones y coordinaciones se realizaron a través de los precios de mercado
y cuando surgen los megalómanos que dicen “controlar” las operaciones y las
múltiples actividades, aparecen los faltantes y demás desajustes. Cuando se
sostiene que “no es posible dejar todo esto a la anarquía del mercado” e
irrumpen las juntas de planificación estatales, desaparecen de las góndolas los
bienes necesarios porque se producen estrepitosas descoordinaciones.
Hay otras actividades que no están vinculadas
al mercado como las relaciones personales, la selección de amigos a través de
un proceso de prueba y error, las conversaciones en las que se va creando algo
mayor a la contribución de cada parte, el matrimonio, la familia, el disfrutar
de una poesía, una noche estrellada o una puesta de sol, todo lo cual opera en
base a conjeturas respecto a incentivos y desincentivos que son coordinados por
las partes en infinitas y cambiantes relaciones personales que si estuvieran
sujetas a la administración del Leviatán se estropearía todo ya que
necesariamente sería diferente a lo que la gente libremente eligió.
Los autores más conspicuos en consignar,
sistematizar y elaborar sobre los fenómenos aquí mencionados han sido, en orden
cronológico, Mandeville, Adam Smith, Ferguson, Tolstoi, Michael Polanyi y
Hayek. El primero de los autores mencionados fue el primero en tratar el
concepto de la división del trabajo y en poner énfasis en el proceso evolutivo
en el plano cultural en cuanto a la selección de normas (Darwin tomó esta idea
para aplicarla a la evolución de las especies). Samuel Johnson escribe que
Bernard Mandeville le “abrió la mirada frente a la realidad de la vida” y
Alexander Pope le reconoce gran valor literario. Pero a pesar de haber influido
decisivamente sobre autores tales como David Hume, James Mill, Kant, Voltaire,
Montesquieu, Condillac y el propio Adam Smith, son pocos los que explicitan
haber recurrido a esa fuente debido al lenguaje inconveniente y mordaz que
muchas veces emplea para el tratamiento de temas delicados. En todo caso, uno
de los aspectos medulares de La fábula de las abejas (sobre la que hay dos
tesis doctorales sobresalientes, una de F. B. Kaye en 1917 en la Universidad de
Yale y otra de Ch. Nishiyama de 1960 en la Universidad de Chicago), puede
resumirse en una cita de su capítulo titulado “Investigación sobre la
naturaleza de la sociedad” en el que se lee que en todos los trabajos “como en
tantas acciones deliberadas, propias de las diversas profesiones y oficios que
los hombres aprenden para ganarse la vida, y en las que cada cual, aunque
parezca que trabaja para los demás, en realidad lo hace para sí mismo”. Este
pensamiento fue el disparador para que otros desarrollaran la idea que el
interés personal constituye el motor de la cooperación social en el sentido de
que en una sociedad abierta, cada uno, al buscar su propia satisfacción, debe
necesariamente procurar el bienestar del prójimo.
Adam Smith, en los tan conocidos pasajes de
La riqueza de las naciones destaca que “No debemos esperar nuestra comida de la
benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su interés
personal” (por otra parte, en las primeras líneas de su Teoría de los sentimientos
morales, ya había dicho que “Por muy egoísta que se suponga sea una persona,
hay evidentemente ciertos principios en su naturaleza que lo interesan en la
suerte de otros y le procuran felicidad, a pesar de que no deriva ninguna
ventaja de ello como no sea el placer de observarla”). La segunda cita tan
difundida es la que apunta a que “El productor o comerciante […] solamente
busca su propio beneficio, y en esto como en muchos otros casos, está dirigido
por una mano invisible que promueve un fin que no era su intención atender”(la
mano invisible es una metáfora para aludir al orden natural). Y es a esto a lo
que precisamente alude Adam Ferguson en su Historia de la sociedad civil al
destacar que lo que ocurre en las relaciones sociales “es consecuencia de acciones
humanas, más no del designio humano” y que “debemos recibir con cautela las
historia tradicionales sobre legisladores de la antigüedad y fundadores de
Estados […] Esta es la forma más rudimentaria en la que podemos considerar el
establecimiento de las naciones: atribuimos al diseño aquello que ningún ser
humano puede prever y que en la concurrencia del estado anímico y sin la
disposición de su época ninguna autoridad puede hacer que un individuo
ejecute”.
En esta mismísima línea argumental se despacha
Tolstoi en el segundo apéndice de La guerra y la paz: “Nuestra falsa concepción
en cuanto a que un suceso es causado por una orden que la precede se debe al
hecho de que cuando el suceso ocurre debido a miles de otras decisiones que
eran consistentes con ese evento, nos olvidamos de esas otras” y así la
historia se describe malamente “tenemos historias de monarcas […] pero no la
historia de la vida de la gente”.
Michael Polanyi en The Logic of Liberty
explica que “Cuando el orden se logra entre seres humanos a través de
permitirles que interactúen entre cada uno sobre la base de sus propias
iniciativas -sujetas solamente a las leyes que se aplican uniformemente a todos
ellos- tenemos un sistema de orden espontáneo en la sociedad. Podemos entonces
decir que los esfuerzos de estos individuos se coordinan a través del ejercicio
de las iniciativas individuales y esta auto-coordinación justifica sus
libertades en el terreno público […] El ejemplo más extendido del orden
espontáneo en la sociedad -el prototipo del orden establecido por una `mano
invisible`- estriba en la vida económica basada en el conjunto de individuos en
competencia”.
Por su parte, Hayek comienza The Fatal
Conceit. The Errors of Socialism diciendo que “Este libro argumenta que nuestra
civilización depende, no solo respecto a sus orígenes sino en su preservación,
de lo que puede describirse con precisión como un orden extendido de la
cooperación social, un orden comúnmente conocido, aunque de algún modo
engañoso, como capitalista. Para comprender nuestra civilización uno debe
apreciar que el orden extendido no resulta del designo humano ni de su
intención, sino espontáneamente”. Como una nota al pie decimos que, en 1983,
Hayek, en el trabajo sobre los premios Nobel en economía editado por Armen
Alchain, escribió que hasta su presentación en el Economics Club de Londres de
1936 (publicada al año siguiente) suscribía las posiciones convencionales,
después de lo cual “hice un descubrimiento y dos invenciones” (lo primero
referido al conocimiento disperso y la respectiva coordinación, y los segundos
referidos a la privatización del dinero y la “demarquía”).
La visión hayekiana da en la tecla del asunto
que consideramos: la arrogancia y la presunción de conocimiento de los
planificadores estatales, se oponen a las planificaciones individuales que
construyen un orden que no estaba en sus planes crear pero que sus pequeñas
contribuciones y cooperaciones sociales libres y voluntarias, en sus reducidos
y específicos ámbitos, producen y permiten que se disfrute ese orden resultante
que denominamos civilización. En resumen, cuando no se deja que opere “la mano
invisible” de la cooperación entre las personas, irrumpe la “garra visible” del
Leviatán.
http://www.elcato.org/la-metafora-de-la-mano-invisible
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