Pasamos
lustros enteros quejándonos de los gobiernos que tuvimos en el pasado; haciendo
ascos de la calidad de los servicios de nuestro entorno y exclamando, con toda
naturalidad, que AD y Copei eran “la misma cosa”.
Aunque
ciertamente ambas organizaciones en algún momento llegaron a parecerse
bastante, especialmente cuando les tocaba garantizar la impunidad de sus
dirigentes y ocultar las máculas del anterior sistema, en lo tocante al
funcionamiento institucional ordinario no deja ser esta una afirmación
incorrecta.
No
siempre fueron AD y Copei “la misma cosa”. Luis Herrera y los dos gobiernos de
Caldera, por ejemplo, tuvieron que adelantar parte de sus obligaciones con
poderes legislativos colonizados por poderosas bancadas opositoras, que hacían
lo posible por colocarle a sus iniciativas condicionantes y trámites administrativos.
Diputados amantes del escándalo, fiscales y contralores que andaban por cuenta
propia, empeñados en contradecir las versiones oficiales en sus informes,
créditos y planes especiales de inversión cuyos contenidos eran
escrupulosamente regateados por recordadas comisiones parlamentarias,
especialmente las de Contraloría y Finanzas
Si
tal cosa no ocurría, podían materializarse casos como el del segundo gobierno
de Carlos Andrés Pérez: el dirigente de Rubio no tenía control alguno sobre el
entonces Congreso de la República en virtud de que, en muchas ocasiones, era su
propio partido el que tenía las reservas de mayor peso al momento de aprobar
instrumentos legales que le dieran soporte al plan de gobierno que en 1988 se
sometiera a consideración de los venezolanos.
Todas
esas administraciones, como también las de Betancourt, Leoni y Lusinchi, con
sus taras, que fueron muchas, y sus costosos pasivos, que nos hicieron
aterrizar en la Venezuela actual, eran sometidas al veredicto público en un
contexto mucho más severo que el que hoy conocemos. Cinco años exactos, muchos
de los cuales blancos y verdes escenificaron los más cruentos debates
parlamentarios y las acusaciones más delicada, con precios petroleros en
algunas ocasiones irrisorios.
Es
cierto que los jerarcas de aquellas organizaciones burlaban con harta
frecuencia el imperativo institucional que prescribía la importancia de la
independencia de los poderes, y que muchas citas y pactos emitidos en cadena
nacional para intentar evidenciar lo contrario eran portadores de un protocolo
con algo de comedia.
En
la mayoría de los casos, sin embargo, parecían tocados, al menos, por el celo
de mantener las apariencias. Algunos acuerdos específicos segregaron hombres
públicos exigentes y fiscalizadores, que equivocados o no obraban con cabeza
propia. Figuras impensables en un momento como este, como Eduardo Roche Lander
o Ramón Escovar Salom. Y además, en última instancia, los dirigentes políticos
de entonces al menos parecían haber comprendido un filamento esencial de la
vida civilizada: la importancia de la libertad de consciencia, la renuencia a
hipotecarle el futuro personal y la vida institucional del país a la voluntad
de un hombre fuerte; el culto a la negociación, la dialéctica del desacuerdo y
el debate democrático. Hábito que hizo posible que los partidos minoritarios de
la izquierda tuvieran bancadas parlamentarias, gracias al cociente nacional, e
incluso presencia en las directivas parlamentarias.
Un
período histórico con tantas especificidades, en el cual los partidos de la
Izquierda ejercieron un interesante contrapunto en la vida pública,
difícilmente pueda ser interpretado de forma tan superficial. “La misma cosa”
son, si nos ponemos a ver, los penosos dirigentes del estamento gobernante actual:
el ministro de Finanzas que luego es de Planificación; la presidenta de la
Asamblea Nacional que pasó a Procuradora; el rector del CNE que se quitó la
careta y termino en la Alcaldía de Caracas; el ministro del Interior, que, de
un día para otro, es colocado como gobernador de un estado que apenas conoce.
El Fiscal embajador, el embajador canciller. El del Banco Central, enviado a un
viceministerio; el viceministro, agregado cultural. El compatriota de más allá,
puesto en algún tribunal estratégico para hacer buena la conseja revolucionaria
de darle la razón a quien está obligado en todo momento a tenerla. La cultura
del enchufado.
Administrando la masa monetaria más amplia de la cual haya disfrutado gobierno venezolano alguno, colonizando sin rubor todos los escalones de la administración pública, las dos administraciones de estos 14 años han gozado de una holgura administrativa asombrosa para intentar hacer lo que se supone que quieren hacer: regalarle a los venezolanos el reino de la máxima felicidad posible.
No
nos referimos únicamente a nuestros penosos poderes públicos actuales,
sembrados de funcionarios dispuestos a cumplir órdenes y a exceptuar a los
privilegiados del rigor de la ley. Hablo también de un parlamento similar a un
parque temático, donde el PSUV ha tenido todas las ventajas institucionales
posibles para evitar comisiones parlamentarias que investiguen sus desafueros,
para silenciar los numerosos casos de corrupción cometidos en sus filas, para
devolver créditos adicionales o condicionar con severidad nuevos planes de
endeudamiento. Baste sólo agregar esto: ni la tragedia industrial de Amuay, ni
los desafueros del hampa, ni el audio de Mario Silva, con sus perturbadoras
revelaciones, han ameritado ningún debate en la Asamblea Nacional.
Con esta libertad administrativa para hacer y deshacer a su antojo, los índices de delincuencia triplicaron sus dígitos; los cortes de luz se hicieron la norma en todo el territorio nacional; el parque industrial nacional se ha convertido en chatarra y la corrupción administrativa alcanzó los niveles más altos de la historia contemporánea de este país.
Alonso
Moleiro
@amoleiro
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