"La corrupción pone de manifiesto la falta de aceptación de reglas importantes de la democracia. El sistema democrático es vulnerable a la corrupción porque no acaba de generar suficiente confianza". Alberto Calsamiglia,
Viniendo
de quien viene, ese llamado reciente a combatir la corrupción no puede producir
mas que risa, comentarios burlones y descreimiento absoluto, sobre todo, por
saber lo que sabemos. Y aun más carcajadas suscita la creación de una policía
secreta anticorrupción, la Maduropol,
según el amigo José Luis Farías.
Nunca
antes en la historia patria, desde que el “Autócrata Civilizador”, símbolo
máximo del gobernante corrompido por excelencia, regía los destinos de esta
tierra de gracia, la descomposición moral y administrativa gubernamental había
alcanzado las cotas a que ha llegado en los años recientes.
Los
casos de personajes que hace diez años eran casi pobretones de solemnidad y que
han devenido en potentados y magnates de los negocios y las finanzas a la
sombra del Estado petrolero, no son pocos; muchos están dentro del gabinete
ministerial y su entorno. Historias tan estrafalarias como grotescas protagonizadas
por los nuevos ricos, hoy animan las tertulias familiares y de amigos a lo
largo y ancho del país.
En
Venezuela se ha producido, pero con mayor rapidez, lo que en la China, con los
llamados “príncipes”, descendientes de los líderes de la revolución comunista,
convertidos en la actualidad en grandes multimillonarios. En nuestro caso,
PDVSA, principalmente, ha sido la fuente de enriquecimiento de los
“boliburgueses”. Contratos de transporte, seguros, suministros, divisas y
emisiones de bonos han vuelto a unos cuantos grandes magnates, propietarios de
lujosos inmuebles dentro y fuera del país, joyas y vehículos, caballos de
carrera, medios de comunicación y pare usted de contar antes de que se vaya en
vómito.
Ciertamente,
la corrupción en el poder no es un fenómeno nuevo, ni los venezolanos somos los
únicos que la padecemos. Es una lacra universal. En todas las latitudes se
cuecen habas, países desarrollados y emergentes. Ninguno se salva, tampoco
ningún sector político.
Soy
de los convencidos de que es imposible acabar con ella de forma total, pero hay
formas técnico-legales de llevarla a niveles mínimos "tolerables"
para la sociedad. Somos seres humanos, por tanto, imperfectos. Siempre, y hasta
el Juicio Final, habrá quienes que de una u otra manera sucumbirán a la
tentación del tráfico de influencias, el fraude, el soborno, la extorsión y el
peculado. Y no solamente en el ámbito público. En los negocios privados también
se da el fenómeno, aunque con la ventaja de que no se hace con los dineros de
todos.
En
el fondo, la corrupción comporta, contiene, una deslealtad con la organización
a la que se pertenece. Esto muy bien lo ha señalado Albert Calsamiglia, experto
en este asunto.
Cuando
se ostenta un cargo en una institución pública o privada, ser desleal significa
infidelidad con ella y sus integrantes. Es traicionarla, engañarla; es ser
falso, hipócrita y no transparente, porque se pone delante el beneficio
individual en detrimento de aquella, todo bajo un manto secreto.
Pero
también es mostrarte ingrato con la que te ha dado una posición y confiado un
encargo para que lo cumplas de acuerdo con ciertas reglas, porque, a fin de
cuentas, con ello se favorecerán todos sus miembros.
Cuando
se es servidor público, la deslealtad opera contra toda la sociedad; es ella la
que se perjudica, en especial, los más necesitados. Está más que demostrado que
el dinero que se va por los desaguaderos de la corrupción gubernamental, es
dinero arrebatado a las obras y planes sociales dirigidos a quienes están
desamparados en nuestra sociedad. Son menos escuelas, liceos y universidades
públicas; hospitales; obras de infraestructura y servicios de seguridad. No son los ricos los afectados.
La
palabra corrupción, de por sí, es algo terrible y también terrorífico, aunque
de tanto usarla, como dice Alain Etchegoyen, la hemos banalizado. Ella alude a
una muerte cercana, a una destrucción que se acerca. En una situación de
corrupción hay algo que se ha roto, dañado, y ha comenzado a descomponerse. No
es la muerte, es el movimiento hacia ella.
Los
filósofos, como Montesquieu, decían que la corrupción evidencia cómo se está
degradando un gobierno o perdiendo una república.
En
nuestro país, lo que hemos visto y estamos observando es una pandemia de
inmoralidad gubernamental que está quebrando, rompiendo, los cimientos de un
régimen político que se dirige hacia su propia destrucción. Los riesgos de
anomia y caos políticos son enormes. Y todos, sin excepción, podemos ser
arrastrados y tragados por ese proceso demoledor.
Las
fuerzas democráticas, conscientes de esta grave situación, tienen el deber de
arbitrar las fórmulas políticas para sacar adelante el país antes de que
lleguemos a ese desastre que se perfila a la vuelta de la esquina. Los más
conscientes y decentes partidarios del oficialismo deberían igualmente tomar
cartas en este asunto. La primera víctima será la democracia.
@ENouelV
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