La primera vez que quise escribir sobre
Rafael Correa, concluí que no lo entendía bien. Luego me percaté de que lo
difícil no es entender a Correa, al fin y al cabo un político hábil como hay
otros, sino a Ecuador. Correa, por lo menos al principio, era el síntoma y no
la enfermedad.
La Constitución de 2008, llamada de
Montecristi por el lugar donde sesionó, es la vigésima que rige en este país
tras 200 años de vida independiente, lo que da una cada diez años en promedio.
Y no es que en esos diez años las dejen quietas: Correa ya le hizo a la suya al
menos una cirugía de gran calado. Según eso, las constituciones en Ecuador
sirven exactamente para lo contrario de lo que sugiere el concepto: acentuar la
volatilidad política en vez de atenuarla.
El país tuvo entre 1985 y 2005 la friolera de
diez presidentes, uno de los cuales, Rosalía Arteaga, duró apenas cuatro días
en el puesto. Allá las cortes, el Congreso y las Fuerzas Armadas se saltan la
división de poderes sin parpadear, llevándose de calle al presidente de turno
por buenas, malas o pésimas razones, junto con las “instituciones” que el
defenestrado tuvo a bien instalar.
Correa, que no pertenece a la oligarquía
ecuatoriana —su padre estuvo preso en Estados Unidos por haber llevado droga en
una situación de penuria y desempleo—, tuvo un ascenso meteórico cuando le
renunció al desprestigiado Alfredo Palacio y se lanzó con una plataforma
nacionalista y populista, cercana a Chávez, entonces en la cúspide de su prestigio.
Es, pues, el producto caprichoso, hábil y arrogante, pero adaptable, de un
sistema político que tiende a engendrar monstruos y hacerlos añicos al mismo
tiempo. En Ecuador, un político aplomado y sereno dura 15 días en el poder.
Es en este contexto en el que hay que tratar
de entender la andanada reciente de Correa contra la prensa. Dado que ya
destrozó a los partidos políticos —los llamaba despectivamente la
partidocracia—, el afán de polarizar y de crear enemigos en el imaginario
popular lo llevó a confrontar a los medios. Así sea proverbialmente inútil,
acabar con los mensajeros significa que la ecuatoriana es una sociedad averiada
e inmadura que no tiene con qué sostener un régimen legítimo, sólido y
resistente a la crítica, sino que debe refugiarse en un remedo autoritario que
logre el silencio y la sumisión, tan necesarios a la hora de garantizar la
gobernabilidad. Lo otro que sirve, claro, es agitar de tarde en tarde el
espectro, real o imaginario, del imperialismo.
Lo malo de estos regímenes caóticos es que
con el tiempo los síntomas del principio se vuelven la enfermedad, engendrando
por esa vía el círculo vicioso de una “democracia” cuya degradación dura
décadas. ¿Estábamos mejor cuando las dictaduras no pretendían ser otra cosa que
dictaduras, o ahora, cuando muchas se disfrazan de democracias? No lo sé, los
regímenes disfrazados deben, por fuerza, limitar cierto tipo de abusos, aunque
también son mucho más difíciles de combatir.
Lo definitivo es que el régimen democrático
funciona peor cuando es a medias (y sin zapatos), porque entra con facilidad en
espirales destructivas. Si no se cumplen los mínimos —libertad de prensa y
expresión, separación efectiva de poderes, alternación y cumplimiento de los
períodos institucionales—, tarde o temprano lo que tiene una apariencia
imbatible se agrieta. Ecuador es prueba fehaciente de ello, y Correa no promete
ser la excepción.
@elmalpensante.com,
@andrewholes /
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