En tiempos de crecimiento económico, algunas
sociedades suelen pretender ampararse en indicadores para justificar su
entusiasmo. Ciertas estadísticas parecen reflejar determinados logros, y por
eso es que el debate político aprovecha para apoyarse en esas cifras y
demostrar su aparente éxito.
Muchos de estos países están pasando por esa
etapa. Una situación bastante infantil, demasiado ingenua, en la que buena
parte de la comunidad prefiere creer en “espejitos de colores” presumiendo del
supuesto triunfo de sus ideas. Lo concreto es que no tiene sustento real y solo
muestra la superficialidad de ciertos progresos que no explican con precisión
el momento actual.
En ese contexto, los que viven convencidos de
estar en el paraíso, hacen insistentes comparaciones con el pasado, se retratan
en él, afirman que jamás antes vivieron de este modo y dicen no comprender como
es posible que el resto de la sociedad no reconozca las maravillas del
presente.
Tal vez exista cierto paralelismo, entre esa
descripción cotidiana que hacen algunos y lo que le suele suceder a aquel que
se sumerge en el infierno de las drogas. En un instante difícil de su vida, elige
el camino más rápido, busca ese atajo a la felicidad que le proponen los
mercaderes del mal. Esos que dicen que consumir sustancias hará que todo se vea
mucho mejor, más que especial, diferente, accediendo así a un mundo pleno de
bienestar.
El relato de los que transitaron por ese
abismo, habla de una enorme sensación de entusiasmo, alegría y placer, que en
cada nuevo intento se disfruta con incomparable satisfacción. Lo que no
alcanzan a percibir en ese trance, es la totalidad de lo que está ocurriendo,
que es no solo lo evidente de la inmediatez, sino lo que sobrevendrá después de
esa fase de delirio, cuando se distinga la oscuridad que tiene preparada el
porvenir y las consecuencias inevitables que pagará por ese instante de placer.
Los que inducen a estas políticas, son como
los distribuidores de drogas, y se constituyen en los grandes ganadores de este
juego. Son ellos los que disfrutan del resultado y sacan provecho a las
decisiones individuales, los que se enriquecen y sobreviven al proceso.
En la vida en comunidad sucede algo similar.
No existe vericueto que lleve a la dicha, al crecimiento y al desarrollo
integral. El progreso, el despliegue económico, el avance social, la derrota de
la pobreza, no se obtiene con extraños artilugios edificados bajo efímeras
circunstancias positivas.
El éxito sustentable siempre viene de la mano
del esfuerzo, del trabajo, del sacrificio perseverante de una suma de
individuos. Creer que con planes sociales, ayudas económicas, saqueos
sistemáticos a los que producen, se puede lograr una sociedad armónica, es casi
tan ilusorio como suponer que consumiendo sustancias se conquista la felicidad
personal.
Las naciones no consiguen un progreso
sostenido, una construcción con mayúsculas, hasta que no comprenden las
verdaderas y profundas razones que explican la prosperidad. No existe magia en
esto, nada se obtiene de modo casual. Las condiciones propicias dilapidadas
bajo este esquema de distribucionismo irresponsable, solo llevan a recorrer un
camino que implica asumir una secuencia interminable de altísimos costos de
mediano plazo.
La inmoralidad de una clase dirigente que
compromete a las generaciones futuras, gastando en el presente recursos que no
dispone, para endeudarse de cara al porvenir, dejándoles así la responsabilidad
de “pagar la fiesta” de la que disfrutaron ellos, a sus hijos y nietos, muestra
la perversidad del régimen y la insensatez de los aplaudidores contemporáneos.
Ellos insisten en esto de convencer a todos
de que lo logrado es genuino, que los resultados visibles son hechos objetivos
y que no hay nada que temer. Cada vez que alguien describe lo que vendrá, solo
atinan a acusar sistemáticamente de conspiradores y desestabilizadores a
quienes se ocupan de anticiparse a lo inexorable. Ignoran uno a uno los
síntomas que muestran que el régimen apela todos los días a más de la misma
sustancia para sostener la artificialidad de su construcción.
Para cada tropiezo inesperado, se ufanan de
tener una explicación satisfactoria. Cada atropello tiene un asidero en ese
relato. Así avanzan en su fantasía en la que creen vivir, hasta el punto de
negar las consecuencias que pagan ellos mismos por las políticas que defienden
sin sentido.
Inseguridad, corrupción, inflación, abandono
de la cultura del trabajo, degradación moral, y las ya más evidentes, perdidas
de la libertad, ausencia de institucionalidad y debilitamiento de la república,
están a la vista de todos y ya no se pueden ocultar bajo las cándidas
caricaturas que utilizan.
Creer en la existencia de atajos a la
felicidad, en materia política, es desafiar la esencia humana, ya no solo su
historia, sino la racionalidad que ha posibilitado al hombre progresar con
creatividad y esfuerzo.
Por ahora, una parte importante de la
sociedad prefiere disfrutar de la fugaz dicha que le propone la ficción, sin
percibir los efectos nocivos de las “sustancias” que consume. La realidad,
pronto, se ocupará de poner las cosas en su lugar, y terminar el cuento de
hadas que algunos creyeron.
Continuarán recorriendo ese árido camino e
invitarán a otros a seguirlos, como sucede en el mundo de las drogas, mientras
los políticos que exaltan al “estado del bienestar” y este falso progresismo
económico, sacan provecho personal de esa novela.
Salir de este enredo no será tarea fácil,
pero a veces las caídas consiguen despertar a todos del letargo para salir con
más vigor de esos errores. Es de esperar que no sea en vano y que el
aprendizaje llegue cuanto antes para convertir esa preocupación en fuerza vital
y empezar a construir un país en serio. Pronto la realidad despabilará a los
más, para pasar de la euforia al desconsuelo, y recién desde allí, emprender el
camino de la reconstrucción.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
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La verdad no te contesto, porque todo esto que escribís es una asquerosidad. Saludos.
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