El octavo Mandamiento enseña como debe usarse
la lengua, de forma que sea vehículo de la verdad y no de la mentira. En el se
estudia la obligación de practicar la veracidad.
La palabra es el signo más visible de la
racionalidad. El hombre piensa, pero también articula sonidos, de forma que
emite palabras que son portadoras de sus ideas. Por la palabra, la persona
expresa su pensar y su querer, incluso las emociones repercuten en el tono de
voz con que emite la palabra. «Ser hombre de palabra» es asegurar que ofrece
garantía de hombría de bien y de fidelidad, puesto que es capaz de llevar a
término el compromiso hecho. Mediante la palabra, el hombre y la mujer pueden
alabar a Dios, pero también blasfemar su nombre. De modo semejante, con la
palabra cabe amar y ensalzar al hermano o insultarle y despreciarle.
En efecto, la palabra puede ser vehículo del
bien y del mal que el hombre y la mujer encierran en su corazón. Como enseña el
Apóstol Santiago: «La lengua, con ser un miembro pequeño, se gloria de grandes
cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También
la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad. Colocada entre nuestros miembros,
la lengua contamina todo el cuerpo, e inflamada por el infierno, inflama a su
vez toda nuestra vida. Todo género de fieras, de aves, de reptiles y animales
marinos es domable y ha sido domado por el hombre, pero a la lengua nadie es
capaz de domarla; es un mal turbulento y está llena de mortífero veneno. Con
ella bendecimos al Señor y Padre nuestro y con ella maldecimos a los hombres,
que han sido hechos a imagen de Dios. De la misma lengua proceden la bendición
y la maldición. Y esto, hermanos, no debe ser así» (Sant 3, 5-10).
El octavo Mandamiento enseña, precisamente,
como debe usarse la lengua, de forma que sea vehículo de la verdad y no de la
mentira. En el se estudia la obligación de practicar la veracidad. En
consecuencia, se prohíbe el mal uso de la palabra que puede mentir y maldecir.
Asimismo, se prescribe que no se use la palabra cuando deba guardarse silencio
para mantener un secreto. Asimismo, en la sociedad actual, en la que los medios
de comunicación son tantos y tan plurales, se acentúa su importancia, pero, al mismo
tiempo, se advierte que se han de evitar los daños que pueda ocasionar el uso
indiscriminado de los medios de comunicación social. Finalmente, la palabra
dada tiene un especial eco en los tribunales, en donde es garantía y testigo de
la verdad. Por eso se condena como especialmente grave el pecado de perjurio.
«NO DIRÁS FALSO TESTIMONIO NI MENTIRÁS»
La formula del Éxodo sobre el contenido moral
del octavo mandamiento es mas limitada. Dice así: «No darás falso testimonio
contra tu prójimo» (Ex20,16). Esta misma expresión se repite, literalmente, en
el Deuteronomio (Dt 5,20). Pero en el Levítico se enuncia así: «No mentiréis,
ni os engañaréis unos a otros» (Lev 19,11). De este modo, la mentira se unió a
la calumnia, pues ambas van con frecuencia unidas. Así lo sentencia el
Eclesiástico: «No trames calumnias contra tu hermano ni lo hagas tampoco con tu
amigo. Proponte no decir mentira alguna, porque acostumbrarse a ellas no es
para bien» (Ed 7,12-13). Y es que la gravedad de la mentira no consiste tanto en
ocultar la verdad con el fin de engañar, cuanto en usarla como arma para dañar
al prójimo. Es lo que denuncia Jesucristo cuando perfeccionó este mandamiento:
«Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus
juramentos» (Mt 5,33). En efecto, quien se habitúa a la mentira casi siempre la
usará para defenderse frente al prójimo, lo cual lleva a la calumnia. Mas aún,
puede conducir al perjurio, o sea a jurar en falso incluso ante los tribunales.
Existen diversas definiciones de la mentira,
pues no siempre es fácil fijar su sentido exacto. El Catecismo de la Iglesia
Católica, en la edición típica, la matizó en estos términos: «Mentir es hablar
u obrar contra la verdad para inducir a error» (CEC 2483). Y esta otra: «Mentir
consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo» (CEC 2508).
En consecuencia, la mentira entraña el deseo de engañar.
Pero, a aparte de ese «engaño» que persigue
la mentira, es importante destacar el aspecto positivo de este mandamiento, el
cual implica la obligación de decir la verdad. En efecto, el hombre y la mujer
deben amar la verdad, expresarla, defenderla y comunicarla, pues la “verdad” es
propia del ser inteligente. Y ello porque la racionalidad -característica
esencial del ser humano- busca espontáneamente la verdad. Como escribe
Aristóteles al inicio de la Metafísica, «todo hombre, por naturaleza, desea
conocer la verdad»1.
LA VIRTUD DE LA VERACIDAD
Si la “verdad” es el objeto y el fin de la
reflexión humana, también es una realidad central de la Revelación, pues la
verdad está en estrecha relación con Dios: El “es la verdad” (Jn 17, 17) . Mas
aún, como enseña el libro de los Proverbios, «Dios es fuente de toda verdad»
(Prov 8,7). Por su parte, el libro de Samuel constata: «Tú eres Dios y tus
palabras son verdad» (2 Sam 7,28). Y el Salmista confiesa que el ha «elegido el
camino de la verdad» (Sal 119,30), pues «todos los mandamientos divinos son
verdad» (Sal 119, 86), y la razón es que «la ley de Dios es la verdad» (Sal
119, 142).
Sobre todo, la verdad hace relación a la
misma Persona de Jesús. Como es sabido, describir a Jesucristo como la verdad y
relacionar su mensaje con ella, es uno de los temas centrales del Evangelio de
san Juan. Según este Apóstol, Jesucristo “es la verdad” (Jn 14,6). En
consecuencia, el evangelista lo presenta como «lleno de gracia y de verdad» (]n
1, 14) y como “la luz del mundo” (Jn 8,12). Por ello, «el que cree en Él, no
permanece en las tinieblas (]n 12,46), si no que «conocerá la verdad y la
verdad le hará libre» (]n 8,32-32), y quien le sigue «vive el espíritu de
verdad» (]n 14,17). Jesús pide al Padre que a sus discípulos los «santifique en
la verdad» (]n 17,17), hasta conducirlos a «la verdad completa» (]n 16,13). En
consecuencia, san Juan define a los discípulos como aquellos que «viven en la
verdad». Y les ofrece este criterio para el discernimiento de su conducta: «Si
decimos que estamos en comunión con el y caminamos en las tinieblas, mentimos y
no obramos conforme a la verdad» (1 Jn 1,6).
Esa vocación del hombre a la verdad -que para
el cristiano constituye su estilo de vida- Jesús la sella con un mandato
imperativo a sus discípulos, con el que completa el octavo precepto: «Sea
vuestro sí, sí; sea vuestro no, no» (Mt 5, 37). En otras palabras, dado que
«Dios es verdad» y Jesús afirmo de sí «Yo Soy la verdad», sus discípulos deben
vivir la verdad en sus vidas. Es lo que se denomina veracidad; y que el
Catecismo de la Iglesia Católica define en los siguientes términos:
«La verdad coma rectitud de la acción y de la
palabra humana, tiene por nombre veracidad; sinceridad a franqueza. La verdad o
veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y
en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la
hipocresía» (CEC 2468).
A la vista de la grandeza de la verdad, se
deduce la importancia de la virtud de la veracidad, no solo porque garantiza
que se diga, la verdad, sino porque, al mismo tiempo, se evitan algunos vicios
que desdicen de la dignidad de la persona, cuales son el doblez, la falsedad,
la hipocresía, la simulación, el embuste…, en una palabra, la mentira y,
llegado el caso, la calumnia y hasta el perjurio.
LA MENTIRA
San Agustín la define en estos términos: «La
mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar»2. A la esencia de
la mentira pertenecen dos cosas: Primero; decir lo contrario de lo que se
piensa. Segundo, decirlo con intención de engañar . Los autores suelen
distinguir tres clases de mentira: «jocosa», si con ella se quiere hacer una
broma o pasatiempo; «oficiosa», cuando se profiere para obtener un beneficio
propio o en favor de un tercero; «dañosa», si mintiendo, se persigue hacer daño
alguien En esta división no entra lo que, coloquialmente, se denomina «mentira
piadosa», la cual de ordinario se identifica con la «oficiosa».
En la mentira se contienen numerosos males,
por lo que es condenable. He aquí algunos de ellos:
- encierra una ofensa directa contra la
verdad;
- induce al error a quien se le dice, el cual
tiene derecho a no ser engañado;
- lesiona el fundamento de1a comunicación de
los hombres entre si;
- fomenta -yen ocasiones en ella tienen su
origen- la vanidad y la soberbia;
- quien miente pierde la reputación y la
fama;
- lesiona la caridad en el trato con el
prójimo;
- puede faltar a la justicia, cuando se
miente en perjuicio de otro;
- la mentira es funesta para la convivencia,
puesto que crea desconfianza en las relaciones sociales.
Estos y otros males que ocasiona la mentira
explica por qué, mientras el origen de la verdad se sitúa en Dios, la mentira
se en atribuye al demonio. El origen diabólico de la mentira es mencionado por
Jesús: “Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en el; cuando dice la
mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la
mentira” (Jn 8,44).
El Catecismo de la Iglesia Católica pone de
relieve ese cúmulo de males que conlleva la mentira, tanto para el individuo
como para la colectividad.
«La mentira, por ser una violación de la
virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta
contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y
de toda decisión. Contiene un germen de división de los espíritus y todos los males
que esta suscita. La mentira es funesta para toda la sociedad: socava la
confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales» (CEC
2486).
Toda mentira es intrínsecamente mala (esto no
quiere decir que sea siempre grave) y nunca debe decirse. En el lenguaje
corriente se utilizan expresiones hiperb6licas que no son mentira.
Sin embargo la mentira en sí misma es pecado
venial (cf. CEC 2484). De ordinario, no es pecado la mentira «jocosa». Es
pecado venial casi siempre la «oficiosa». Sin embargo, la mentira «dañosa» es
pecado mortal cuando se lesiona gravemente la caridad o la justicia. Esto se
deduce por las circunstancias que concurren. Por ejemplo, es pecado mortal, si
con la mentira, se tiene la intención de ocasionar un mal grave al prójimo o
cuando una persona constituida en autoridad miente a los súbditos en cuestiones
que atañen gravemente a sus intereses. También es pecado mortal en caso de que,
mintiendo, se lesione gravemente la fama del prójimo. Asimismo, se peca
mortalmente si con la mentira al juez se conculcan los derechos ajenos en la
administración de la justicia, etc. O como enseña el Catecismo de la Iglesia
Católica:
«La gravedad de mentira se mide según la naturaleza de la
verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la
comete, y las daños padecidas par las que resultan perjudicadas» (CEC 2484).
Los moralistas admiten con razón –lo dice el
sentido común y también es el proceder de personas rectas- que, en algunos
casos, es lícito no sólo ocultar la verdad, sino incluso dar contestaciones que
induzcan al error a quien pregunta, si éste interroga injustamente. La
explicación teórica de la licitud de este tipo de comportamiento se fundamenta
en la llamada restricción latamente mental. Por ejemplo, no sería mentira
decir: «el señor no está en casa», cuando, atendidas las circunstancias, quien
escucha podría saber que esa contestación puede tener un sentido diverso por
una restricción mental. Puede ser el medio, por ejemplo, de guardar un secreto o
de evitar un compromiso. Por el contrario, la llamada «restricción puramente
mental», que tiene lugar cuando la expresión utilizada hace imposible descubrir
el sentido verdadero, no es lícita. Por ejemplo, decir «he visto París»,
pensando interiormente «en fotografía», es una mentira.
EL SECRETO
Secreto es el conocimiento de una verdad que
debe mantenerse oculta. El secreto es un género específico de verdad. En
efecto, se puede llegar a alcanzar ciertos conocimientos que ni pueden ni deben
ser comunicados a terceras personas.
Existen diversos tipos de secretos. Cabe
reducirlos a dos: prometido y natural. «Secreto prometido» es el que debe
guardarse en virtud de la promesa hecha cuando se da algo a conocer. Esta
promesa puede ser expresa, lo que se denomina «secreto comiso», bien implícita,
la cual se supone siempre que se conoce por el ejercicio de la profesión: se
denomina «secreto profesional». El «secreto natural» es aquel que debe
guardarse por la propia naturaleza de la cosa, puesto que deriva de la ley
natural.
Algunos secretos pueden ser ocasionales, o
sea, se han adquirido, bien por comunicación íntima del interesado o por medio
de otra persona distinta, o bien porque se ha sido testigo ocasional de hecho.
Otros secretos tienen origen en el ejercicio del ministerio o cargo. Tal es el
secreto medico, jurídico o del sacerdote, los cuales han llegado a adquirir
conocimiento de hechos a través el desempeño de sus respectivos cargos.
La obligación de guardar el secreto
profesional, además de ser de derecho natural, frecuentemente lesiona también
la justicia, dado que existe un compromiso tácito de que no debe revelarse lo
que se comunicó confidencialmente. La obligación de guardar el secreto es grave
o leve, según la materia de la que se trate y del modo en que se ha obtenido conocimiento
de él.
Así, es pecado mortal si se trata de algo que
daña gravemente la fama del prójimo o si se sigue un mal grave para el
interesado o para un tercero. Puede ser el caso, de un médico que descubre
datos de la enfermedad que ocasiona al enfermo un daño notable. También si se
trata de una verdad comunicada al sacerdote, el cual está especialmente
obligado a guardar el secreto de una confidencia que se le ha hecho3.
También se puede pecar si se usa el secreto
para provecho propio o ajeno. El caso puede repetirse en el ámbito de la
compraventa, de la industria e incluso en el campo intelectual o de la
investigación.
En ocasiones se puede revelar el secreto yen
otras puede ser un deber revelarlo. Es lícito revelar un secreto si se sigue un
daño grave e irreparable para un tercero. Puede ser el caso de dar a conocer a
la novia una enfermedad grave de un novio por el daño que puede ocasionarle.
Asimismo, se debe manifestar un secreto si se sigue un daño grave para sí mismo
o para un tercero. También se ha de considerar el bien común de la sociedad,
que en ocasiones sufre un grave quebranto si no se da a conocer el secreto
confiado. En todo caso, se deben tener en cuenta las circunstancias que
concurren. A este respecto, la casuística puede ser muy variada. Por eso basta
enunciar los principios generales, tal como los expone el Catecismo de la
Iglesia Católica:
«Los secretos profesionales -que obligan, por
ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas- o 1as confidencias hechas
bajo secreto deben ser guardados, salvo los casos excepcionales en los que el
no revelarlos podría causar al que los ha confiado al que los ha recibido o a
un tercer daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la
verdad. Las informaciones privadas perjudiciales al prójimo, aunque no hayan
sido confiadas bajo secreto, no deben ser divulgadas sin una razón grave y
proporcionada" (CEC 2491).
Para obrar rectamente y con el fin de aplicar
estos principios a los circunstancias tan variadas que puedan darse, se exige
la recta formación de la conciencia. Pero en ocasiones también es conveniente
buscar el consejo prudente que garantice una decisión moralmente correcta. En
todo caso, la revelación del secreto debe hacerse como último recurso y ante
circunstancias excepcionales, puesto que es preciso velar por la valoración
social del secreto. De 1o contrario, se resiente la seriedad que merecen las
profesiones, cuyo ejercicio lleva anexo la obligación de guardar secreto de los
asuntos que confidencialmente se han tratado.
LAS OFENSAS CONTRA LA VERDAD
Además de los pecados de mentira (veracidad
“por defecto”) y de faltas cometidas por revelación indebida del secreto
(veracidad “por exceso”), también se puede faltar a la veracidad si se cometen
otras acciones, cuales son, por ejemplo, la calumnia, el juicio temerario, la
sospecha, la maledicencia, el falso testimonio y el perjurio.
a) Calumnia es mentir causando un daño a la
reputación de alguien o si se da ocasión para que se originen juicios falsos
sobre una persona. Lo específico de la calumnia, frente a la murmuración, es
que esta contribuye a hacer juicios negativos sobre alguien, pero lo que se
comenta en la murmuración es verdad, mientras en la calumnia, lo que se dice
contra alguien es mentira.
b) Juicio temerario es formar un juicio
negativo sobre la persona o sobre su actuación, pero sin tener fundamento
suficiente para ello. El juicio temerario puede ser subjetivo, o sea interior,
y puede emitirse externamente. Si el juicio es tácito, sin manifestarlo,
también puede ser pecado interno, en la medida en que se consienta
deliberadamente en él.
c) Sospecha es el juicio hecho sobre una
persona o acontecimiento a partir de algunos datos, pero sin tener todos los
elementos que garanticen formular un juicio seguro. La sospecha es legítima
siempre que los indicios tengan suficiente verosimilitud. Asimismo, es legítimo
seguir la indagación hasta alcanzar la certeza debida o para rectificar el
juicio.
d) Maledicencia es manifestar los defectos y
las faltas reales de alguien a otra persona que los desconoce. Se distingue de
la calumnia, por cuanto en este caso se comunican faltas y defectos reales de
la persona, si bien no son conocidos.
e) Falso testimonio es afirmar públicamente,
ante un tribunal, algo falso a favor o en contra de alguien. El falso
testimonio, por las circunstancias que concurren a la mentira, encierra una
especial gravedad. El libro de los Proverbios sentencia que «el testigo falso
no quedará impune» (Prov 19,9).
f) Perjurio es el testimonio falso emitido en
un juicio hecho bajo juramento. El perjurio es un pecado especialmente grave
contra el segundo mandamiento, puesto que, además de contribuir a la condena
del inocente, «compromete gravemente el ejercicio de la justicia» y la
desprestigia.
Las acciones, en las que se actúa con mentira
y de las que se siguen males para el prójimo, son especialmente graves. Como la
mentira puede lesionar la justicia, siempre que ocasiona un mal, el que miente
tiene obligación de reparar. Esto obliga especialmente en la calumnia. En este
caso, no es suficiente arrepentirse e incluso no basta con demandar perdón, se
requiere además reparar el mal cometido. En ocasiones puede hacerse personalmente.
Pero, en caso de que el daño ocasionado sea público, la reparación debe hacerse
públicamente.
Esta reparación –y en su caso, la
restitución- obliga en conciencia. Lo cual indica que no hay perdón del pecado
si no se tiene intención de cumplir la reparación o la restitución. Se ha de
devolver la buena fama perdida, pero en algunas cuestiones que se han seguido
males materiales, la restitución debe hacerse incluso económicamente. El
Catecismo de la Iglesia Católica amplía la casuística en los siguientes
términos:
“Toda
falsa cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación,
aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño
públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio
no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción
moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere
también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta
reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño
causado. Obliga en conciencia”. (CEC 2487).
LIBERTAD DE EXPRESIÓN: MEDIOS DE COMUNICACIÓN
SOCIAL
El derecho a alcanzar la verdad y a
comunicarla ha adquirido en la actualidad tales proporciones, que a los medios
de comunicación social se les denomina con razón “el cuarto poder”. En efecto,
la importancia de estos medios es tal, que condicionan y en ocasiones dirigen
la vida social, económica y política de los pueblos. Mas aún: en la actualidad
la cantidad de información es tal, que supera las posibilidades del hombre de
lograr la síntesis de los hechos y de las ideas que circulan en los distintos
ámbitos del saber o de la vida social, cultural y política.
Este papel decisivo que juegan en la vida
individual y en la convivencia es lo que ha motivado que el Concilio Vaticano
II se haya ocupado expresamente de los medios de comunicación y haya emitido el
Decreto «Inter mirifica» (1965), que estudia detenidamente las exigencias
éticas que han de regir en el ámbito de la comunicación. Mas tarde, en el año
1971, la Santa Sede hizo pública la Instrucción «Communio et progressio», que
trata de la recta aplicación del Decreto conciliar. Además de estos dos
documentos, existe abundante doctrina magisterial en discursos y mensajes papales,
emitidos con ocasión del «Día de los medios de comunicación social».
Estos son los aspectos que el Concilio señala
como más decisivos para el comportamiento individual y para la convivencia en
el uso de los medios de comunicación social:
- Valor moral. El uso de «mass media» no es
ajeno a la moral: “El recto uso de tales medios es absolutamente necesario que
todos los que se sirven de ellos conozcan y lleven a la práctica en este campo
las normas de orden moral”. (n. 4).
- Recta conciencia. Los usuarios deben
«formar una recta conciencia sobre tal uso», de modo que la información que
reciben «contribuya al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad
humana». El derecho de información exige que esta “sea objetivamente verdadera
y, salvada la justicia y la caridad, integra”. Además, «en cuanto al modo, ha
de ser honesta y conveniente, es decir, que respete las leyes morales del
hombre y los legítimos derechos y dignidad» (n. 5).
- Considerar el orden moral objetivo. Se ha
de proclamar que «la primacía del orden moral objetivo ha de ser aceptada por
todos, puesto que es el único que supera y concurrentemente ordena todos los
demás ordenes humanos, por dignos que sean, sin excluir el arte» (n. 6).
- Tratamiento del mal moral. Los distintos
medios han de cuidar atentamente como se ha de tratar los temas relacionados
con el mal. Es cierto que su conocimiento puede «servir para conocer y
descubrir mejor al hombre»; pero debe evitarse el riesgo de que «produzca mayor
daño que utilidad alas almas», tal puede ser el caso en que no se atiendan «las
leyes morales», especialmente, cuando se tratan «los deseos depravados» (n. 7).
- Opinión pública. Una de las finalidades de
los medios de comunicación, tal como siempre ha destacado el Magisterio, es la
formación de la opinión publica, tan decisiva para una convivencia plural y
democrática: «con el auxilio de estos medios, se procura formar y divulgar una
recta opinión publica» (n. 8).
- Deberes de los usuarios. Los que hacen uso
de los medios de comunicación deben también tener a la vista los siguientes
criterios:
- hacer una «recta elección» de
publicaciones, cadenas televisivas, programas de radio o televisión, etc.;
- evitar «10 que puede ser causa u ocasión de
daño espiritual para ellos o para otros»;
- atender «al mal ejemplo» que pueden
ocasionar la lectura o apoyo a ciertos medios;
- «favorecer las malas producciones» y «no
oponerse a las buenas»;
- «no contribuir económicamente a empresas
que tan sólo persigan el lucro en la utilización de estos medios»; I
- «atender al juicio y criterios de las
autoridades competentes» que se hayan emitido;
- formar la conciencia recta con el fin de
«oponerse a los malos atractivos y secundar los buenos»;
- todos, pero especialmente los jóvenes,
«deben ser moderados y disciplinados en el uso de estos medios»;
- es conveniente mantener una actitud crítica
para «formar un recto juicio»;
- los padres tienen la obligación de «vigilar
cuidadosamente» que los hijos hagan un uso adecuado de los medios (nn. 9-10)4.
- Los agentes de los mass media; Periodistas,
escritores, actores, productores, realizadores, exhibidores, distribuidores,
directores, vendedores, críticos… deben «tratar las cuestiones económicas,
políticas o artísticas de modo que no produzca daño al bien común». En la
medida de lo posible, deberían asociarse «en aquellas entidades que impongan a
sus miembros el respeto a las leyes morales en las empresas y quehaceres de su
profesión» (n. 11).
- Deberes de las autoridades. Las autoridades
«tienen peculiares deberes en esta materia en razón del bien común al que se
ordenan estos instrumentos». Su misión es «defender y tutelar la verdadera y
justa libertad» que necesita la sociedad. También la autoridad debe emitir
leyes con el fin de que del uso de los medios de comunicación «no se siga daño
a las costumbres y al progreso de la sociedad». Un deber especial de las
autoridades es el cuidado «en proteger a los jóvenes» (n. 12).
- Deberes de los católicos. El Concilio urge
a que los católicos «utilicen los medios» para «las más variadas formas de
apostolado» y se «adelanten a las malas iniciativas». Por su parte, los
pastores cuiden estos medios «tan unidos a su deber ordinario de predicar» (n.
14) .Asimismo, los sacerdotes, religiosos y también laicos» han de poseer la
«debida pericia en estos instrumentos y puedan dirigirlos a los fines del
apostolado» (n. 15). Esa formación debe extenderse a todos los católicos (nn.
16-18).
En todo momento, el Magisterio insiste en que
los profesionales de los medios de comunicación consideren la dimensión ética
de su profesión y que sean incorruptibles ante la verdad. En estos términos se
expreso Juan Pablo II en un discurso a los periodistas en su primera visita a
España:
«Un sector que tan de cerca toca la
información y formación del hombre y de !a opinión publica, es lógico que tenga
exigencias muy apremiantes de carácter ético (…). La búsqueda de la verdad
indeclinable exige un esfuerzo constante, exige situarse en el adecuado nivel
de conocimiento y de selección crítica. No es fácil, lo sabemos bien. Cada
hombre lleva consigo sus propias ideas, sus preferencias y hasta sus
prejuicios. Pero el responsable de la comunicación no puede excusarse en lo que
suele llamarse la imposible objetividad. Si es difícil una objetividad completa
y total, no lo es la lucha por dar con la verdad; la actitud de ser
incorruptibles ante la verdad. Con la sola guía de una conciencia ética, y sin
claudicaciones por motivos de falso prestigio, de interés personal, político,
económico o de grupo»5.
DAR TESTIMONIO DE LA VERDAD: EL MARTIRIO
El cristiano no solo debe expresar la verdad
y proclamarla, sino que también tiene la obligación de defenderla, en ocasiones,
hasta la muerte. San Juan recoge las palabras de Jesús en las que señala su
misión en orden a la verdad: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la
verdad» (]n 18,37). Y san Pablo encarece a su discípulo Timoteo que cumpla este
mismo encargo, aunque le sea costoso: «No te avergüences jamás del testimonio
de nuestro Señor Jesucristo» (2 Tim 1,8).
El Concilio Vaticano II profesa que la
confesión de fe es exigencia obligatoria de todos los bautizados:
“Todos
los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con
el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se
revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha
fortalecido con la confirmación”.(AdG 11) .
Pero en ocasiones este testimonio exige
cierto heroísmo, pues demanda jugarse la vida hasta la muerte. Siguiendo este
deber, los cristianos de todos los tiempos, cuando se vieron forzados a
confesar la verdad en Jesucristo yen sus enseñanzas, lo hicieron incluso
ofreciendo su propia vida. La biografía de los mártires cristianos a lo largo
de la dilatada historia de la Iglesia constituye una de las páginas más
brillantes de la crónica de la humanidad. Pues, a la grandeza y ejemplaridad de
sus vidas, se añade su inquebrantable amor a la verdad y su fidelidad a las
enseñanzas salvadoras del Evangelio. Son numerosos los testimonios martiriales
en los que se contiene de modo explícito que ellos mueren, precisamente, por
defender la verdad que profesan. Por ejemplo, san Policarpo alaba a Dios porque
“es el Dios de la fidelidad y de la verdad” por eso él se asocia a esa verdad
con la oblación de su propia vida.
En este sentido, los mártires no solo son
modelos de existencia y ejemplares de vida cristiana, si no que son garantía de
la verdad del cristianismo. Un argumento a favor de la veracidad del dogma y de
la moral cristiana es, precisamente, el martirio, pues, además de la garantía
que ofrece la revelación y el magisterio, el creyente encuentra en los mártires
otra señal más inmediata de la verdad que profesa. En este sentido, el martirio
es como el sello y el resello de la verdad de lo que se cree y se practica. En
efecto, unos hombres y mujeres concretos han sellado la verdad del dogma y de
la moral cristiana con su propia sangre. Ellos son, pues, los verdaderos
testigos de la fe y del Evangelio que profesamos.
Quien ama la verdad, conforme a la enseñanza
del Señor (Jn 8,32), no sólo alcanza la libertad, sino que se sentirá libre,
pues esta en disposición de medir la veracidad de tanta información que se
acumula sobre él. Por el contrario, el hombre y la mujer de nuestro tiempo,
ante tal abundancia de noticias, corren el riesgo de trivializarlas, pues se
sienten incapaces de medir el grado de veracidad de cada una en singular.
Máxime, cuando la verdad está sometida a la manipulación publicitaria, entonces
o no se cree nada o, a la inversa, se cree todo. Y esto que puede acontecer al
individuo se multiplica cuando se aplica al conjunto de la sociedad. Es así
como la verdad manipulada o trivializada ni es para el hombre el camino de la
libertad ni favorece la convivencia justa.
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