En los primeros años de la década de los
treinta del siglo XX Alemania sufría una profunda crisis económica y política.
Agonizaba la República de Weimar, y se realizaban frecuentes elecciones
parlamentarias en las que los distintos partidos tradicionales perdían terreno
y popularidad, consolidándose cada vez más el nuevo partido Nacionalsocialista
de Hitler, el cual llegó a transformarse en la primera fuerza política después
de las elecciones del 31 de julio de 1932.
Seis meses más tarde, el 30 de enero
de 1933, Hitler fue nombrado canciller por el presidente Hindenburg, el viejo y
respetado mariscal que moriría un año más tarde. De inmediato comenzaron las
sórdidas maniobras para consolidar el poder. A menos de un mes de haberse
encargado del gobierno, los nazis incendiaron el Reichstag, edificio sede del
Parlamento, con el fin de crear un caos y acusar de la acción vandálica a sus
adversarios políticos, los partidos Socialdemócrata y Comunista.
Amparados en
un decreto de emergencia dictado el 28 de febrero, se desencadenó una
persecución feroz contra los miembros de esas agrupaciones políticas,
debilitándolas notablemente para la nueva elección parlamentaria del 5 de marzo
siguiente. No obstante, en esos comicios los nazis no lograron obtener la
mayoría calificada, requerida para aprobar una ley habilitante que le diera
poderes extraordinarios y prácticamente omnímodos a Hitler. Fue necesario
pactar con algunos partidos minoritarios y subyugar a los más grandes con el
fin de contar con los votos suficientes, lo cual se logró el 23 de marzo.
Lo que siguió fue la destrucción sistemática
de la democracia parlamentaria. Se prohibió el desempeño de cargos públicos por
opositores al gobierno o por judíos, se eliminaron todos los vestigios de
descentralización gubernamental, se desmantelaron las organizaciones
sindicales, substituyéndolas por el llamado Frente Laboral Alemán, supeditado
al gobierno, y se subordinaron los poderes públicos a la voluntad del dictador.
Se hostigó a los partidos políticos de oposición hasta su total extinción, al
punto de que en julio de 1933 se aprobó una ley que prohibía la formación de
nuevos partidos, imponiéndose la condición de partido único en esa nación.
A la
muerte del mariscal Hindenburg, a mediados de 1934, Hitler logró unificar los
cargos de presidente y de canciller, transformándose en el comandante en jefe
de las Fuerzas Armadas, institución que le dio su apoyo en respuesta a la
política de rearme que se implantó, y al rechazo al Tratado de Versalles de
1919, que le impuso a Alemania unas condiciones de posguerra verdaderamente
ominosas, contribuyendo ello al estallido ulterior de la II Guerra Mundial. A
tal punto llegó esa lealtad, que los militares aceptaron que se les impusiera
un juramento personal de obediencia incondicional al líder.
Cuando vi el bochornoso espectáculo que se
montó en la Asamblea Nacional al formularse unas denuncias de supuesta
corrupción del partido Primero Justicia, vino a mi memoria las tácticas
execrables que aplicó el partido nazi en Alemania para consolidar el poder.
Fue
esa una acción más de las que ya nos tiene acostumbrados el Gobierno con el fin
de lograr el control total del país, y perpetuar la revolución que nos quieren
imponer.
Después de abolir la independencia de los poderes públicos y supeditar
estos a la voluntad del Ejecutivo, se han aprobado múltiples leyes, muchas de
ellas inconstitucionales o reñidas con el Estado de Derecho, que pretenden
darle un viso de legalidad a una serie de acciones a todas luces divorciadas de
lo que debe ser un régimen democrático.
Parece que ahora, ante el ocaso inminente del líder carismático, quienes pretenden sucederlo son conscientes de su debilidad, por lo que tienen que aparentar un liderazgo que no poseen a través de acciones avasalladoras e intimidantes, siguiendo el patrón que aplicaron los nazis en el pasado.
@palmapedroa
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