Derechos
humanos se llama a los que se originan en el derecho internacional a través de
tratados. El apelativo “humanos” tiene la pretensión de darle universalidad a
esas declaraciones, de beneficiar a cualquier persona bajo cualquier bandera
sin importar el tipo de régimen político al que están sometidas.
Se
trata de una universalidad sólo política por pertenecer a un orden multilateral
que traspasa las fronteras. A diferencia de la universalidad conceptual que
solo pueden alcanzar los derechos individuales, aquellos históricos que
protegen de la arbitrariedad y que al pertenecer al ámbito interno de los
países, intervienen en la relación entre el poder y las personas quiénes a su
vez tienen todas el mismo status jurídico de individuos libres.
Los
derechos humanos nacen con la Carta de las Naciones Unidas, por iniciativa de
los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, un país totalitario y el resto con
una tradición genérica de libertad. Los derechos humanos los igualaban sin que
los contratantes exigieran desarmar el totalitarismo ni a la Unión Soviética ni
a ninguno de los países que formaron las Naciones Unidas o los que se
incorporaron después. Los derechos humanos por lo tanto, la Carta y todos los
tratados que firmaron esos países tuvieron el primer efecto de legitimar las
situaciones existentes de ausencia absoluta de libertad.
El
segundo fue que las declaraciones tenían que conformar a todos los estados,
pero son los estados los que atentan contra la libertad. Confiar en ese derecho
internacional es como esperar que las cámaras empresarias manejen la libertad
de comercio. Los derechos individuales son relaciones entre los estados y las
personas beneficiarias. Los derechos humanos produjeron una ruptura en la
legitimidad de los límites al poder, ya no los ponen o no se manifiestan frente
a quienes padecen la arbitrariedad, sino los pares, el conjunto de los
abusadores quienes paternalmente se dedican a la declamación poética sin
intervención de los supuestos protegidos.
Con
ese punto de partida el desarrollo histórico de los derechos humanos fue
bastante previsible. Los estados totalitarios y sus grupos afines aplicaron la
fórmula con la que el legitimismo monárquico desafió a la idea de la libertad
individual: “Reclamo de vosotros y en nombre de vuestros principios, la
libertad que os niego en nombre de los que me son propios”, frase atribuida a
Luis Veuilliot que expresa a la perfección lo que la izquierda autoritaria ha
venido realizando con los derechos humanos.
Los
derechos humanos no quedaron en manos de esa izquierda revolucionaria porque
haya algo en ellos que esté cerca de su pensamiento. Todo lo contrario,
mientras para los antiliberales es un gran negocio invocar principios que no
cumplirán, para los liberales es un pésimo negocio invocar fórmulas genéricas,
declaraciones huecas o derechos colectivizados cuando no directas
habilitaciones al poder sin límites en nombre de los “derechos de la
humanidad”, frente a los cuales encima la libertad de las personas en concreto
debe ceder. Miremos lo que ocurrió en la Argentina en el año 1994, los tratados
internacionales de derechos humanos fueron incorporados como derecho interno en
un país mucho más libre en su constitución que cualquier tratado y sobre todo
que cualquier autoridad internacional operada por los antiliberales, y las
declaraciones, derechos y garantías quedaron convertidos en legra muerta. Hoy
los jueces se dedican a aplicar el castigo de los dioses a los avaros que no
ceden sus bienes y trabajo a cualquier necesidad en nombre de la bondad
colectivista universalizada. Iniciativa de Elisa Carrió como convencional,
dicho sea de paso.
Pasadas
unas décadas estamos en que los derechos se definen en el nivel internacional y
los ciudadanos ya no existen, no tienen injerencia alguna en esa materia. Los
estados se dedican a inaugurar cuotas de poder para organismos en favor de las
masas, se supone, a costa de minorías poco generosas, muy individualistas en
sus formas de elegir, discriminatorias.
Los
derechos humanos poseen una forma de legitimidad antiliberal. Por más que
muchas veces digan cosas como que se prohíbe la tortura, lo cual está más que
bien, el origen de esta declaración proviene de los aparatos políticos que
están en condiciones de ejercer la tortura y han decidido apiadarse de
nosotros, por ahora, mientras puedan usar la misma vía de legitimidad para
esquilmarnos. Al lado de la prohibición de la tortura, que ya estaba prohibida en
cualquier constitución liberal, nos imponen definiciones de la propiedad con
las cuales la propiedad no existe (el tratado de San José de Costa Rica define
propiedad con las mismas palabras con que lo hacía la constitución soviética,
como el derecho al mero uso de los bienes), fórmulas para definir la libertad
de expresión como “derecho a la información” que supondrá el control que
ejercerá el enemigo de la información libre, el estado, sobre empresas que
puedan competir con su poder.
Esta
es la gran trampa que el siglo XX le deja al siglo XXI. Por más que los
derechohumanistas antiliberales estén ahora en el poder y podamos usar nosotros
de manera oportunista la frase de Veuilliot porque tampoco respetan, como nunca
pensaron hacerlo, los derechos que invocaban en nombre de nuestros principios,
la libertad que expresaban nuestras constituciones son un recuerdo del pasado.
El
trabajo es liberarse de los sindicatos de gobiernos que son más peligrosos que
los gobiernos solitos limitados a su espacio.
Es
el momento en el que está claro que las personas en particular no tenemos nada
entre las manos, como si no fuéramos humanos. Por eso pese a todo me planteo un
cálculo optimista y sospecho que en diez años podemos juntar diez millones de
personas en el mundo que digan: les devuelvo sus derechos humanos, devuélvanme
mis derechos individuales.
@josebenegas
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