Existe una ceguera espiritual innata en el hombre cuando se encuentra en una posición de poder. Solo aquellos que son capaces del autoanálisis, reconociendo humildemente sus propias debilidades y fortalezas pueden librarse de los terribles efectos que causa en el corazón del ser humano el sentirse superior a sus semejantes. La historia nos demuestra en miles de sus registros que la Tierra gira incansablemente, y mientras en un lado del planeta el Sol radiante calienta nuestros huesos, en el otro la noche arropa con su profunda oscuridad los sueños de los hombres. La historia nos cuenta de aquellos que siendo grandes sucumbieron a la tentación del poder ilimitado para luego precipitarse en una colosal caída.
Sin embargo, todos los seres humanos llevan grabada en su ser la ley de Dios. Todos tenemos esa luz en el alma que nos permite discernir cuándo nuestros pensamientos y acciones están alineados con la bondad. Solo que de la misma manera que el ejercicio físico practicado regularmente fortalece nuestros músculos, la practica constante del poder sin compasión va transformando el corazón en una piedra, alejándonos de las posibilidades infinitas de bien que resultarían del ejercicio compasivo en la administración del poder.
La compasión es esa capacidad que tiene el ser humano de sentirse tan vulnerable como cualquiera de sus semejantes en desgracia, la cual despierta el deseo de aliviar la pena o reducir el sufrimiento en quien lo padece. ¡Es ponerse en los zapatos del otro! Todos, de múltiples maneras tenemos el poder de sanar una herida, de aliviar el hambre, de saciar la sed, de cambiar la aflicción por alegría o llorar la pena con el alma que sufre. Pero solo algunos tienen el privilegio de ocupar posiciones de poder en las que su palabra dada en un esquema de autoridad se convierte en hechos palpables. Son estos pues los que con mayor diligencia deben ejercer la compasión como una practica que restituye las grandes grietas de la justicia humana.
Presidente, en nuestro país hay muchos a los que se les va apagando lentamente la vida detrás de las rejas. En nuestro país hay un número de presos políticos que han sido víctimas de la exacerbación de los peores sentimientos humanos. Ellos y sus familias han sufrido vejaciones que no deberían estar presentes nunca en un sistema de justicia que pretende la restitución del ser humano. Como venezolana, como madre y esposa me uno al clamor de estas familias amputadas de seres queridos. Me uno a su oración por la liberación de cada uno de ellos, y apelo a su corazón Presidente, a ese que clamó a Cristo en los momentos difíciles de su enfermedad.
Con todo respeto, le recuerdo Presidente que su historia habría sido completamente diferente si usted mismo no hubiera sido objeto del perdón, y de la compasión que muchos le mostraron cuando usted estuvo en la cárcel. Y si le es imposible sentir compasión por estos presos, piense en sus familias; piense en sus valientes esposas que los han acompañado en medio de esta terrible prueba. Usted es padre y abuelo, piense en el sufrimiento de los hijos y nietos de todos estos hombres; y sobre todo, piense en esa Tierra que gira dándoles oportunidad a todos los hombres, como usted la tuvo en su momento. A veces vivimos como si nuestras circunstancias actuales fueran definitivas y olvidamos la mano poderosa de Dios que proclama una sentencia sobre la vida de cada hombre.
"No te niegues a hacer el bien a quien es debido,
Cuando tuvieres poder para hacerlo". Proverbios 3:27.
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