Los guerrilleros señalaron que la agenda, aprobada por ellos mismos, era excluyente y turbia
Hace algunos meses
escribimos en un artículo publicado en El Universal que
el diálogo de paz entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia sería una prueba en la que el adversario a derrotar
debía ser la demagogia.
La instalación del proceso terminó por confirmar
nuestras inquietudes, pues observamos cómo unas delegaciones con pocos rostros
novedosos se dedicaron a formular planteamientos reiterativos y caducos en
donde el discurso del gobierno fue exageradamente edulcorado e idealista,
mientras que los guerrilleros aprovecharon el espacio para divagar en torno a
ideologías vetustas y superadas y a señalar que la agenda del proceso, aprobada
por ellos mismos, era excluyente y turbia.
Mientras las FARC se sentaban a negociar en Noruega y a exigir que se les dejase de calificar como organizaciones terroristas, en Colombia se les señalaba como autores de un ataque que dejó a varios uniformados fallecidos. Todo esto enmarcado por la mirada triste y desesperanzada de cientos de secuestrados que mantiene la guerrilla en la selva.
Mientras Colombia se desangra por la lucha contra el terrorismo, la mesa de negociación debate sobre el problema de la tierra y sobre el capitalismo, como si esas fueran las prioridades del país.
Las FARC buscarán aprovechar el escenario para proyectarse e intentar una recuperación militar, mientras que el gobierno de Santos termina desplazando las tesis uribistas de derrotar a la guerrilla militarmente y se afincan en un diálogo que hasta el momento no es claro.
Aunque hay muchas expectativas preferimos incluirnos en el sector que observa este proceso de paz con escepticismo, pues el gobierno parece no querer darse cuenta de que a la guerrilla no le interesa la paz.
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