Hace pocos días, una conversación que terminó
amargamente con un periodista extranjero me hizo volver a mi escepticismo
acerca de los logros de la modernidad global. En definitiva, seguimos marcados
por la figura del Buen Salvaje y como en este caso en especial el Buen
Salvador, que es la contrafigura moldeada por el Estado de bienestar europeo
para perdonarse los presuntos pecados coloniales.
Este periodista había construido su Venezuela
a partir de las mitologías chavistas más banales y más ofensivas para el
sentido común, exhibiendo una ignorancia increíble o más bien: un desprecio, y
una soberbia, que la justificaban sobre todo lo que no está contemplado en el
script oficialista. Nótese que este corresponsal lamentaba el mal gobierno; a
pesar de la serie de paseos guiados por los mostradores de la
"revolución" en "los barrios", no alcanzaba a comprender
cómo pudo dilapidarse la incalculable fortuna que a diario brota de esta
tierra, y frente a esa contradicción que ya no hallaba cómo justificar,
terminaba concluyendo que Chávez es algo así como un castigo, una expiación
bien merecida por el pasado oprobioso de unos blancos oprimiendo al pueblo,
etc.
La anécdota no tiene mayor importancia
excepto porque ponía en escena la acritud y especialmente la distancia
"categorial" que vivimos y seguiremos viviendo en este país. Lo de
distancia categorial se refiere a las categorías con las que nos referimos a la
experiencia: aquí tenemos dos lenguajes, dos historias, dos emocionalidades,
dos universos semánticos que no son capaces de encontrarse. Pero que tendrán
que hacerlo.
Escribo esto en medio del fragor de la batalla de los números, en
la que las empresas encuestadoras desfilan con certezas contradictorias;
concluyo que las incertidumbres sólo se disiparán el día de la elección, pero
que si hay algo de lo que no queda duda es que la partición del país continuará
sin que quien quede favorecido por la voluntad mayoritaria pueda olvidar que la
otra mitad o cuasi mitad queda allí, con su lenguaje y su universo particular.
Esto ha sido harto repetido, de una manera también harto abstracta e ineficaz,
apelando a los buenos sentimientos que deberían privar, etc., lo que resulta
dificilísimo si para una de las partes la división es precisamente su principal
oferta política.
En definitiva, si hay algo que pasará a la
historia acerca de estos años, será no la destrucción material de un país sino
la demolición moral de una república. República significa cosa pública, la
cosa, así en singular. Supone una unidad esencial un pacto de civilidad que
no es necesariamente homogénea, por cierto.
Pero esa es nuestra gran pérdida y
también la gran fortaleza del régimen. Ya lo apuntaba brillantemente Thaelman
Urgelles en un reciente artículo en El Diario de Caracas: esa división entre
país moderno y país rural, cultivada deliberadamente con colores sobre el mapa,
como un triste juego militar, es la densa frontera que nos separa del futuro,
porque es a través de la exacerbación de lo antimoderno que el chavismo halló
su punto arquimediano.
Toca esto el drama profundo nuestro, que es esa
modernización incompleta y construida sobre el consumo más que sobre la
producción, sobre la lealtad más que sobre las convicciones y sobre la utilidad
más que sobre la justicia.
Estas cosas suelen ser asuntos y lenguaje de
académicos. Lo extraordinario es que para nosotros, venezolanos, es materia de
decisión. Algo sobre lo que tenemos que pronunciarnos en la soledad del
cubículo electoral. Sin miedo, con responsabilidad.
colettecapriles@hotmail.com
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