La victoria de Hugo Chávez en Venezuela
coloca a la oposición ante un desafío del carajo.
Primero, lo obvio: en circunstancias
normales, el gobierno habría perdido las elecciones. Catorce años de populismo
han producido una tasa de criminalidad, casi 70 homicidios por cada 100,000
habitantes, sin parangón en el continente americano, un colapso del aparato
productivo por la expropiación de unas mil empresas y toda clase de controles,
la inflación más alta del hemisferio y una división clasista que ha envenenado
las relaciones sociales.
Una de las ironías más deliciosas y crueles
de la era Chávez es que sus resultados financieros y económicos son
precisamente los de la caricatura de país capitalista que él denosta: desde que
subió al poder, la Bolsa venezolana se ha revalorizado más de 870 por ciento y
los salarios reales de los trabajadores han caído 40 por ciento. Un grupo
pequeño de allegados al gobierno ha hecho pingües negocios, ya sea a través de
contratos con el Estado, licencias de importación (gran negocio, dado el cambio
oficial altísimo), tipos de cambio diferenciados y papeles de la deuda de
países aliados. La "boliburguesía" ha superado en salvajismo
capitalista cualquier cosa que pueda señalarse en la era conocida como el
"puntofijismo".
Pero este no era un escenario normal. Todos
los resortes del poder los controlaba Chávez y el gobierno gozaba de un voto
cautivo producto de esa versión extrema del populismo latinoamericano que allí
se practica y que tiene tres ejes: las "misiones" sociales que han
llevado el asistencialismo a niveles estratosféricos pero han aliviado la
situación de mucha gente; la retórica clasista que ha suministrado una
explicación instintivamente satisfactoria a quienes viven en la pobreza y una
dependencia que ha llevado a uno de cada cinco ciudadanos a trabajar directamente
para el Estado. Si añadimos el enorme
aparato propagandístico, el acoso contra la oposición y la intimidación contra
el ciudadano ajeno al festín rojo, es un milagro que Capriles haya obtenido
casi la mitad de los votos.
Lo más difícil, sin embargo, no es lo que
acaba de terminar sino lo que ahora comienza.
Lo primero es la persecución que recaerá
sobre Capriles y la oposición. Sucedió con todos los adversarios que se
enfrentaron antes con Chávez, entre ellos Francisco Arias (luego reconciliado
con el poder) y Manuel Rosales (asilado en el Perú), quienes compitieron con el
audillo en comicios presidenciales. Sólo redoblando el coraje y haciendo frente
a la maquinaria persecutoria de un modo unido podrá evitar la oposición que
estos meses que vienen destruyan a la Mesa de la Unidad Democrática.
Lo segundo es el riesgo de división. El gran
logro opositor ha sido la unidad. Gracias a ella derrotaron al gobierno en las
legislativas de 2010 y obtuvieron ahora más de 6 millones de votos. Dejar que la
cizaña que ahora tratará de sembrar el gobierno rompa esa unidad sería un
suicidio.
Lo tercero es preservar el liderazgo de
Capriles a como dé lugar. Ha demostrado ser el mejor de todos los que en estos
largos catorce años desafiaron al poder. Esta derrota, con el poco tiempo que
lleva liderando a la oposición y lo joven que es, resulta en su caso y dado el
relativo éxito alcanzado, mucho más una credencial que un baldón. Socavar su
jefatura en los meses que vienen no sería reemplazar a Capriles con algo mejor
sino emascular a las fuerzas opositoras. Deben ir a los comicios regionales de
diciembre unidos como una roca bajo el liderazgo de Capriles.
La experiencia de los dos últimos años, y
esto es lo cuarto, muestra hasta qué punto cada espacio, por diminuto que sea,
cuenta para alcanzar el objetivo inmediato de impedir que se instale un régimen
totalitario irreversible y, en el mediano o largo plazo, para suceder a Chávez.
Capturar todos los espacios posibles debe ser desde ya el norte de las acciones
de la MUD.
Por último, como saben Capriles y su gente,
las posibilidades de que vuelva a haber elecciones presidenciales antes de seis
años son muchas. Si en los próximos cuatro años Chávez falleciera, la ley del
propio chavismo obligaría a convocar nuevos comicios. La oposición debe
mantener su maquinaria aceitada para estar preparada. El oficialismo no tendría
como cabeza de cartel a nadie capaz de competir en serio con Capriles.
Para eso, sólo hay una receta: la que ha
ofrecido el propio Capriles pidiendo a su gente no dejarse abatir y seguir en
la lucha con la frente muy alta.
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/hilo-de-ariadna/2012/10/09/venezuela-la-larga-marcha.html
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Bien dicho, Álvaro. Gracias!
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