” Chávez, en
otras palabras, está muy cerca del momento cumbre en el que anunciará que es un
huevo escalfado y que requiere de un gran trozo de pan con mantequilla para
echarse y tomar una reparadora siesta”.
Esta es la
expresión con la que Christopher Hitchens, en una crónica publicada el 2 de
agosto de 2010 en la revista Slate, pretende resumir su evaluación de la “salud
mental”, según dice, del boss.
Hitchens
extrae su conclusión a partir de la experiencia de acompañar al Presidente en
varios periplos a bordo del jet presidencial y en la grata compañía de Sean
Penn, hacia finales de 2008.
La
conversación con el hiperquinético anfitrión, según el cronista, resultó
demasiado inquietante para los invitados.
Sin embargo,
es sólo ahora, casi dos años después, que las extraordinarias noticias acerca
de, como dice Hitchens, la “necrocracia” de Hugo Chávez forman el contexto
apropiado para divulgar el diagnóstico.
Y es curioso,
pero todo luce como si la opinión pública internacional estuviera atravesando por
las mismas etapas de desconcierto y asombro que transitó la local, recurriendo
de pronto a interrogarse sobre si lo que pasa en este país no debe ser más bien
materia psiquiátrica que política. Pero, sugiero, esta sigue siendo la forma
equivocada de albergar el caso Venezuela en las páginas de la volátil historia
de los medios: reducirlo a la locura y negarse a comprenderlo.
Peor aún: en
esta perspectiva la culpa recae en las víctimas: seríamos los ciudadanos los
responsables de que la psicosis reine y se propague como doctrina nacional y,
en definitiva, el protagonista gozaría del ambiguo estatus de excéntrico e
inimputable.
Reconozcamos,
sin embargo, que la figura del folklórico caudillo caribeño se ha disuelto para
formar otra silueta mucho más siniestra ante los ojos del mundo y que,
considerando las recientes y gravísimas gaffes de Oliver Stone, los impolutos
“progresistas” del norte comienzan a sentirse incómodos tan cerca de los
desagradables efluvios locales.
No sé por qué,
pero me acuerdo de la célebre expresión de Ionesco en La cantante calva: “Tome
un círculo. Acarícielo lascivamente y se convertirá en un círculo vicioso”. Tal
vez porque da la impresión de que la excesiva lascivia ha llegado a un punto en
el que el círculo vicioso ha adquirido vida propia o, más bien, para recurrir a
otra imagen, que hay una frontera del desorden que ha sido traspasada
irreversiblemente.
No se
evidencia esto porque el Gobierno pretenda inaugurar una era teológica, con las
oscuras liturgias de un sacerdocio que reemplace a la política y reduzca a los
ciudadanos a la condición o de creyentes o de infieles, sino porque por el
contrario, lo que ha venido siendo cada vez más poderoso es la consolidación de
una visión racional que escruta y disecciona los hábitos de un poder
incontinente.
Ni la censura,
la autocensura, la criminalización de la opinión, la sistemática destrucción de
la autonomía económica; ni las contorsiones ni los insultos han logrado
vitrificar el manto de silencio tan anhelado que se quiebra una y otra vez
frente a los espasmos de una realidad dura y filosa. Y lo que aparece es
racional: se hace evidente que no es locura ni necromancia, sino inmoralidad y
corrupción, vicios bien humanos que se materializan en obscenas fortunas y una
miseria que se propaga como fábrica de mendicantes. Lo que vislumbra la
sociedad venezolana es que el conformismo, ese individualismo de la indiferencia
risueña con el que por costumbre evade las realidades difíciles, ya no protege
ni oculta, y que lo que permanecía envuelto en la niebla opaca del populismo
quedó a la intemperie.
@cocap
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