Hay que
animarse a desterrar el miedo. El cambio viene cuando se dejan de lados ciertos
temores. La apatía, el desánimo y la resignación, son aliados funcionales de
quienes pretenden que nos quedemos en casa.
Ellos, los
verdaderos conservadores, los que no quieren que nada se modifique, apuestan a
eso, a que la gente se entregue, que la impotencia le gane a la voluntad y la
desidia a las convicciones.
Los dueños de
la política, esos que hicieron de esta actividad su espacio propio, ese lugar
desde el cual someten a todos intentando convencerlos de que están ahí, en esa
situación de mando, por la voluntad de los más, trabajan con ahínco y
perfeccionan a diario esta idea de miedo.
Por eso
intentan amedrentar, intimidar, asustar. El arte que conocen es ese, el de
mantener a raya a la sociedad para que no se anime a desconocer ese poder que
usan atemorizando a todos, imponiendo miedo y no respeto.
Ellos conocen
este juego hasta en sus más mínimas expresiones. Saben del desencanto de la
sociedad con sus decisiones. Conocen también el desprestigio que los rodea como
clase dirigente.
Pero también
entienden que para que ese poder siga vigente, la estrategia es evitar que los
valientes triunfen. Por eso, de tanto en tanto, eligen alguna víctima, para
desplegar sus armas y disuadir a los que se animan.
Su poder no se
sostiene sobre la autoridad que le confieren sus cualidades, conocimiento o talento, y mucho menos la que
proviene de su integridad personal. Se les teme por lo que pueden hacer con el
poder que disponen.
Una de las
tantas herramientas que han desarrollado para aplicar sus perversas
habilidades, es ocuparse de que la sociedad sienta culpa. Han hecho un culto de
esta forma de hacer política y ejercer el poder.
La tarea
consiste en que los ciudadanos de a pie, sientan que han cometido algún error
en sus vidas, de orden legal, empresarial social y hasta íntimo.
Esquivar algún
impuesto, haber recibido un favor estatal, tener un emprendimiento con cierta
precariedad, contraer una deuda, haber pasado por tribunales, aunque sea como
testigo, o porque no cometer el pecado de ganar mucho dinero y no contribuir
con los humildes. A veces inclusive caen en aquello de hostilizar con
cuestiones de la vida privada. Todo sirve para poner fuera de juego a los
críticos, a los peligrosos, a los que son una amenaza para la continuidad de
sus negocios políticos y económicos.
Se han
especializado en esto de invalidar a los rebeldes recurriendo a lo que sea. Son
muy buenos en ese esquema. Tienen los medios del Estado, cuentan con la
información precisa y sobre todo no tienen escrúpulo alguno, ni mínimo código
moral, para disponer de lo que sea y usarlo sin remordimiento alguno cuando de
sus fines se trata.
Pero en
realidad, todo eso que parece estar a su favor, se transforma en realmente
importante solo cuando los ciudadanos, acompañan ese juego.
El temor al
escrache, a la represalia del poder, a perder dinero u oportunidades por decir
lo impropio, hace que los mas se llamen a silencio.
Dicen en
privado lo que no se animan a repetir en público. Critican al poder pero no se animan
a enfrentarlo en el terreno apropiado y concluyen haciendo lo que los poderosos
esperan. El silencio y el manso repliegue.
En realidad,
el arma de quienes imponen estas reglas, no es como parece, su supuesto poder,
la información, los medios económicos y recursos del Estado. Su poder radica en
nuestro temor. Es eso lo que los hace fuertes. No es lo que puedan decir o
hacer, sino como impacta esa posibilidad en nuestras vidas cotidianas. Y en
esto pasa a tener un rol clave, la comodidad, esa que nos hace aferrarnos al
presente por el pánico que nos genera la incertidumbre del futuro.
Los héroes,
esos que hicieron lo adecuado, lo necesario, los que se expusieron a todo,
inclusive perdiendo las más de las veces, no midieron los pasos. Solo hicieron
lo que sentían que tenían que hacer. Muchos de ellos perdieron mucho, inclusive
sus vidas en el intento. Pero dieron la batalla, y gracias a ellos muchos hoy
gozamos de cierta libertad, pero por sobre todo de un ejemplo a seguir.
No se trataba
de seres humanos extraordinarios, sino justamente de seres ordinarios, cuya
diferencia era que estaban dispuestos a hacer lo correcto, sin poner excusas
mundanas, argumentos pobres desde lo intelectual, o supuestas cuestiones
superiores que impidieran obrar en consecuencia.
A riesgo de
repetir la frase, nunca más pertinente aquella que una película inmortalizara
cuando el protagonista dijera “lo difícil no es hacer lo correcto. Lo difícil
es saber qué es lo correcto. Cuando se sabe que es lo correcto, hacerlo es
inevitable”.
Los poderosos
lo son, no solo por ese arsenal que disponen de un modo ilegitimo cuando se
apropian del Estado, sus dineros y recursos. Son poderosos, porque han quebrado
moralmente a los ciudadanos, haciéndolos claudicar en sus convicciones,
rendirse, resignarse, invirtiendo los roles.
Son ellos los
que imponen esas reglas a los ciudadanos que le han delegado ese poder
transitoriamente para administrarlo con equidad y criterio. Son los gobernantes
quienes deberían rendir cuentas y tener temor.
En realidad lo
tienen. Saben que cuando la sociedad despierta, su poder artificial de
gobernantes a préstamo, se esfuma. Por eso se esmeran en asustar, en intimidar,
en arrinconar a los ciudadanos.
El miedo es la
matriz con la que gobiernan. Sin ella estarían dando explicaciones como
corresponde. Pero es un papel que les queda incómodo y no les sirve a sus
perversos objetivos.
Buena parte de
esto pasa porque los ciudadanos bailamos a su ritmo. Hacemos lo que la política
espera de nosotros, somos funcionales. Hay que intentar comprender la dinámica.
Son ellos los que deben temer a los ciudadanos y no los ciudadanos al poder.
Para eso hace falta coraje, sentido de la libertad y sobre todo, una alta dosis
de dignidad. El primer paso es entenderlo, para que luego podamos estar
dispuestos a enfrentar de modo personal e indelegable, esta decisión de
animarnos a perder el temor.
albertomedinamendez@gmail.com
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