El juicio político con que fue
depuesto la semana pasada el presidente de Paraguay Fernando Lugo, que tantas
reacciones adversas ha provocado en América Latina, debería verse, creo yo,
como un ejerciciodemocrático y celebrarse como un síntoma de salud y robustez
institucionales en esa nación sudamericana. Uno de los países más pequeños y
pobres del continente, que padeció una dictadura militar durante tantos años,
nos viene a dar una lección del buen funcionamiento de la democracia y muchos
no lo aprecian. ¡Qué lástima!
No encuentro pertinente entrar
a discutir si Fernando Lugo era responsable de los hechos que le imputaron ni
si esos hechos fueron no más que una circunstancia accidental que sus enemigos
aprovecharon para derrocarlo. Eso sería materia de otra reflexión. Me detengo,
admirado, a ver que un Congreso hace uso de sus facultadesconstitucionales para
destituir a un presidente y lo consigue, si bien con excesiva celeridad. Esta
movida parlamentaria que depone a un líder es sana por su naturaleza intrínseca,
ya que en ese líder, por democráticamente electo que haya sido, por su sola
singularidad y papel, siempre se esconde la semilla de un déspota. Ese es el
lado oscuro del sistema presidencialista, culpable, como ninguna otra cosa, de
la caterva de dictadores que hemos padecido en esa América que Martí llamó
“nuestra”.
Los otros presidentes –que ven
con razón en este derrocamiento político un precedente y una amenaza para sus
poderes– han convertido un acontecimiento interno en un escándalo internacional,
sobre todo esa banda de Chávez, Correa, Morales, Fernández de Kirchner y
Ortega, que parecen salidos de un burdel de compadritos y quienes, mediante la
agitación popular, se han dedicado a fortalecer la administración ejecutiva,
concentrada en sus crapulosas personas, en detrimento de la representación
colectiva de sus parlamentos.
Lo que ha ocurrido en Asunción
en días pasados es, ni más ni menos, que un nuevo episodio de un conflicto
milenario, el mismo que enfrentó a César con el Senado romano, en el cual un
poder colegiado –y, por esa sola condición, más legítimo que el que se encarna
en un solo individuo– se empeña en imponer sus prerrogativas.
De ahí por qué importe poco si
había o no suficientes motivos para deponer a Lugo, que estaba casi al término
de su mandato. El Congresosintió esa necesidad política y se valió de sus
facultades para satisfacerla. Yo lo veo como un modo de flexionar los músculos
del sistema democrático, de poner en función una autoridad de la que se
dispone, aunque esto tenga la consecuencia de excluir de su cargo a una persona
honesta –que no sé si es el caso de este presidente. Se trata, en último
término, del ejercicio de unos mecanismos, que se han respetado
escrupulosamente aunque los fines puedan considerarse interesados.
Yo creo que si algo debieran
hacer las instituciones parlamentarias y jurídicas del resto de los países
latinoamericanos, en lugar de sumarse a las críticas que ahora emanan de sus
casas presidenciales, es tomar lo sucedido en Paraguay como una clase magistral
y prestarle mayor atención a los recursos que el Estado de derecho les brinda
para neutralizar, someter y deponer a sus ejecutivos. Es de desear que
enAmérica Latina –y en todas partes– haya parlamentos más fuertes y presidentes
más débiles, cuyas agendas, de cualquier color, se vean cada vez más
supeditadas a los colectivos políticos que representan de manera más equitativa
la voluntad del pueblo.
Los caudillos suelen salir con
mucha más facilidad del liderazgo individual que de los organismos colectivos;
por eso, cuando estos últimos utilizan los instrumentos de la ley para sujetar,
controlar e incluso humillar a uno de los primeros, un corazón demócrata sólo
puede sentirse movido a aplaudir. El mundo anda mejor cuando suceden estas
cosas.
© Echerri 2012
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