Se ha vuelto políticamente correcto tildar a casi cualquier
remoción de un presidente como un “golpe de Estado”. Solo de esta manera se
explica la reacción impulsiva de los medios, de gobiernos y de organizaciones
internacionales ante la destitución de Lugo en Paraguay. La otra cara de esta
corrección política es que cuando un presidente violenta el orden
constitucional, todos los anteriormente mencionados guardan un silencio
sepulcral.
Esta corrección política distingue entre los golpes buenos y los
golpes malos. Personificando esta condena selectiva a los golpes está nuestro
presidente, quien no solo apoyó el golpe de Estado contra Lucio Gutiérrez en el
2005, sino que se unió al gobierno que surgió de ese golpe como ministro de
Economía.
Lo que ocurre en América Latina es que nos hemos vuelto tan
presidencialistas que cuando una nación, Paraguay en este caso, hace uso del
juicio político –un mecanismo provisto en varias constituciones para imponer
disciplina a quien ostenta el poder Ejecutivo– la mayoría ve un “golpe”. Esta
sospecha, cuando no condena, del juicio político ocurre precisamente en una
región donde la conducta de los presidentes no ha sido precisamente respetuosa
a los límites constitucionales.
Pero los paraguayos están vacunados en contra de los abusos
presidenciales ya que sufrieron bajo la dictadura de Alfredo Stroessner durante
35 años. Así se explica que la Constitución democrática de 1992 contenga varias
provisiones para limitar el poder Ejecutivo. Una de ellas es el poder, bastante
amplio por cierto, concedido al Congreso para remover al presidente “por mal
desempeño de sus funciones” (artículo 225). Así que el juicio contra Lugo podrá
haber sido veloz e incluso injusto, pero de ninguna manera inconstitucional.
Las garantías al debido proceso que exigen un coro de
presidentes agrupados en organismos como Unasur y la OEA –garantías que varios
de estos gobiernos no conceden a sus ciudadanos– no se aplican en este caso, ya
que cuando se trata de juicios políticos, la Constitución paraguaya deja en
manos del Congreso decidir los plazos. Luis E. Chase Plate, de la Universidad
Nacional de Asunción, indica que “El juicio político es un instrumento de la
Constitución paraguaya… cuya fuente es el ‘impeachment’ del sistema
constitucional norteamericano. No es un juicio judicial, sino uno de los
controles esenciales del Parlamento sobre los actos de los miembros del poder
Ejecutivo y de los ministros de la Corte Suprema de Justicia”. El juicio
político es una herramienta esencial en una república, todavía más importante
si la república tiene un sistema presidencialista. James Madison, uno de los
autores de la Constitución de Estados Unidos, lo consideraba esencial para
evitar que surja un monarca de las urnas.
Naturalmente, estos límites al poder del Ejecutivo son difíciles
de aceptar para varios presidentes latinoamericanos que actúan como monarcas
electos, pretendiendo intervenir con Unasur y Mercosur en los asuntos internos
de Paraguay. El profesor Chase Plate señala que están invocando dos tratados
que no están vigentes en su país: (1) el protocolo adicional al Tratado
Constitutivo de la Unasur llamado Compromiso con la democracia, y, (2) el
Compromiso con la Democracia en el Mercosur o Ushuaia II. Ambos fueron
suscritos por Lugo, pero nunca fueron ratificados por el Congreso paraguayo
porque muchos congresistas consideraban que hubiesen dejado a Paraguay muy
vulnerable ante un bloqueo por parte de los gobiernos vecinos.
gcalderon@cato.org
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