“Creo que las parejas del mismo sexo tienen que poder casarse”. La frase, disparada sorpresivamente por Barack Obama, recalentó el escenario electoral estadounidense. Ni lerdo ni perezoso, el aspirante republicano Mitt Romney recogió el guante: “El matrimonio en sí mismo es una relación entre un hombre y una mujer”. A partir de esas dos formulaciones, los comicios presidenciales de noviembre dirimirán no solo una confrontación entre dos candidatos, sino entre sendas visiones culturales opuestas sobre la sociedad norteamericana.
De inmediato, florecieron las interpretaciones sobre la audacia del gesto de Obama. Curiosamente, tanto los partidarios del mandatario como sus detractores lucían igualmente contentos. Los primeros sostienen que esta afirmación de principios servirá para movilizar a un sector del electorado demócrata que no está satisfecho con la Casa Blanca. Los segundos dicen que Romney capitalizará sin dificultades la totalidad del voto religioso.
La mayoría de los expertos son más cautelosos. En su evaluación, gravita que las encuestas muestran una diferencia a favor del matrimonio gay, más acentuada entre los jóvenes. Pero el sí y el no tienen porcentajes muy distintos según los estados. En la interpretación de los analistas, los comicios se decidirán en doce de los cincuenta estados de la Unión, ya que los otros 38 estados ya tendrían un ganador asegurado. La cuestión entonces residiría en determinar de qué manera el debate instalado por Obama puede incidir en los estados en disputa.
Hasta ahora, el matrimonio gay está prohibido en treinta estados y legalizado en siete. La legalización está también en camino en otros dos: Washington y Maryland. Cinco estados permiten las uniones civiles. Los demás no tienen prescripción legal sobre el tema. Esta semana, en una consulta popular, Carolina del Norte rechazó la implementación de una iniciativa semejante.
Algunos críticos de Obama deslizan que este giro presidencial obedece a la intención de reducir la importancia que en la agenda pública tiene la economía y de abrir un frente de debate más redituable para los demócratas. Hay que subrayar que más allá de la polémica moral, la legalización del matrimonio gay está enraizada en dos ideas fundacionales de la sociedad norteamericana: la libertad individual y el respeto a los derechos de las minorías. La iniciativa está planteada como la coronación de la larga lucha por los derechos civiles.
El antecedente de Bush
Curiosamente, hace ocho años Kart Rove, el principal asesor de George W. Bush, aplicó una estrategia similar, pero con un signo ideológicamente inverso: la exitosa campaña reeleccionista de 2004 se basó en la defensa de los valores de la familia tradicional y la oposición a la legalización del aborto.
Rove contradijo a otros asesores de Bush, quienes le sugerían un mensaje más moderado para atraer al electorado independiente. Para Rove, el carácter voluntario del voto establecido en el sistema legal norteamericano hacía que la prioridad central para los republicanos fuera movilizar masivamente al electorado evangélico, como efectivamente ocurrió.
Esa experiencia ratificó el hecho de que en Estados Unidos los candidatos para vencer tienen que convencer. Porque los no convencidos simplemente no votan. Con ese criterio, Obama busca volver a cautivar a un segmento del electorado “progresista” que lo votó en 2008 pero está disconforme con su gestión, con la bandera de una gran batalla cultural contra los valores conservadores.
Lo cierto es que en el bando republicano, este desafío de Obama parecería calzar como anillo al dedo a Romney, un candidato que viene de derrotar en las elecciones primarias a rivales ultraconservadores como Rick Santorum y Newt Gingrich, y que tenía ante sí la dificultad de que antes de salir a buscar el voto independiente estaba forzado a asegurarse el apoyo de la derecha republicana, influida por la prédica radicalizada de los grupos religiosos y del Tea Party.
Resulta absolutamente previsible que, en función del crucial reto plantado por Obama, la derecha religiosa depondrá sus objeciones al “centrismo” de Romney y sus prevenciones por su condición de mormón, para encolumnarse detrás de él en una “guerra santa” contra Obama.
La coalición “religiosa”
No es una cuestión menor. El pueblo estadounidense es visceralmente religioso. Las encuestas indican que el 93% de los norteamericanos cree en la existencia de Dios. Es un porcentaje de creyentes muy superior al que registran los sondeos de opinión en los países de Europa Occidental. Los índices de rezo en los hogares y de participación en los oficios religiosos son extraordinariamente elevados y nada indica que tiendan a descender.
El laicismo norteamericano, a diferencia del europeo, no fue concebido para extirpar la influencia de la religión sobre el Estado, sino -exactamente al revés- para evitar la intromisión estatal en la esfera religiosa. El dólar es la única moneda del mundo que lleva estampado el axioma “In God we trust”.
Esta profunda religiosidad se manifiesta en una multiplicidad de confesiones que conviven en perfecta armonía. Pero en términos estrictamente políticos, con las aisladas excepciones locales de la influencia de la comunidad judía en Nueva York y de los mormones en el pequeño estado de Utah, está concentrada en dos grandes vertientes: las iglesias evangélicas, que constituyen la matriz mayoritaria de la religiosidad estadounidense y la Iglesia Católica, en franco crecimiento.
Históricamente, los grupos evangélicos fueron mayoritariamente republicanos. El Partido Demócrata, tradicional representante de las minorías étnicas, religiosas y culturales, recibía en cambio el apoyo de los católicos, en su inmensa mayoría descendientes de italianos e irlandeses y últimamente cada vez más marcados por la explosión demográfica de la población de origen hispano.
Pero esa ecuación está cambiando. Los católicos estadounidenses, que antes se consideraban socialmente marginados, se sienten cada vez más integrados al tronco de la sociedad. Dejaron de considerarse a sí mismos como una minoría necesitada de protección. Tienden, por ello, a deslizarse progresivamente hacia el bando republicano.
Por otra parte, la comunidad de valores entre católicos y evangélicos generó un bloque unificado en las cuestiones más urticantes.
Santorum y Gingrich fueron dos precandidatos conservadores de origen católico que cosecharon el respaldo de los evangélicos, que esta vez no tuvieron ningún postulante de fuste en la contienda republicana.
La mayoría de los expertos son más cautelosos. En su evaluación, gravita que las encuestas muestran una diferencia a favor del matrimonio gay, más acentuada entre los jóvenes. Pero el sí y el no tienen porcentajes muy distintos según los estados. En la interpretación de los analistas, los comicios se decidirán en doce de los cincuenta estados de la Unión, ya que los otros 38 estados ya tendrían un ganador asegurado. La cuestión entonces residiría en determinar de qué manera el debate instalado por Obama puede incidir en los estados en disputa.
Hasta ahora, el matrimonio gay está prohibido en treinta estados y legalizado en siete. La legalización está también en camino en otros dos: Washington y Maryland. Cinco estados permiten las uniones civiles. Los demás no tienen prescripción legal sobre el tema. Esta semana, en una consulta popular, Carolina del Norte rechazó la implementación de una iniciativa semejante.
Algunos críticos de Obama deslizan que este giro presidencial obedece a la intención de reducir la importancia que en la agenda pública tiene la economía y de abrir un frente de debate más redituable para los demócratas. Hay que subrayar que más allá de la polémica moral, la legalización del matrimonio gay está enraizada en dos ideas fundacionales de la sociedad norteamericana: la libertad individual y el respeto a los derechos de las minorías. La iniciativa está planteada como la coronación de la larga lucha por los derechos civiles.
El antecedente de Bush
Curiosamente, hace ocho años Kart Rove, el principal asesor de George W. Bush, aplicó una estrategia similar, pero con un signo ideológicamente inverso: la exitosa campaña reeleccionista de 2004 se basó en la defensa de los valores de la familia tradicional y la oposición a la legalización del aborto.
Rove contradijo a otros asesores de Bush, quienes le sugerían un mensaje más moderado para atraer al electorado independiente. Para Rove, el carácter voluntario del voto establecido en el sistema legal norteamericano hacía que la prioridad central para los republicanos fuera movilizar masivamente al electorado evangélico, como efectivamente ocurrió.
Esa experiencia ratificó el hecho de que en Estados Unidos los candidatos para vencer tienen que convencer. Porque los no convencidos simplemente no votan. Con ese criterio, Obama busca volver a cautivar a un segmento del electorado “progresista” que lo votó en 2008 pero está disconforme con su gestión, con la bandera de una gran batalla cultural contra los valores conservadores.
Lo cierto es que en el bando republicano, este desafío de Obama parecería calzar como anillo al dedo a Romney, un candidato que viene de derrotar en las elecciones primarias a rivales ultraconservadores como Rick Santorum y Newt Gingrich, y que tenía ante sí la dificultad de que antes de salir a buscar el voto independiente estaba forzado a asegurarse el apoyo de la derecha republicana, influida por la prédica radicalizada de los grupos religiosos y del Tea Party.
Resulta absolutamente previsible que, en función del crucial reto plantado por Obama, la derecha religiosa depondrá sus objeciones al “centrismo” de Romney y sus prevenciones por su condición de mormón, para encolumnarse detrás de él en una “guerra santa” contra Obama.
La coalición “religiosa”
No es una cuestión menor. El pueblo estadounidense es visceralmente religioso. Las encuestas indican que el 93% de los norteamericanos cree en la existencia de Dios. Es un porcentaje de creyentes muy superior al que registran los sondeos de opinión en los países de Europa Occidental. Los índices de rezo en los hogares y de participación en los oficios religiosos son extraordinariamente elevados y nada indica que tiendan a descender.
El laicismo norteamericano, a diferencia del europeo, no fue concebido para extirpar la influencia de la religión sobre el Estado, sino -exactamente al revés- para evitar la intromisión estatal en la esfera religiosa. El dólar es la única moneda del mundo que lleva estampado el axioma “In God we trust”.
Esta profunda religiosidad se manifiesta en una multiplicidad de confesiones que conviven en perfecta armonía. Pero en términos estrictamente políticos, con las aisladas excepciones locales de la influencia de la comunidad judía en Nueva York y de los mormones en el pequeño estado de Utah, está concentrada en dos grandes vertientes: las iglesias evangélicas, que constituyen la matriz mayoritaria de la religiosidad estadounidense y la Iglesia Católica, en franco crecimiento.
Históricamente, los grupos evangélicos fueron mayoritariamente republicanos. El Partido Demócrata, tradicional representante de las minorías étnicas, religiosas y culturales, recibía en cambio el apoyo de los católicos, en su inmensa mayoría descendientes de italianos e irlandeses y últimamente cada vez más marcados por la explosión demográfica de la población de origen hispano.
Pero esa ecuación está cambiando. Los católicos estadounidenses, que antes se consideraban socialmente marginados, se sienten cada vez más integrados al tronco de la sociedad. Dejaron de considerarse a sí mismos como una minoría necesitada de protección. Tienden, por ello, a deslizarse progresivamente hacia el bando republicano.
Por otra parte, la comunidad de valores entre católicos y evangélicos generó un bloque unificado en las cuestiones más urticantes.
Santorum y Gingrich fueron dos precandidatos conservadores de origen católico que cosecharon el respaldo de los evangélicos, que esta vez no tuvieron ningún postulante de fuste en la contienda republicana.
La discusión más apasionante del siglo XXI girará en torno del sistema de valores en que habrá de asentarse la nueva sociedad mundial surgida de la revolución de las comunicaciones y la globalización de la economía. El hecho de que la elección presidencial norteamericana adelante ese debate cultural revela la vigencia de la definición acuñada por el pensador francés Alexis de Tocqueville, quien en su clásico libro “La democracia en América”, en 1835, señaló: “No es que Estados Unidos sea el futuro del mundo. Lo que sucede es que Estados Unidos es el lugar del mundo adonde el futuro llega primero”.
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