El nuevo Presidente francés desea emular
a Mandrake. Así como el famoso mago
realiza prodigios con sólo decir “abracadabra”, Monsier Hollande pronuncia su
conjuro: ¡crecimiento!. El político galo parece convencido de que la economía
funciona mediante sortilegios, y el suyo arremete contra un etéreo e inasible
mal: la austeridad. Con pasmoso desdén hacia los riesgos y jugando con fuego,
Hollande empuja a Alemania a asumir las deudas de Europa y pagarlas imprimiendo
dinero y acelerando la inflación, violando así la Constitución alemana y el
reglamento de su banco central (Bundesbank).
¿Pero de qué austeridad puede hablarse
en Francia, Inglaterra, o España, por ejemplo? El gasto público francés aumentó
en 33.4 millardos de dólares entre 2009 y 2010, añadiendo 29.5 millardos
adicionales en 2011 y alcanzando en total el 56 por ciento del PTB. Lo que
desea Hollande es gastar más, para lo cual aspira subir los impuestos a 75 por
ciento a quienes ganan más de 1.3 millones de dólares al año y acrecentarlo a
las corporaciones. Como ha dicho la economista
Veronique de Rugy, “si esta es una política pro-crecimiento, entonces el
aliento con aroma de ajo es pro-romántico”.
La mencionada experta explica que el
coro de los demagogos, que hablan de crecimiento como si se tratase de un
teatro de prestidigitación, ignoran que
donde los gastos han sido de veras reducidos el recorte ha sido pequeño en
relación con la magnitud del problema. De paso, como en Francia, las reformas
estructurales prometidas en el mercado de trabajo y el tamaño de la burocracia
no se han llevado a cabo. Por otro lado, en la medida que los declinantes
países europeos han concretado alguna austeridad, la misma ha consistido en
aumentar impuestos y no en minimizar el gasto.
En Gran Bretaña el gasto público
ascendió igualmente en 50 millardos de dólares el pasado año, y no ha ocurrido
reforma alguna del quebrado sistema de pensiones. Al contrario, el gobierno
aumentó los impuestos a las ganancias y al seguro social, y también subió el
IVA, en conjunción con otras cargas. En cuanto a España e Italia, la retórica
es allí casi siempre más elocuente que los actos, y las reformas necesarias
para reducir el peso del gasto y abrir espacios para la inversión reproductiva
marchan a paso de tortuga.
Las teorías económicas estatistas y
socialistas, con su mezcla de confusión, banalidad y fantasía, han hecho un
daño inmenso al viejo continente. Las nuevas generaciones europeas, hoy presas
del pánico ante el futuro, fueron educadas en el marco de Estados de bienestar
que les enseñaron a esperarlo todo de los gobiernos. La libertad individual y
los mercados han sido gradualmente asfixiados por una filosofía social errada,
dirigida a complacer a electorados que acabaron por creer en un quimérico
paraíso secular, que les garantizaría seguridad económica desde la cuna a la
tumba. La cultura de los “derechos” a todo se hizo un dogma inquebrantable, y
se perdió de vista que no hay nada fijo e inmutable en la historia, excepto que
somos mortales.
Llegó la hora del ajuste de cuentas,
hacia el que también se dirige a su modo Estados Unidos. Europa debería
abandonar la pesadilla del Euro y retornar a un mercado común de bienes,
servicios y trabajo, sin moneda única. Quizás es demasiado tarde para hacerlo
de manera ordenada y el desenlace será muy costoso. Pero la tragedia griega no
tiene otra salida que el retorno a una moneda propia. Alemania no va a echarse
a Europa sobre los hombros, e Italia, España, Irlanda, y hasta Francia,
requieren respirar.
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