En el año 2005, el diario The Wall Street Journal caracterizaba a la Argentina como un país que hacía las veces de “refugio para terroristas”. En el año 2012, el martes pasado, una bomba fue hallada escondida en el teatro Gran Rex de Buenos Aires, programada para explotar el jueves mediante un mecanismo de activación por teléfono celular, cuando el ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe, ofreciera allí una conferencia abierta al público.
¿Existe relación entre aquella denuncia que hiciera el diario norteamericano hace siete años y lo que sucedió esta semana? ¿Hasta qué punto puede ser cierto que la Argentina sea un lugar de fácil movilidad para el terrorismo? ¿O puede haberse tratado en puridad de una ingeniosa operación política para frustrar la convocatoria del estadista colombiano?
Si bien hasta el momento no se tienen respuestas certeras a ninguna de estas incógnitas, y de hecho existen opiniones encontradas entre el juez Norberto Oyarbide y la Policía Federal respecto al poder destructivo del artefacto, lo que interesa desde esta columna es reflexionar sobre la relación que sí existe entre un hecho como el del Gran Rex y la prédica gubernamental condescendiente con el terrorismo desde el 2003 a la fecha.
Digámoslo sin pelos en la lengua, porque ellos nunca los han tenido tampoco: el kirchnerismo se intentó posicionar a partir de sus inicios como la corriente política heredera de las organizaciones armadas de los años `70 y ciertamente lo han logrado.
En efecto, reivindicaron la lucha que éstas emprendieron contra la democracia y despreciaron hasta borrar de la historia a sus víctimas; homenajearon a sanguinarios terroristas en el denominado “Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado” (donde tienen una placa de homenaje los asesinos del Cnl. Larrabure por ejemplo) y los invocaron como arquetipos del civismo y las “buenas causas”; colocaron a ex miembros de Montoneros y ERP en funciones públicas y reabrieron las causas judiciales contra quienes los combatieron; beneficiaron a terroristas extranjeros, como Jesús Lariz Iriondo de ETA o Sergio Apablaza del MIR, permitiendo que continuaran refugiados en el país al negar la extradición, y miraron a un costado en lo que respecta a los terroristas locales en potencia (armados y uniformados) que se instalaron en el norte de la Argentina bajo las órdenes de Milagro Sala nadie sabe muy bien para qué; nos impusieron a Hebe de Bonafini como “madre de todos los argentinos”, mientras ella y su organización homenajeaban públicamente a las FARC, defendían a los terroristas de la ETA y, según Shoklender, guardaban arsenales enteros y solicitaban entrenamientos a la narcoguerrilla; le hicieron creer a un grupo de jóvenes que están llamados a ser los Montoneros (versión paródica por supuesto) del Siglo XXI y los denominaron “La Cámpora”. La lista es interminable.
Lo que ocurrió el martes en el Gran Rex, independientemente de los pormenores que con el pasar de los días se vayan develando, es la consecuencia esperable de un caldo que viene cultivándose desde hace varios años ya. Un país que, lejos de tomar posiciones de expreso y claro rechazo al terrorismo, manifiesta por el contrario sus simpatías para con la violencia como argumento de lo político, invita ciertamente a que hechos de esta naturaleza ocurran en su territorio.
Por el momento, nadie alzó la voz ni la alzará. La gente cree tener cosas más importantes de las que preocuparse, y todo sigue igual. La bomba no estalló y Uribe pudo hablar, aunque con escasa concurrencia por el lógico miedo de la gente. Pero una pregunta queda sobre la mesa, sin respuesta: ¿Y si el explosivo (altamente destructivo o de reducido alcance) hubiera estallado?
(*) Tiene 23 años y es autor del libro “Los mitos setentistas”.
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@agustinlaje
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