Este discurso fue pronunciado el 11 de abril de 2012 durante el acto de recepción del Premio Julián Marías 2011 a la categoría de investigadores menores de 40 años.
Es para mí todo un
honor recibir este premio Julián Marías 2011 para investigadores del ámbito de
las ciencias sociales menores de 40 años. Y lo es especialmente en unos
momentos tan señalados y críticos como los que actualmente estamos atravesando.
No en vano, el tema en el que he focalizado la gran mayoría de mis
investigaciones y merced al cual he recibido el presente premio ha sido la
teoría de los ciclos económicos, inserta ésta en la tradición liberal de la
Escuela Austriaca de Economía, es decir, en los descubrimientos científicos que
a lo largo de siglo y medio han edificado gigantes intelectuales tales como
Carl Menger, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Ludwig Lachmann y, en España,
mi apreciado mentor el profesor Jesús Huerta de Soto.
Es difícil
comprimir en tan sólo unos minutos todas las contribuciones que este riquísimo
marco teórico permite aportar a la muy complicada coyuntura actual, pero sí me
gustaría compartir con ustedes dos de sus conclusiones centrales.
La primera es que
la actual crisis económica no es fruto ni del mercado, ni de la desregulación,
ni de la especulación, ni de la codicia, ni de la desigualdad, ni de una
pérdida de valores, ni del euro, ni de la sobreexplotación ecológica del
planeta. No, la actual crisis tiene unas causas muy bien tasadas: el excesivo
intervencionismo estatal en el sector financiero, materializado en toda una
serie de privilegios hacia la banca que le han permitido durante años expandir
el crédito muy por encima del ahorro realmente existente en una sociedad. La
respuesta frente a esa lacra que representa la recurrencia de los ciclos de
auge artificial y depresión profunda que abaten al capitalismo desde hace
décadas no pasa ni por intervenir ni por regular todavía más el mundo
financiero, sino por someter a la banca a la competencia del mercado despojada
de todos los privilegios que suponen la existencia de los bancos centrales
monopolísticos, el dinero fiduciario inconvertible y los rescates estatales
indiscriminados. No más Estado y menos mercado sino al revés: más libertad, más
competencia y menos privilegios; en suma, más mercado y menos Estado.
La segunda
reflexión que me gustaría transmitirles es que la solución a la crisis actual
no pasa ni por impulsar el consumo, ni por estimular el gasto público, ni por
subir los impuestos, ni por incentivar un mayor volumen de endeudamiento basado
en tipos de interés artificialmente bajos, ni por abandonar el euro para poder
devaluar nuestra divisa a placer, ni por crear ineficientes industrias y bancos
públicos, ni por mantenerlas rigideces regulatorias de los mercados que
bloquean la movilidad de los factores productivos. Al contrario, lo que
necesitamos es un volumen muchísimo mayor de ahorro privado y público que,
primero, les facilite a familias, empresas y bancos reducir su asfixiante
endeudamiento y sanear su situación financiera; y, segundo, les permita a los
empresarios más perspicaces de nuestro país ejecutar las oportunidades de
inversión que vayan descubriendo en unos mercados mucho más libres que los
actuales y que tomen la forma de nuevas industrias que sí generen realmente
riqueza y que remplacen a ese cementerio de elefantes que era y sigue siendo el
ladrillo. Lejos de posponer indefinidamente los ajustes y la austeridad que
necesitamos con urgencia desde hace años, tal como han hecho hasta el momento
los gobiernos de todo signo político, debemos acelerarlos y profundizar en
ellos sin vacilación. Como en el caso anterior, la solución a la crisis no pasa
por más desnortado intervencionismo de corte keynesiano, sino por más mercado y
muchísimo menos Estado.
Desafortunadamente,
estas dos contribuciones centrales de la ciencia económica al análisis de las
crisis financieras suponen toda una afrenta contra el pensamiento estatista que
ha colonizado a las sociedades y a la clase política occidental en el último
siglo, tan renuentes ambas a dejar de gastar el dinero del prójimo y de
teledirigir sus libertades. Por ello, lo más previsible es que no sólo no sean
escuchadas, sino que incluso se termine avanzando en la dirección opuesta a las
mismas, por mucho que esa obcecación anticientífica sólo nos conduzca, a corto
plazo, a alargar innecesaria y dolorosamente la actual crisis y, a largo plazo,
a seguir padeciendo los ciclos económicos maniacodepresivos que tantas
penalidades y empobrecimiento generalizados provocan.
A los economistas,
en medio de esta adversa coyuntura, sólo nos queda la amarga tarea de seguir
repitiendo estas verdades básicas aun cuando casi nadie quiera escucharlas y
aun cuando, de hecho, se nos critique por no aportar soluciones válidas contra
los problemas que afectan al ciudadano. Al final, sin embargo, por la fuerza de
la virtud o por la virtud de la fuerza, no cabrá otra alternativa que, cual
gravitacional ley, darles la consideración que se merecen… a pesar de la
frontal oposición de cuantos se niegan a abandonar el mundo del despilfarro
redistributivo, el crédito barato, el Estado niñera, las redes clientelares y
los privilegios regulatorios. Muchas gracias a todos.
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