Democracia se ha convertido en una de esas palabras-ídolo que
prácticamente todas las corrientes ideológicas y todos los sectores políticos
reclaman como propia. ¿Quién que esté en búsqueda de un poco de poder político
osaría hoy en definirse a sí mismo como enemigo del ideal democrático? ¡Hasta
los castristas alegan que en la dictadura cubana impera una “democracia” (aún
cuando ya han pasado más de cincuenta años desde las últimas elecciones)
mientras que la URSS en el siglo pasado definía su sangriento totalitarismo
igualitarista como “democracia popular”!
La democracia es el sistema político que, en resumidas cuentas, otorga al
individuo libertad política permitiéndole elegir a sus representantes o ser
elegido por sus pares como tal, y al mismo tiempo, lo habilita para acabar
pacífica y sanamente con una gestión de gobierno que considere perjudicial.
La percepción generalizada de que la democracia es el sistema político de
gobierno más justo sobre esta Tierra ha provocado que tiranuelos de toda calaña
y variopintos enfermos de poder encuentren en aquella un vocablo atractivo no
por su contenido específico, sino por sus implicancias emocionales en el
pueblo. El manoseo conceptual ha sido, en efecto, una constante por parte de
aquellos que nada tienen que ver con la democracia pero que intentan de
cualquier manera acomodar los significados a su propia conveniencia.
Así las cosas, el ideal democrático se ha ido destiñendo en tal magnitud
como consecuencia de todo esto, que en la actualidad la inmensa mayoría
entiende la democracia en un sentido estrictamente procedimental: ésta comienza
y termina en aquella boleta que introducimos en una urna para expresar nuestra
preferencia política; la mayor cantidad de papelitos consagrará a un ganador
que automáticamente estará habilitado por la mayoría para hacer lo que se le
venga en gana. La utilización desmedida del ya clásico argumento “somos el 54%”
que emplean los kirchneristas frente a todo −literalmente todo−, es un claro
ejemplo de esta forma reduccionista de entender lo democrático.
Pero la visión según la cual la democracia es una suerte de sinónimo de
la “regla de la mayoría”, además de pecar de simplista, supone una
contradicción insalvable: si el cumplimiento de la regla de la mayoría fuese el
único requisito de una democracia, entonces la mayoría podría, por caso,
prescribir legítima y “democráticamente” la muerte de la minoría, lo que
redundaría en la destrucción de la propia regla en cuestión. Sin minoría, el
concepto de mayoría no tiene sentido, pues se es mayoría en tanto exista, por
más reducida que sea, una minoría; y sin mayoría, según el propio criterio
mayoritario, no hay democracia.
De esto último se desprende que la democracia, para sobrevivir a su
propia lógica interna, precisa de límites vinculados al respeto de las minorías
por un lado, y garantías de libertad por el otro. En efecto, sólo en democracia
se puede garantizar libertades políticas, toda vez que ella se erige como el
único sistema donde la voluntad individual de las personas puede expresarse sin
coerción; y sólo bajo un sistema que respete las libertades del individuo puede
haber democracia, toda vez que donde no existe tal respeto, la coerción anula
la posibilidad de cualquier comportamiento democrático y se abren las puertas
al poder desmedido de los gobernantes.
Cuando Aristóteles entendió que la democracia podía ser corrompida y
devenir en “demagogia” si los gobernantes gestionaban en beneficio exclusivo de
sí mismos y de quienes los habían elegido, estaba señalando de manera tácita lo
que acabamos de exponer: que en una democracia existen inexorablemente minorías
pues un gobierno de voluntad unánime es imposible, y que tales minorías han de
ser respetadas para que la democracia no se pervierta.
Si el respeto por las minorías y las libertades individuales son el
primer límite que aparece frente a las mayorías en una democracia, el segundo
límite será la idea de “verdad”.
Un curioso proceso de pereza mental muy común en la actualidad, induce a
asociar aquello que dice u opina la mayoría con aquello que es “verdad”. La
ecuación resulta bastante clara: cuantos más sean los que sostengan determinada
proposición, más cierta ésta se vuelve. La falacia de tal relación se evidencia
en los grandes descubrimientos del hombre, que siempre fueron en contra de las
opiniones mayoritarias.
Que la Tierra era el centro del universo y que el sol, la luna y los
planetas giraban alrededor de ella, era una opinión que sostenía la mayoría por
citar un ejemplo. Tuvieron que llegar minorías para refutar el error
mayoritario, como lo fue Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, que además de
demostrar que la Tierra gira alrededor del sol y que no es el centro del
universo, demostraron también, sin quererlo, que el número no es sinónimo de
razón o verdad.
En virtud de lo analizado, cabe plantearnos lo siguiente: el
kirchnerismo, con su sistemático desprecio a las minorías, su constante
atropello a las libertades individuales y su pretensión evidente de ser dueño
indiscutido la verdad absoluta: ¿es un proyecto verdaderamente democrático?
Saque las conclusiones el lector.
(*) Es autor del libro “Los mitos
setentistas”. ¿Dónde conseguir la segunda edición? Click aquí.
Email del autor: agustin_laje@hotmail.com
La Prensa Popular | Edición 97 | Viernes 13 de Abril de 2012
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El articulo contiene muchas verdades pero no completa el circulo. No hay manera de tener gobierno que no use la coerción. El problem es la institucion misma. Votacion solo produce una dictadura elejida. Solo en los mercados libres se peude decir que las relaciones son voluntarias. Por eso, las funciones de los actuales gobiernos deben de ser entregadas al sector privado y los gobiernos coercivos abolidos.
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