El mundo está cambiando vertiginosamente, pero dicho cambio debe tener
una dirección deseable. Corresponde a la Universidad, la instancia universal
por excelencia, la responsabilidad de señalar destinos, sentidos, rutas y
formas de andar. Y su misión, no puede seguir siendo la de formar
exclusivamente para el empleo profesional.
Las Universidades, Institutos y Colegios
Universitarios y los Centros de Investigación, deben convertirse en el espacio
donde deben debatirse e integrarse toda la variedad de saberes que se producen
en una sociedad, y no sólo aquellos que hasta este momento reconoce como suyos,
es decir, aquellos producidos dentro de su seno o que cumplen con el rigor que
ella establece.
La democratización de la Educación Superior en
Venezuela, en tanto que institución, ha consistido en abrir cupos a través de
la prueba de aptitud académica a una demanda creciente de bachilleres o a la
creación de la misión Sucre y de la Universidad Bolivariana, pero no en abrirse
campo a las demandas de la comunidad, bien sea tanto para dispensar las
soluciones que se le solicitan, como para asimilar las soluciones que la propia
comunidad ha ingeniado.
Aunque algo se ha avanzado en esta materia, la
comunicación es todavía insuficiente y no es tan directa. Las Universidades han
venido realizando notables esfuerzos por comprender y superar las dificultades
pedagógicas de sus estudiantes, y una muestra de ello la tenemos en las
bibliotecas, que están bien nutridas de estudios e investigaciones sobre este
tema ( tesis de grado, trabajos de ascenso, ponencias, etc.), sin embargo, no
se encuentran en la misma cantidad descripciones y explicaciones sobre el
fracaso de los pueblos en vencer los obstáculos que se le presentan y en
superar sus limitaciones.
Aunque parezca paradójico, los venezolanos y
las venezolanas hemos sido eficientes en fracasar y en justificarnos: “la
vinotinto ha sido descalificada para la obtención de la Copa Libertadores, pero
jugamos bien….estamos mal, pero vamos bien”.
La educación formal tradicional, y en gran parte
también la moderna, ha estado orientada fundamentalmente hacia dos direcciones:
1) hacia la adquisición de destrezas y técnicas para entrar en el mundo del
trabajo, y 2) hacia la acumulación de conocimientos. Este ha sido el modelo
social que ha servido de referencia a la educación en general, y de ello no
escapa la Educación Superior. Con base en dicho modelo se diseña el currículo,
se elaboran los planes de estudio y los programas de asignaturas, se incorporan
los contenidos, se deciden las prioridades, etc. Por supuesto, no negamos la
importancia de esta función: LAS UNIVERSIDADES DEBEN FORMAR LOS FUTUROS
PROFESIONALES, pero ellas deben también FORMAR AL CIUDADANO. Por esto, se hace necesaria la modificación
de las políticas y estrategias de la Educación Superior, porque en nuestro
sistema socio-educativo se observa, que el trabajo aparece concebido como una
actividad económica, y como tal se lo relaciona con un balance de utilidad, de
rendimiento o de productividad, y/o con la desutilidad, los costos o las
pérdidas.
Lo cierto es, que por fuerza de la importancia
que le atribuimos a la riqueza material y al consumismo, hemos terminado por
convertirlo en un fin, en un mal necesario. En nuestra cultura, y en el fondo
de nuestra conciencia, el trabajo significa más o menos, la sanción impuesta a
Adán cuando Dios lo expulsó del Paraíso: “Ganarás el pan con el sudor de tu
frente” Así, cuando preguntamos a los estudiantes universitarios respecto a la
función de la Universidad, la gran mayoría responde que se trata, ante todo, de
un establecimiento que prepara “PARA CONSEGUIR UN BUEN TRABAJO” aunque no
faltan consideraciones en torno a que ello no siempre es posible.
Habría que indagar más acerca de si se está
entendiendo “BUEN TRABAJO” como “CANONJÌA “o empleo fácil y bien pagado. De
todos modos, la tendencia es pensar que la Universidad sigue siendo un canal de
movilidad social vertical, y creer además que la formación que ella prodiga
tiene el poder de hacer realidad el sueño. No obstante, a veces nos planteamos
que en Venezuela pareciera ocurrir todo lo contrario, es decir, que un mejor
nivel de formación puede ser una traba para lograr la inserción laboral: nos
cansamos de escuchar: “me gradué de INGENIERO DE SISTEMAS pero no lo refiero en
mi currículum porque estoy metiendo mis papeles para ver si consigo unas horas
como docente en un Tecnológico”.
Los empleos que aparecen en los periódicos o
que se están creando actualmente son, o de muy baja o de muy alta calificación
y en la gran mayoría dependen del amiguismo, del partidismo o del jalajala a
los Jefes. De ahí la proliferación de contrataciones con pago de honorarios
profesionales por horas trabajadas, a destajo o por tiempo parcial como
retribución a la genuflexión patronal.
Por otra parte, la explosión demográfica
universitaria que ha venido caracterizando a nuestro país, no guarda
correspondencia con la estructura del empleo ni con las posibilidades de
absorción de todo este contingente profesional, porque el número de graduados
aumenta más rápidamente que el número de empleos correspondientes.
Tal situación significa un gran sacrificio para
la nación en un momento de enormes dificultades; por una parte se trata de la
inversión pública en la educación, pero por otra parte, del gasto que ello representa
para el interesado. Es un esfuerzo que no siempre se traduce en utilidad, al
menos en el plano profesional Como podemos constatar, esta realidad nos
enfrenta con una cuestión de fondo: aprender….sí, pero ¿aprender para hacer
qué? Si bien esta interrogante no es nueva, en las circunstancias que estamos
viviendo ella representa un verdadero
reto: “O EDUCAMOS PARA EL TRABAJO O EDUCAMOS PARA LA VIDA”
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