Craso error cometen
quienes citan a Maquiavelo para justificar atrocidades nacionales o
internacionales. Decir por ejemplo que “un gobernante debe ser amado y temido
pero es mejor ser temido que amado” sólo puede tener validez en un mundo de
príncipes dispuestos a devorarse las entrañas por un pedazo de poder. Como
muchas de las formuladas por Maquiavelo, es una máxima política
antidemocrática.
Mérito histórico de
Maquiavelo fue haber emancipado el hacer político de determinantes religiosos,
económicos y militares. El Príncipe, en su
virtuosa pluma, era la representación de la política en tiempos en los
cuales no había diferencia entre gobiernos y estados. Luego, si Maquiavelo
resucitara, no elegiría como personificación del poder a ningún Príncipe, entre
otras cosas porque los de hoy sólo aparecen en las “revistas del corazón”. El
tema de Maquiavelo sería quizás “El Presidente”. Aunque en este punto me
asaltan algunas dudas.
El Presidente al igual
que el Príncipe de ayer es un representante del poder, pero se trata de uno muy
mediatizado. Por una parte, el poder ejecutivo es sólo uno entre tres. Por
otra, los asuntos que se refieren a la gobernabilidad no son siempre –valga la
redundancia- los más políticos de la política. No olvidemos que un presidente
democrático es representante de toda la nación y por lo mismo ha de situarse
algo más allá de los antagonismos que caracterizan a la vida política.
Si aceptamos la tesis
de que la política es esencialmente polémica, la figura más política de una
nación no sería entonces la del presidente sino más bien la del candidato. Por
lo demás, todos los presidentes han sido candidatos, y muchos vuelven a serlo
en periodo electoral. Me explicaré:
En periodos electorales
la política es recursada a sus momentos elementales. Las elecciones
presidenciales son, en ese sentido, el momento “agónico” de la política para
después –estoy hablando de naciones normales- ceder el paso a las
negociaciones, a las tareas administrativas y al ejercicio diplomático. Lo
dicho adquiere más validez si se trata de una disputa entre dos opciones. Allí
la nación se divide en dos frentes que durante el periodo electoral aparecerán
como dramáticamente irreconciliables.
Si la política carece
de dramaturgia, languidece. La tesis no es de Carl Schmitt sino de Max Weber.
Con ello quería significar Weber que en la lucha política los cálculos
racionales no juegan un papel primario. Eso no quiere decir que la política es
irracional, pero sí que obedece a una racionalidad distinta a la que conocemos
como “instrumental”. De ahí que un candidato se equivoca si piensa que por
tener un mejor programa, o por poseer mejores cualidades morales que su
adversario, va a ser elegido. No pocos han cometido
ese error y han perdido.
Casi ningún elector, es
mi experiencia, estudia el programa de cada candidatura para después elegir un
candidato como quien compra una nevera. Los elegidos son, en cambio, aquellos
que han logrado despertar interés debido a cualidades mostradas en la arena
política. En ese sentido no hay que olvidar nunca que la política tiene un
carácter antropomórfico.
Nadie niega que la
política puerta a puerta, o largas caminatas por ciudades y campos, son
importantes. Pero si comparamos dichas actividades con el significado que juega
la polémica entre dos adversarios antagónicos, son más bien prácticas
secundarias. Debido a esa razón, si Maquiavelo renaciera, diría a cada
candidato: tu principal trabajo es derrotar al enemigo, y eso significa nunca
hacer como si el enemigo no existiera. Todo lo contrario. No debes desperdiciar
ninguna oportunidad para atacarlo bajo la luz pública de la política.
Toda elección, sobre
todo entre dos candidatos es –obvio- una elección polarizada. Evitar la
polarización es tarea de un gobernante, mas para un candidato puede ser fatal.
Pero polarizar –entendámonos- no significa agredir ni mucho menos insultar,
sino, antes que nada, dejar muy claras las diferencias entre uno y otro. Eso
obliga al candidato a no desentenderse del otro y, en ningún caso a rehuir el
conflicto verbal. Todo lo contrario, ha de buscar la polémica, desafiar al
contrincante, y si es posible, provocarlo hasta sacarlo de sus casillas.
Quiero decir: la
política electoral, sobre todo en sus momentos dramáticos, adquiere un
inevitable carácter duelístico. Es, efectivamente, un duelo. Como todo duelo es
una relación, negativa si se quiere, pero relación al fin. Sólo quien logre
imponer su estilo en el duelo con el adversario logrará concitar el apoyo
entusiasta de esas minorías (a veces mayorías) silenciosas las que, contagiadas
por el ardor polémico, optarán por quien les parece ser el mejor combatiente
político.
¿Cuál es entonces la
estrategia para derrotar a un poderoso adversario político? Existen ejércitos
de expertos especializados en fabricar candidaturas atendiendo al sonido de la
voz, al peinado, a las frases hechas, a las falsas promesas y a otros aspectos
de menor relevancia. Hay, sin embargo, una estrategia que nunca falla. Esa no
es otra que decir la verdad. Decir la verdad mal o bien, pero decirla
La verdad será siempre
recompensada. Y no hablo en sentido moral ni mucho menos religioso. Porque la
verdad cuando se dice “se nota” y en la política, al ser pública, “se nota
más”. La verdad, al develar a la mentira tiene -permítaseme decirlo así- un
significado erótico. Su atracción puede ser, en la vida política, irresistible.
Probablemente
Maquiavelo no estaría de acuerdo con la última conclusión. Pero al haber
llegado a esta parte del artículo, eso no tiene para mí la menor importancia.
Fernando Mires
Fernando.Mires@uni-oldenburg.de
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