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jueves, 22 de marzo de 2012

FERNANDO MIRES: EL PRÍNCIPE Y EL CANDIDATO

Craso error cometen quienes citan a Maquiavelo para justificar atrocidades nacionales o internacionales. Decir por ejemplo que “un gobernante debe ser amado y temido pero es mejor ser temido que amado” sólo puede tener validez en un mundo de príncipes dispuestos a devorarse las entrañas por un pedazo de poder. Como muchas de las formuladas por Maquiavelo, es una máxima política antidemocrática.
Mérito histórico de Maquiavelo fue haber emancipado el hacer político de determinantes religiosos, económicos y militares. El Príncipe, en su  virtuosa pluma, era la representación de la política en tiempos en los cuales no había diferencia entre gobiernos y estados. Luego, si Maquiavelo resucitara, no elegiría como personificación del poder a ningún Príncipe, entre otras cosas porque los de hoy sólo aparecen en las “revistas del corazón”. El tema de Maquiavelo sería quizás “El Presidente”. Aunque en este punto me asaltan algunas dudas.
El Presidente al igual que el Príncipe de ayer es un representante del poder, pero se trata de uno muy mediatizado. Por una parte, el poder ejecutivo es sólo uno entre tres. Por otra, los asuntos que se refieren a la gobernabilidad no son siempre –valga la redundancia- los más políticos de la política. No olvidemos que un presidente democrático es representante de toda la nación y por lo mismo ha de situarse algo más allá de los antagonismos que caracterizan a la vida política.
Si aceptamos la tesis de que la política es esencialmente polémica, la figura más política de una nación no sería entonces la del presidente sino más bien la del candidato. Por lo demás, todos los presidentes han sido candidatos, y muchos vuelven a serlo en periodo electoral. Me explicaré:
En periodos electorales la política es recursada a sus momentos elementales. Las elecciones presidenciales son, en ese sentido, el momento “agónico” de la política para después –estoy hablando de naciones normales- ceder el paso a las negociaciones, a las tareas administrativas y al ejercicio diplomático. Lo dicho adquiere más validez si se trata de una disputa entre dos opciones. Allí la nación se divide en dos frentes que durante el periodo electoral aparecerán como dramáticamente irreconciliables.
Si la política carece de dramaturgia, languidece. La tesis no es de Carl Schmitt sino de Max Weber. Con ello quería significar Weber que en la lucha política los cálculos racionales no juegan un papel primario. Eso no quiere decir que la política es irracional, pero sí que obedece a una racionalidad distinta a la que conocemos como “instrumental”. De ahí que un candidato se equivoca si piensa que por tener un mejor programa, o por poseer mejores cualidades morales que su adversario, va a ser elegido. No pocos han cometido ese error y han perdido.
Casi ningún elector, es mi experiencia, estudia el programa de cada candidatura para después elegir un candidato como quien compra una nevera. Los elegidos son, en cambio, aquellos que han logrado despertar interés debido a cualidades mostradas en la arena política. En ese sentido no hay que olvidar nunca que la política tiene un carácter antropomórfico.
Nadie niega que la política puerta a puerta, o largas caminatas por ciudades y campos, son importantes. Pero si comparamos dichas actividades con el significado que juega la polémica entre dos adversarios antagónicos, son más bien prácticas secundarias. Debido a esa razón, si Maquiavelo renaciera, diría a cada candidato: tu principal trabajo es derrotar al enemigo, y eso significa nunca hacer como si el enemigo no existiera. Todo lo contrario. No debes desperdiciar ninguna oportunidad para atacarlo bajo la luz pública de la política.
Toda elección, sobre todo entre dos candidatos es –obvio- una elección polarizada. Evitar la polarización es tarea de un gobernante, mas para un candidato puede ser fatal. Pero polarizar –entendámonos- no significa agredir ni mucho menos insultar, sino, antes que nada, dejar muy claras las diferencias entre uno y otro. Eso obliga al candidato a no desentenderse del otro y, en ningún caso a rehuir el conflicto verbal. Todo lo contrario, ha de buscar la polémica, desafiar al contrincante, y si es posible, provocarlo hasta sacarlo de sus casillas.
Quiero decir: la política electoral, sobre todo en sus momentos dramáticos, adquiere un inevitable carácter duelístico. Es, efectivamente, un duelo. Como todo duelo es una relación, negativa si se quiere, pero relación al fin. Sólo quien logre imponer su estilo en el duelo con el adversario logrará concitar el apoyo entusiasta de esas minorías (a veces mayorías) silenciosas las que, contagiadas por el ardor polémico, optarán por quien les parece ser el mejor combatiente político.
¿Cuál es entonces la estrategia para derrotar a un poderoso adversario político? Existen ejércitos de expertos especializados en fabricar candidaturas atendiendo al sonido de la voz, al peinado, a las frases hechas, a las falsas promesas y a otros aspectos de menor relevancia. Hay, sin embargo, una estrategia que nunca falla. Esa no es otra que decir la verdad. Decir la verdad mal o bien, pero decirla
La verdad será siempre recompensada. Y no hablo en sentido moral ni mucho menos religioso. Porque la verdad cuando se dice “se nota” y en la política, al ser pública, “se nota más”. La verdad, al develar a la mentira tiene -permítaseme decirlo así- un significado erótico. Su atracción puede ser, en la vida política, irresistible.
Probablemente Maquiavelo no estaría de acuerdo con la última conclusión. Pero al haber llegado a esta parte del artículo, eso no tiene para mí la menor importancia.
Fernando Mires
Fernando.Mires@uni-oldenburg.de

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