En nuestros países del tercer mundo, donde no existe
la abundancia de bienes al alcance de la mayoría, el hablar de crisis
financiera no es un engaño. Después de todo, en nuestros países vivimos de
crisis en crisis y ya nos hemos hecho inmunes a las privaciones.
Apretarnos el cinturón no es drama para nosotros,
porque la gran mayoría ya aprendimos a vivir con algo menos, a conducir un
carro viejo o a tener que trabajar más para ganar menos. Y digo esto pensando
en quienes aún tenemos la suerte o la habilidad o la ayuda oportuna de poseer
algo que nos ayude a ser más felices: un apartamento decente en una buena
urbanización, lo necesario para nuestros hijos y no sufrir la zozobra de tener
que pensar cómo conseguir llegar a fin de mes.
Por supuesto que para los pobres, la crisis financiera
no les hace la más mínima mella, ya que sus problemas son otros y se han acostumbrado a saber vivir y disfrutar
lo poco que tienen, siendo, probablemente, más felices que muchos ricos, que piensan que ya no podrán cambiar de carro nuevo
todos los años, salir a comer al restaurantes todos los fines de semana o tener
o alquilar un hospedaje en un hotel de lujo durante un mes todos las vacaciones
de agosto.
En realidad, lo que debe preocuparnos antes que la
crisis financiera, es la crisis de valores en la cual se está sumergiendo
precipitadamente nuestra sociedad venezolana. Y esa crisis ya no afecta
solamente a las poblaciones de países desarrollados, sino que está
progresivamente apoderándose de toda la sociedad occidental.
¿Es que ya está llegando el fin de nuestra
civilización, como ha llegado el fin de otras, como la griega, la romana, la
feudal? ¿Será que ya dejarán de funcionar nuestros sistemas de gobierno? Si
así es, será debido a la crisis de valores, que es mucho más grave que la
financiera o económica, aún en un mundo donde todo o casi todo se mide con el
dinero. Y es en este punto donde comienzan todos los problemas. “Empezamos por apreciar y desear al becerro
de oro, seguidamente comenzamos a adorarlo y finalmente terminamos por adorar
al oro del becerro”. Todo lo que comienza siendo bueno con
prudencia, termina siendo malo en los excesos, porque “el dinero no es un fin, sino sólo un medio
para alcanzar cosas más importantes en la vida”, como decía
Aristóteles.
La economía y el capitalismo son instrumentos que
generan riqueza y bienestar para muchos, pero no deben confundirse con valores.
Los valores y las leyes de una sociedad democrática deben ser quienes gobiernan
a estos instrumentos, de lo contrario son ellos quienes gobernarán a la
sociedad.
Así es que hoy los europeos y norteamericanos, luego
de una era de riqueza, de consumismo y de opulencia, se encuentran
desconcertados ante una crisis financiera y se tornan violentos, agitadores y
insensatos, porque no saben qué hacer. Ni sus gobernantes tampoco.
Ellos no saben, ni nosotros tampoco aunque lo
intuimos, que la solución está en fomentar la honradez, la educación y el
orgullo por el trabajo bien hecho, la sobriedad y saber disfrutar de lo bueno
que nos da la vida, aunque sea menos, aunque sea poco. Y todo esto sin excesos
para que lo bueno no se convierta en malo.
Nada en exceso, todo con mesura. Las virtudes que
honran al hombre se convierten en vicios si no tienen medida. Mucho más de lo
bueno no siempre es mejor y puede llegar a ser malo. Como ejemplo podemos tomar
la ambición, que puede ser una virtud para hacernos más trabajadores, más
exigentes con nosotros mismos, más prósperos, pero puede convertirse en codicia
al exagerarla. Y así un sentimiento religioso puede pasar al fanatismo, el
poder de mando o liderazgo convertirse en soberbia o autoritarismo, el sano
deporte competitivo en violencia, muerte y destrucción.
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