Estoy en la
tercera edad y no me di cuenta de ello hasta que una hermosa mulata,
probablemente de Bobures, con aquella sensual piel de canela nocturna, sus ojos
miel y una escultural figura, tal vez heredada de una lejana abuela bantú,
desplegó sus contorneadas piernas de nogal y... ¡Me cedió su puesto en el Metro
de Maracaibo! Al principio me negué rotundamente, esgrimiendo mi caballerosidad
con cualquier clase de argumentos, pero la chica, que tenía una dulce
disposición a prueba de falsos machismos, y como quince centímetros más alta
que yo, me desarmó las voluntades cuando al pararse a mi lado me tomó
gentilmente del brazo, se inclinó con la flexión de rodillas que hicieran
famosas a las conejitas de Play Boy y me dijo “Abuelo, siéntate aquí, que yo me
bajo en la próxima en la próxima estación”.
Me senté justo
cuando el vagón reducía la velocidad inicial y la voz digital anunciaba la
próxima parada. La vi caminar hasta la puerta pero me ruboricé cuando ella
volteó para decirme “Chao, abuelo”. Me regaló una hermosa sonrisa de dientes
perfectos y labios encarnados que me parecieron los de cualquiera de las Mises
que Venezuela exporta, con aroma de triunfos, a los concursos internacionales,
y me quedé sentado, viéndola desplegar sus encantos y su atrevida minifalda
mientras se desplazaba como una gacela por la Estación Urdaneta.
Le dije adiós
con la mirada y un susurro, y me sumergí en los símbolos que rodeaban el
acontecimiento, tal vez banal o transitorio para algunos, pero que para mí
representaron la explicación de lo que enfrentamos los ciudadanos de la tercera
edad, en estos aciagos tiempos venezolanos de un proto-comunismo totalitario,
encarnado por un militarote mandón, sin compañera o esposa que le atempere sus
fuegos y calme sus angustias, y tal vez por ello, aferrado morbosamente a un
poder que la Constitución vigente en Venezuela asume como representativo,
democrático y alternativo, pero que el sujeto, más enfermo de mente que de
cuerpo, entiende como personalísimo y suyo hasta el final de los tiempos.
El ritmo
acompasado del vagón celestineó mi ensimismamiento. Me apoyé en el palo de vera
‘encabuyao’ que me sirve de bastón y medité en mis hijos y en mis nietos, la
mayoría de ellos viviendo fuera de su país. Unos, consolidando un futuro
estable y promisorio para sus hijos en USA; otros estrenando su primer invierno
canadiense que les resulta demasiado frío, aunque novedoso y a contrapelo del
sol radiante de esta Maracaibo mía, curiosamente ‘mía’ para un ciudadano
estadounidense como yo, veterano de Vietnam, rabiosamente republicano y
liberal, que ha vivido sus más recientes 40 años de vida por estos trópicos
petroleros.
Aquel “Chao
abuelo” que me regaló la mulata trajo a mi mente otras despedidas, tal vez más
tristes y más trascendentes para mí, como las de mis hijos, sus cónyuges y las
de mis nietos, frente a la puerta de embarque en el Aeropuerto Internacional
‘La Chinita’ de Maracaibo.
A pesar de la
nostalgia que produce la ausencia de los hijos y de la necesaria presencia,
bullanguera y escandalosa de los nietos, no me arrepiento en haberles ayudado a
emigrar del desesperanzador entorno de este ex-país, uno que apenas 13 años
atrás era conocido internacionalmente como República de Venezuela, pero que
ahora se ha vuelto un Estado forajido, aliado de los regímenes más oprobiosos
del planeta, estimulador pasivo del narcotráfico, impulsador de un postmoderno
apartheid social y político para con la mitad de los ciudadanos adversarios del
régimen e impulsador –por omisión de gestión pública efectiva- del genocidio de su población. Se trata del
gobierno más corrupto de la historia republicana de esta nación, de un Poder
Ejecutivo que ha conculcado los demás Poderes del Estado y con ello las
libertades individuales y los más elementales Derechos Humanos de sus
ciudadanos.
Mis tres hijos
(Andrés, Anna y Lilianna) son profesionales universitarios. Sus cónyuges
también. Para subsistir han tenido que vivir en nuestra casa, que reúne el
espacio y el confort necesarios para que todos vivamos cómodos, pero aún con la
mediana tranquilidad de un techo y el apoyo de nosotros, sus padres, han tenido
que trabajar dos turnos diarios, de lunes a sábados, en actividades mal pagadas
y la mayoría de las veces, alejadas de sus perspectivas profesionales. El
esfuerzo que acometieron fue titánico pero las expectativas sociales y
políticas del país nunca lo justificaron.
¿Cómo pedirle a
dos excelentes periodistas de televisión -mi hijo Andrés y su esposa María
José- que continúen en este ‘ex-país’, cuando decenas de sus colegas son
perseguidos, apresados y asesinados por las hordas del régimen, por el único
delito de mostrar la verdad de los hechos y por disentir? ¿Con qué cara se le
pide a una Licenciada en Administración –mi hija Anna- y a un excelente
Economista –mi yerno Carlos- que sacrifiquen su futuro y el de sus hijos, si
todos sabemos que la barbarie económica del régimen comunista no se podrá
revertir, sino dentro de 20 años, en el más optimista de los escenarios?
¿Cuáles argumentos puedo esgrimir ante mi hija Lilianna –Arquitecto- y su
esposo Desman –Ingeniero y ciudadano estadounidense- para que construyan sus
destinos en una Venezuela en la que la vida, como la propiedad privada no vale
nada, en un país donde el Gobierno se apropia ilegítimamente de las empresas
privadas, e interviene groseramente en la economía y destruye todo el aparato
productivo de la nación?
Me bajo en la
última estación de la única ruta del Metro de Maracaibo y me abrasa un sol
intenso y sofocante. Más allá, en la esquina, un trío de soldados con innecesarios
uniformes de camuflaje y un armamento excesivamente ostentoso, hacen que
patrullan la periferia del mercado mientras cientos de ancianos, todos más
viejos y quejumbrosos que yo, se apilan de uno en fondo en una sucia pared a la
espera que el banco del gobierno abra sus puertas dentro de tres horas, para
cobrar una mísera pensión que apenas les alcanzará para la comida de la semana.
El mercado
reverbera con ventas ambulantes, con el aroma intenso de las fritangas y con
las multicolores tolderías que se han levantado desde la madrugada más allá de
la vereda principal del mercado. De entre tantas gentes que pasan y las que
vociferan sus mercancías y potingues identifico una cara que me parece
familiar. Me le acerco, nos reconocemos y en silencio nos abrazamos. Es uno de
mis ex-alumnos, uno de los más brillantes que tuve mientras fui profesor en la
Universidad del Zulia. Me lleva de la mano con la alegría y el orgullo de los
muchachos que quieren mostrar sus mejores juguetes, hacia su punto de venta y me
introduce por entre el abigarrado y serpeante camino de los toldos hasta llegar
a su puesto, en la sección del mercado que en Maracaibo llaman “El Callejón de
los Pobres”.
Allí me
muestra, orgulloso, su venta de jeans y franelas que trae cada 45 días desde
Colombia, me invita a sentar en su taburete, el único que tiene, y coloca
amablemente el ventilador hacia mí.
Mi sorpresa es
más que evidente. Se transforma en una batería de preguntas que le hago sin
pronunciar pero que él me responde. Me dice que él y su esposa vivieron ‘en el
norte’ durante tres años. Les fue bien hasta que los deportaron a ambos. En
Florida trabajó en Macy’s y llegó a ser Gerente de Piso. Me asegura que allí
conoció a muchos representantes de maquiladores de México y Panamá, uno de
ellos es quien le provee de mercancía. Al cabo de un par de horas que han
pasado sin que ninguno de los dos las note, le digo que debo marcharme, que voy
a cobrar mi pensión del Seguro Social venezolano y al Consulado Americano para
buscar el depósito de mi pensión como veterano, pero me obsequia con otro
‘guarapo de papelón’ –el tercero- y me pide que espere algunos minutos más.
Que su esposa
va a llegar dentro de poco y quiere presentármela. Acepto y la conversación
discurre como sacada de su resumen profesional: Obtuvo dos Maestrías en la
misma universidad donde se graduó de Comunicador Social.
Una de ellas la
hizo con Carmen, la esposa que aún no llega y que luego de gestionar
inútilmente trabajos acordes a la jerarquía profesional decidieron partir hacia
Florida con los ahorros de toda la vida de sus padres. Que el retorno fue más
traumático de lo imaginado pues ella venía embarazada y no lo sabía. Que abortó
la criatura sin proponérselo y que ahora viven en una pensión en una de las
barriadas pobres más próximas a la ruta del Metro. Intento prestarle toda mi
atención pero la riada de marchantes casi me arrolla y el vendedor contiguo
vocifera las bondades de su mercancía –unos relojes ‘de marca’ que son
imitaciones malas de los originales- con la misma intensidad de voz de los
vendedores de camellos de los aljerifes de Marruecos.
Cuando me
levanto para despedirme definitivamente llega la esposa de mi ex alumno. La
miro con detenimiento. Ella me mira con sorpresa y los dos nos sonreímos sin
que Carlos Julio entienda por qué. Ella me da un cálido abrazo que yo le
respondo con la parquedad necesaria y aquel reencuentro con la hermosa y
sensual mulata, piel de canela y ojos miel me ancló de nuevo en el taburete por
otra hora más mientras ambos intentamos explicarle al aturdido muchacho que la
coincidencia de nuestro encuentro previo fue un presagio que el destino nos
arroja para mostrarle, a quien se detenga a mirar con detenimiento, que la
diáspora del mejor talento venezolano es una realidad con muchísimos matices,
cada uno con una pequeña o gran historia por contar, pero todas con un mismo
epicentro común: la desarticulación política y económica de un país que hasta
hace apenas 13 años, fue conocido como una República petrolera y próspera, en
la que los jóvenes disfrutaban de un futuro posible y deseable, acorde con el
esfuerzo individual de cada quien.
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