El golpe de Estado de agosto de
1991 había fracasado. Ideado por unos altos dirigentes de la burocracia
central, duró 73 horas, se estrelló frente a la movilización de la población
civil en Moscú y sepultó la Unión Soviética. El ocho de diciembre, Yeltsin,
presidente democráticamente electo de Rusia, se reunió con los presidentes de
Ucrania y Bielorrusia en las profundidades de un bosque. Decidieron la
disolución jurídica de la URSS con base en dos argumentos: la Unión no tenía
sentido con la proclamación de la independencia de Ucrania, la segunda
república más importante, y las tres repúblicas eslavas que la disolvían ahora
eran las mismas que la habían fundado en 1922. Avisaron al presidente Bush
antes que a Gorbachov, formal presidente de la URSS, pero sospechoso de doble
juego con los golpistas de agosto.
El 25 de diciembre se arrió la
bandera roja del Kremlin y Gorbachov se despidió con estas palabras: “La
sociedad ha recibido la libertad, ésta es la principal conquista, pero no somos
conscientes de ella, porque aún no hemos aprendido a utilizar la libertad”.
20 años pasaron y los rusos se
encuentran entre nostalgia y desilusión. La disolución de la Unión no era
inevitable; ciertamente muchas repúblicas habían proclamado su independencia,
90% de los ucranianos la votaron, pero en marzo un referéndum había sido favorable
al mantenimiento de una URSS “renovada”. Según un sondeo realizado por un
instituto independiente, 58% de las personas interrogadas lamentan el fin de la
Unión y 49% piensan que Rusia “va en una mala dirección”. Uno de los civiles
que salieron a la calle en agosto 1991 para apoyar a Boris Yeltsin contra los
golpistas no se arrepiente: “Lo volvería a hacer, pero nuestros ideales de
libertad y democracia no han sido realizados. La Rusia presente es un remedo de
democracia dominado por un capitalismo salvaje, una corrupción de locura y el
culto por el dinero”.
Sin embargo, 20 años después,
los cambios son notables: los rusos viajan libremente, hacen lo que quieren con
su dinero, leen, ven, escuchan lo que se les antoja y hablan sin preocuparse
por los micrófonos que el KGB ponía en todas partes. “Es cierto, dice el mismo
G.I., pero seguimos sin sentirnos dueños de este país, a diferencia de nuestros
dirigentes”, el “zar Vladimir” (Putin) y sus “hombres con chaparreras”, los del
FSB, el FBI ruso, en la continuidad del KGB.
Según otro sondeo fiable, 59%
de los jóvenes entre 18 y 24 años desean pasar unos años al extranjero, pero
39% quieren irse para siempre; son los más diplomados, los que más usan
internet. En los tres últimos años, un millón 200 mil rusos emigraron, la
mayoría al salir de la universidad. ¿Su destino? Por orden de importancia,
Alemania y la Unión Europea (60%), Ucrania, Estados Unidos, Bielorrusia… y
China. Leo en Kommersant-Vlast que el 24 de septiembre, unos minutos después de
la noticia de que Putin será el candidato presidencial en marzo 2012, apareció
en la red la pregunta: “Entonces ¿nos largamos?” Minutos después el punto
interrogativo había desaparecido y se leía: “Entonces ¡nos largamos!” Todo un
símbolo que uno puede seguir en el sitio gazeta.ru, a partir del artículo “las
nueve razones que hacen que deje a Rusia”. La tentación de emigrar es el tema
más presente en las redes sociales rusas.
La perspectiva del regreso
ineluctable de Putin a la presidencia, quizá para 12 años, no es la motivación
principal. El pesimismo de los más dinámicos entre los jóvenes, y menos jóvenes
como G.I., se debe a “estagnación, corrupción, criminalidad, mala calidad de
los servicios públicos. Ya basta”. No creen en el porvenir de Rusia y quieren dar
una vida mejor a sus hijos. Sus motivaciones, en orden de importancia, son
“lograr mejores condiciones de vida”, “vivir en un Estado de derecho”, “gozar
de un mejor sistema de salud y pensión”, “realizar mi potencial”.
Entre los jóvenes menos
diplomados y menos ricos la reacción es muy diferente. Los valores democráticos
los tienen sin cuidado y el canto de las sirenas del ultranacionalismo seduce a
más de uno. En noviembre, miles de extremistas, casi todos jóvenes, se
manifestaron en Moscú contra los inmigrantes de Asia Central y del Cáucaso, las
ayudas federales a esas regiones y ¡sorpresa! el partido de Putin. “La marcha
rusa” de Moscú se hizo bajo dos lemas: “Fuera Rusia Unida, el partido de los
bandidos y ladrones”, “Basta de dar de comer al Cáucaso”. Coreaban eslóganes
racistas y hubo saludos nazis, lo que llevó al diario Nezavissimaya Gazeta de
Moscú a proponer: “No debemos temerle a un Le Pen ruso (el fundador del partido
extrema-derechista francés, Frente Nacional), podría canalizar la creciente xenofobia…
un nacionalismo difuso es potencialmente explosivo. Un Le Pen ruso podría
impedir una revuelta nacionalista que sería devastadora”. Entre los que
marcharon contra Putin, la semana pasada, figuraban aquéllos, pero también los
jóvenes indignados y G.I.
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