No estaba feliz, al menos no
como se supone que uno debe estarlo por estas fechas, mucho menos en la víspera
de Navidad. Había sido un año duro, pleno de desencantos, de ausencias, de
adversidades y desencuentros.
Estaba solo, su hija compartía
ese día con su madre, de la que se había separado hacía ya un tiempo. Días
atrás, tristezas yendo y viniendo, había hablado de esto con su familia y a su
padre le había confesado, en el tono cínico de quien sabe, o cree saber que ya
no hay esperanzas, que no se sentía con ánimo festivo, pues a veces ya no creía
ni en sí mismo. Quizás, lo más correcto hubiese sido afirmar que eran ya muy
pocas las cosas, e incluso las ideas, en las que creía. El país, de la mano de
propósitos y despropósitos, de pugnas, imposiciones y escarceos continuos, se
movía a un ritmo vertiginoso y perverso, del que no escapaban ni su material
cotidianidad ni su intangible espiritualidad. Los héroes parecían desvanecerse
como afiches viejos y las olas de la palabra y de la voz topaban continuamente
contra los farallones inexpugnables del silencio. El verbo vivir ya no era más,
hacía tiempo que había mutado a simple y descarnado sobrevivir.
Pensaba en soledad en todo eso
cuando se encontró de frente, temprano esa fría mañana, con la silueta
coloreada del Ávila, que como todos los días al amanecer, le regalaba con su
vista majestuosa esos rojos, verdes y azules inmaculados que siempre se
mantenían completamente ajenos a los tumultos externos e internos que se
padecían. Esto le animó un poco y se le ocurrió, más para su propio provecho
que para compartirla, hacer una especie de lista de todo aquello en lo que aún
apoyaba su fe: “No será difícil -pensó, preso de su desazón- probablemente me
sobrarán los dedos de una mano”.
Tomó papel y pluma, y rodeado
de sus libros a los que tanto amaba, en su estudio, comenzó a escribir:
“Creo en la dulzura de este
café intervenido y difícil de obtener, que saboreo cual si fuera el último de
mi existencia, mientras la silueta de la montaña me guarda de más oscuros
pensamientos.
Creo en las mil metáforas que
nacen de la levedad y ligereza del sutil humo de mi pipa, que me acompaña.
Creo en la familia y en mi
familia.
Creo, aunque algunos se crean
eternos, en la salida del sol y en la llegada de la noche como recordatorios,
ora sí inexorables e inexpropiables, de lo fugaz de nuestra existencia.
Creo en las guacamayas
coloridas que todas las tardes nos hacen sentir tenaces la presencia de la
perenne naturaleza, pese a las inclemencias y la sordidez, de esta ciudad
adolorida y feroz.
Yo creo en que somos seres
humanos, ni más ni menos, y en que nadie escapa ni de sí mismo ni de su
realidad.
Creo en todos los besos que he
recibido, en los buenos y en los malos, en los tuyos y en los que aún guardo en
mí para darlos a quien los merezca o a quien me haga creer, así sea por un
instante, que los merece.
Creo en mi hija, en su mirada
llena de promesas y en las risas de esos niños anónimos con los que ella juega
cuando la llevo en mi tiempo prestado a algún parque, mientras ruego al
Altísimo, en quien también creo, que ella atesore esos momentos felices conmigo
toda su vida. Creo en que ella y sus compañeros viven en esos instantes el
milagro de la amistad gratuita y sin compromisos, la única real y posible, y en
que aunque nunca se vuelvan a ver, surge entre ellos un vínculo puro e
indeleble, que nace de su inocencia y de haberse encontrado y reconocido en lo
que les alegra y les une, que no en lo que les entristece o les separa”.
Para su sorpresa, se le habían
acabado hacía rato los dedos de una mano para reafirmar sus convicciones, el
ejercicio lo había llevado a recorrer de nuevo derroteros olvidados. Continuó:
“Creo en mi país, aunque a
veces mi país no crea en mí, y creo en que no hay velo que hayan tendido entre
nosotros que pueda más que la conciencia que aún tenemos, pese a todo, de que
somos parte de algo más grande, hermoso y poderoso que nosotros mismos.
Creo en la vida, en que así sea
en algún recóndito lugar de nuestras almas todos somos iguales, y en que el
abrazo renovador de mi pequeña en las mañanas que comparto con ella, me hace
sentir exactamente la misma calidez en el alma que siente un delincuente cuando
es su vástago el que lo acuna antes de irse a cometer sus fechorías.
Creo en que el dolor de un
desengaño o de la muerte, o la felicidad del amor y del encuentro, se viven
igual en un cerro atribulado o en una lujosa mansión, también atribulada”.
Sus libros le reclamaron,
silentes, acto de presencia y les respondió:
“Creo en los poetas y
escritores, en todos ellos, en los nuestros y en los de otros países. Creo en
Andrés Eloy, que supo que el llanto de un niño, por ajeno que sea, cala igual
en todos los corazones de quienes somos padres. Creo en la compleja simplicidad
de Benedetti, que a tantos ha ayudado a adentrarse en la magia de la poesía.
Creo en la fuerza de Neruda, que entre los nebulosos bosques de sus
convicciones políticas supo amar y odiar a las mujeres como pocos han podido.
Creo en que a veces la vida es sólo un “Ay”, como cantaba el Chino Valera Mora.
Creo en Eugenio Montejo y en su irreverencia lúdica, en el tocayo Rojas y en
sus escarceos con las burguesas, y en que a veces hasta de los despojos de un
vicio nace un poema, como lo creyó Ramos Sucre. Creo en el despecho de Buesa, y
con Rafael Cadenas, en que a través de una mujer a veces se es innumerable.
Creo en la muerte de Alfonsina; en la feminidad irreductible de Gabriela
Mistral, de Mharía Vázquez Benarroch y de Yolanda Pantin. Creo en la paz y en
Octavio Paz, que supo que a veces no hay más Patria que los ojos de la mujer
amada; creo en Cabrujas, en sus mensajes, y en Leonardo Padrón, juglar de lo
cotidiano, que no pierde jamás en las alturas lo que tenemos al alcance de la
mano.
Creo en Rómulo Gallegos y en su
indoblegable lucha contra nuestra esencial barbarie; en Tolkien, que retrató la
lealtad de un amigo como nadie lo ha hecho, en Hemingway y en sus desesperos
taurinos y de mar, en Capote y en sus tristezas encarceladas, en Faulkner y en
su modernismo americano (“capitalista”, dirían algunos ahora), en Hesse y en
sus estepas; en Kundera y en sus insoportables levedades, y hasta en Bukowski y
en la oscuridad de sus pájaros azules, aunque ni él creyó en sí mismo jamás”.
La pluma recorría ahora la hoja
a velocidad desmesurada:
“Creo en la Libertad, y creo
que los que nos la niegan sufren más que nosotros, porque no son ni serán jamás
otra cosa que pobres esclavos de sí mismos y de su estupidez.
Creo en los artistas, en
Cruz-Diez y en sus fisicromías, en Soto y en sus líneas danzantes, en Valera y
en sus murales, los que decoran la UCV donde doy clases. Creo en Calder, en
Narváez y en Villanueva; en Huáscar y en las notas de su flauta, la única que
vale la pena seguir embobados, como en Hamelin. Creo en Báez y en Lauro, bardos
cercanos en grandeza, distantes sólo en el tiempo, y en Oscar de León, que
venció a la muerte para cantar de alegría.
Creo en los milagros que nacen
de la mente y del corazón de Convit. Creo en el gusto de Sumito y en las
hallacas de Scannone; en el Tío Simón y en las lágrimas de orgullo que derramé
cuando cantó el “Alma Llanera” con Plácido Domingo. Creo en Zapata, en
Laureano, en Rayma, y en todos los que nos recuerdan que a veces reírse y
retratarnos en clave de humor y de ironía es la mejor medicina.
Creo en nuestros jóvenes y en
sus manos blancas, aunque a algunos a veces se les ensucien y pierdan el
camino; en Melamed y en José Antonio, uno aún acá y el otro no, los mismos que
sin proponérselo, escalaron hasta las altas cumbres de los corazones de todos
los venezolanos, para demostrarnos que como decía Miguel Hernández, “Una gota
de pura valentía, vale más que un océano cobarde”; y también creo en Dudamel y
en Abreu, que se han atrevido a llevar la luz de la música hasta las más
oscuras bocas de lobo que se conocen, al menos hoy.
Creo en que hay más belleza en
las ojeras, estrías y flacideces de una madre esforzada y luchadora, que en las
curvas portentosas de la Canales, de la Batista o de la De Sousa, en las que
por cierto -lo confieso- también creo. Creo en a nuestros hombres no les
faltará jamás la verdad de su galantería y en que nuestras mujeres saben, y
alevosas se aprovechan, del milagro que obra en nosotros cuando al vuelo,
aunque no nos conozcan siquiera, nos regalan el atisbo de una sonrisa velada,
permitiéndonos así ser parte inadvertida de su secreta infinitud”.
Así siguió. Se le terminó una
hoja y continuó en otra, y en otra, y en otra… A final de cuentas había
descubierto, o mejor redescubierto, muchas cosas en las que creer,
especialmente en este país de locura en el que le había tocado –para bien, la
Navidad le había dejado esa convicción como regalo- vivir y esforzarse. Al
final, al cabo de muchos minutos u horas, cerró su escrito:
“Creo en los sueños y en sus
posibilidades, y en que como dice mi padre, la verdadera maldad en el mundo no
es más que la falta de imaginación. Por eso creo en ti, que seas quién seas,
mantienes la esperanza y sigues soñando e imaginando otro mundo mejor y posible,
y ¿Por qué no? También creo en mí, que quiero acompañarte a lograrlo”.
Ahora sí iba a empezar a tener,
por fin, una Feliz Navidad. El cielo decembrino había recuperado su belleza.
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