PRELUDIO. LECCIONES DE LA HISTORIA:
La crisis que sacude a Europa pone de manifiesto varias lecciones de la historia, que los seres humanos olvidamos de manera reiterada y nos vemos obligados a aprender una y otra vez. La primera es que sólo controlamos parcialmente los eventos, en ocasiones los controlamos muy poco o quizás no logramos manipularlos en absoluto. La segunda es que la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados, y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía. La historia también enseña, en tercer lugar, que existen problemas sin solución, o en todo caso problemas cuyas hipotéticas “soluciones” entrañan costos muy superiores a los que quisiéramos o cabría prever. Se trata de problemas que carecen de vías alternas o que requieren tomar rumbos cuyo costo psicológico resulta excesivo para los decisores; problemas que exigen derribar mitos que obstaculizan opciones menos dolorosas. Y derribar mitos es no pocas veces un desafío imposible de superar.
A lo anterior se suman las enseñanzas de la historia en cuanto al destino incierto y generalmente decepcionante de los grandes proyectos de ingeniería social, de esos planes de transformación “racional” del medio ambiente humano y natural que dependen de fuertes dosis de ambición, de una confianza excesiva en el poder de nuestra débil razón humana, y de un arrojo desmesurado que nos empuja al precipicio. Y conviene añadir algo más: en situaciones como las que hoy experimenta el viejo continente, que a muchos toma por sorpresa y que cuesta entender en su complejidad, nos vemos tentados a buscar explicaciones mágicas, a atribuir lo que pasa a conspiraciones malignas, y perdemos de vista que nadie, seguramente, es capaz de controlar el proceso. No nos resignamos a admitir que somos falibles e impotentes ante muchos aspectos de la existencia.
Todo esto se aplica al actual panorama europeo. En primer lugar, es evidente que los políticos y otros actores del drama que se despliega ante nuestros ojos están desconcertados y en no poca medida han sido sobrepasados por los eventos, y que su aptitud para controlarlos es limitada. La historia, decía Henry Kissinger, enseña por analogía, no por identidad, y en tal sentido existen analogías entre lo que ahora vemos en Europa y los tiempos inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. También entonces los decisores se confiaron en que lo peor no ocurriría; también entonces se asomaron al abismo pero creyeron que nunca caerían; también entonces sucesos imprevistos detonaron grandes acontecimientos que ya se venían moldeando por años. Lo que ahora se vislumbra no es el estallido de una guerra sino el fin de la moneda única europea, evento que podría acaecer en medio del caos.
En segundo lugar, no importa cuáles hayan sido las genuinas intenciones de los artífices de la moneda única; lo cierto es que la actual crisis del Euro ha hecho aflorar unas grietas tan profundas que le están hiriendo de muerte, ante la mirada atónita de pueblos a los que se vendió un producto que ahora se convierte en pesadilla. En tercer lugar, y a pesar de los esfuerzos de los políticos europeos para minimizar el impacto de la debacle, no hay verdadera “solución” a la crisis, en el sentido de que lo que puede hacerse es capaz de agudizar los problemas o de generar nuevas y todavía peores dificultades para los países de la Eurozona. De paso, para algunos el Euro ha dejado de ser una moneda, un instrumento, y se ha convertido en un símbolo y un fin en sí mismo, en una especie de mito intocable, lo que complica aún más las perspectivas hacia delante.
En cuarto lugar, y con razón, los que en su momento prendieron las señales de alarma con respecto al Euro, y se encontraron entonces silenciados por la soberbia de tantos políticos, analistas, periodistas y burócratas que sofocaban la disidencia, hoy reiteran lo que oportunamente dijeron: El Euro es un proyecto sustentado en lo que Hayek denominaba el “racionalismo constructivista”, es decir, en una pretensión excesiva y desmesurada que nos endiosa, en una pretensión que atribuye a los conceptos y planes de la mente humana una capacidad exagerada, en una pretensión que las más de las veces se desliza dando tumbos por el suelo resbaladizo de la realidad. No contentos con un mercado común laboral, de bienes y servicios, los arquitectos de la Europa Unida han buscado un superestado, y el Euro es su bandera. Pero la arrogancia de una dirigencia europea que no se ha ocupado de legitimar democráticamente sus desmesurados proyectos, encuentra ahora su castigo. Por último, ante la evidencia del fracaso del Euro, no faltan los que lanzan acusaciones a la ligera y acusan a los “terroristas financieros”, “la gran burguesía alemana”, o a cualquier otro fantasma de imaginaciones recalentadas, de lo que no es sino otro ejemplo de la famosa dialéctica griega entre, de un lado, la Hubris o arrogancia humana puesta de rodillas, de otro lado, por la acción de Némesis, es decir, de la sanción que experimentan nuestras ambiciones cuando nos llevan a la insensatez.
LA ESPIRAL DEL SUICIDIO:
¿Por qué y cómo llegó a Europa a este punto? Para empezar cabe precisar lo siguiente: la crisis originada por un endeudamiento excesivo con respecto al crecimiento, la productividad y los gastos de buen número de países de la Eurozona no es cuestión de días, semanas o meses. El problema viene de lejos y tiene sus raíces en la dinámica patológica de los Estados de Bienestar socialdemócratas, creados en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Tales Welfare States se basaron en premisas que ya no están vigentes en la mayor parte del viejo continente, y en una dinámica que empujaba a los electorados a pedir y esperar siempre más de los gobiernos, y a los políticos a prometer y conceder siempre más en busca de aprobación y votos.
Las premisas en que se sustentaron los Estados de Bienestar europeos fueron esencialmente tres: un crecimiento económico rápido, una población en aumento y unas expectativas de vida menores de las que hoy existen. Como ha señalado el economista y Profesor de la Universidad de Stanford Michael Boskin, ninguna de estas premisas funciona actualmente: el crecimiento se ha estancado o está revirtiéndose; Europa experimenta una aguda crisis demográfica, con un descenso de la población que aqueja en particular a países como Alemania, Italia y España, entre otros; y de paso los avances en la nutrición y la medicina han aumentado las expectativas de vida, de modo tal que la pirámide invertida se potencia: cada vez más personas que se jubilan más temprano y viven más años dependen del trabajo de menor número de individuos productivos.
John Maynard Keynes, autor de las teorías económicas que en buena medida han inspirado por décadas las políticas de las democracias occidentales, respondía a los críticos que le advertían acerca de los efectos perniciosos de un constante endeudamiento, basado en la creación de dinero inorgánico, con esta frase: “a largo plazo todos estaremos muertos”. Según Keynes, el endeudamiento inflacionario corregía dificultades inmediatas reactivando la economía, pero sus efectos a lo largo del tiempo quedaban para el cuidado de un futuro indeterminado. Lo que Keynes olvidaba es que, si bien y ciertamente a largo plazo nosotros estaremos muertos, quizás nuestros hijos y nietos no lo estarán, como ahora descubren las nuevas y menguadas generaciones jóvenes europeas, que empiezan a sufrir el impacto de la obligada austeridad que arrojó la irresponsabilidad de sus antecesores.
Los políticos prometieron hasta la fatiga y los electorados no se cansaron de aspirar a más. Los Estados de Bienestar europeos han vivido por encima de sus medios. Acumulando alegremente beneficios sociales, más vacaciones, más reducciones en la edad de retiro, menos horas de trabajo y más servicios gratuitos; desviando a su vez la atención de los aumentos impositivos que acompañaban tales beneficios, aumentos que significaban menos dinero para invertir, innovar y producir más; combinando la imprevisión con la miopía, los europeos acabaron por levantar a su alrededor enormes montañas de deuda, probablemente impagables y que les han colocado ante el precipicio.
La espiral del suicidio, una espiral descendente mediante la cual electorados distraídos y políticos complacientes empezaron a cavar su propia fosa, se aceleró a través de la creación de la moneda única a finales de los años noventa del pasado siglo. Diecisiete países, muy distintos entre sí, acordaron meterse juntos dentro de los estrechos límites de una camisa de fuerza económico-financiera. Hasta ese momento naciones como Italia y España ajustaban su competitividad mediante devaluaciones de su signo monetario (liras y pesetas), pero con el Euro tal opción quedó bloqueada. Los valores económicos tales como salarios, precios, tipos de interés y deudas vigentes en 1998-1999 fueron transformados e igualados con base en una nueva moneda, tasada al nivel del marco alemán, y por un tiempo todo pareció marchar de maravilla. Sin embargo, los observadores acuciosos pronto empezaron a constatar lo que algunos analistas habían advertido que ocurriría: los diferentes niveles de productividad comenzaron a hacerse sentir. Países como Irlanda, Grecia, Portugal, España e Italia, entre otros, dejaron de lado toda prudencia y financiaron sus crecientes importaciones, más elevados salarios y nuevos y más amplios beneficios sociales, con Euros aportados por bancos alemanes y franceses. La dinámica suicida del endeudamiento, que como dije se había iniciado aún antes de la adopción del Euro, empeoró; préstamos masivos con bajos intereses se trasmutaron en una especie de droga adictiva, y por ese camino se legó hasta lo que ahora vemos: una situación de asfixia financiera que no puede ser curada sino a elevados y todavía imprevisibles costos, tanto económicos como políticos. Y para completar la metáfora de la “camisa de fuerza”, cabe señalar que los Tratados europeos no contemplan mecanismos legales para que los países miembros logren abandonar el Euro o la propia Unión Europea.
Por años los europeos enarbolaron con orgullo, en ocasiones cercano a la arrogancia, su “modelo social”; parecía que Europa había descubierto el secreto de la felicidad eterna: prosperidad, estabilidad, paz y armonía. Pero bajo el edificio de esa utopía secular se movía un piso precario de gastos imposibles de sostener y deudas que se acumulaban sin descanso. La utopía europea se manifestó igualmente en la quimera del “poder blando”, que llevó a los líderes de Europa a pontificar a escala internacional como si hubiesen hallado la fórmula para erradicar no solamente los males del mundo, sino hasta la maldad del alma humana misma. Estos sueños están derrumbándose junto a la moneda única, pues la pretensión de servir de “modelo” a los demás no se sostiene en condiciones de severa crisis económica, que amenaza seriamente con desembocar en agitación social y radicalización política. Europa, en pocas palabras, ya no tiene el mismo derecho a predicar la virtud.
EL DÉFICIT DEMOCRÁTICO:
Al momento de escribir estas líneas, la discusión acerca de las perspectivas del Euro y la Unión Europea incluye escenarios que van desde el fin de la moneda única y tal vez de la Unión como tal, hasta la consolidación de una Europa mucho más integrada, no sólo con moneda única sino con una especie de gobierno central con poderes omnímodos sobre los presupuestos de todas las naciones miembros, así como de sus políticas fiscales y sociales. También se mencionan posiciones intermedias como la de la llamada “Europa a dos velocidades”, que permitiría el avance de un eje constituido por los países más poderosos, con un segundo grupo, todavía dentro de la unión pero marchando a paso más lento.
En vista de la incertidumbre imperante conviene destacar dos puntos: En primer término, es ineludible indicar que en el análisis de tales escenarios, por parte de los portavoces nacionales o comunitarios, muy pocas veces, podría afirmarse que casi nunca, se escucha la frase “consulta democrática”. Es como si a los pueblos europeos les hubiesen tapado la boca y extirpado la voluntad. A lo largo de décadas de camino hacia la meta de un superestado controlado por un “centro” germano-francés y por la burocracia europeísta en Bruselas, se ha perdido en el viejo continente la disposición y hasta la aspiración misma de legitimar democráticamente un proyecto que, al fin y al cabo, difícilmente puede cuajar en los términos de estabilidad y concordia que se pretenden, sin contar con la aprobación de significativas mayorías populares a lo largo y ancho de Europa. En segundo lugar, con respecto al tema económico tal y como se vislumbra en estos momentos, conviene distinguir, para efectos del análisis, entre un corto plazo de uno hasta cinco años en el que la cuestión de la deuda y la asfixia financiera ocupan lugar prioritario; de otro lado, y a mediano plazo (hasta diez años y hacia adelante), se presenta el problema de las reformas necesarias a los Estados de Bienestar europeos, con el objeto de ajustarles “hacia abajo” e impedir la repetición del endeudamiento masivo originado en la multiplicación de beneficios, en un contexto de descenso de la población, aumento de las expectativas de vida y reducción relativa del crecimiento.
Para empezar con el problema económico actual: Es claro que Grecia, Portugal, Italia y España, entre otros países, están cercanos a ahogarse en un océano de deudas, con el agravante de que los costos de refinanciarlas, en vista del aumento del riesgo de quiebra y el miedo de los inversionistas, aumenta casi día tras día y comienza a afectar a las naciones que en teoría estarían en capacidad de ayudar a los más débiles, es decir, Alemania y Francia. Frente a semejante panorama, casi todas las voces de la ortodoxia comunitaria europeísta claman por una acción decidida del Banco Central Europeo, lo que no es sino un eufemismo para solicitar que Alemania se comprometa a garantizar el conjunto de las deudas de toda la zona del Euro, como “prestamista de última instancia”, a objeto de restaurar la confianza de los mercados, promover la reducción de las elevadas tasas de interés que se están cobrando a países como Italia y España (y que empiezan a cobrarse a Francia y la misma Alemania), y compre así Berlín no solamente un tiempo precioso para superar el reto inmediato, sino también el espacio hacia el futuro para que se lleven a cabo reformas sustanciales que incluyan la renovada marcha hacia el superestado europeo, inevitablemente orquestado y seguramente dominado por el consorcio germano-francés.
El economista Bernard Connolly ha calculado que a Alemania le costaría 7% de su PIB anual, por un número indeterminado de años, trasferir fondos suficientes para “salvar” a los países deudores, Francia incluida. Para tener una mejor idea de lo que esta cifra significa, la misma supera el monto de las reparaciones impuestas a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial, ¡cuyos últimos pagos se concretaron en 2010! Dejando de lado que semejantes sumas impondrían un peso quizás insoportable a la economía alemana, y sin considerar aún el tema político, hay que tomar en cuenta que nada garantiza el éxito de una intervención masiva de Berlín mediante, por ejemplo, los llamados “Eurobonos”, destinados a unificar la deuda de todos los miembros de la Eurozona. Es ciertamente posible que ese camino sólo arrojase como consecuencia el debilitamiento de la posición crediticia de la propia Alemania, “contaminada” por el endeudamiento tóxico de sus socios.
Al contrario de lo que sostienen pensadores marxistas como Hans Dietrich, la clase política, y el pueblo alemán son renuentes a dar el paso que los más fanatizados promotores del proyecto europeo demandan al gobierno de Angela Merkel. El rescate puramente alemán del resto de la Eurozona, aún si fuese viable económicamente, se realizaría a un costo: la hegemonía alemana sobre el resto de Europa continental; y se trata de un costo que los alemanes son reticentes de pagar. Pero si lo hacen, sencillamente la Unión Europea habrá logrado, como proyecto político, lo contrario de lo que se propuso en sus orígenes. En lugar de mantener a Alemania en un plano de equilibrio en Europa, con un balance geopolítico que no perturbe la frágil seguridad de un continente de naciones disímiles, la Unión Europea habría más bien servido para llevar a Alemania al puesto hegemónico que ni el Kaiser Guillermo II, ni Hitler, fueron capaces de conquistar. ¡Las ironías de la historia!
En el orden de ideas expuesto, importa señalar que los “Eurobonos” cuentan con el rechazo de 79% del público alemán. Cuando se estableció el Euro los políticos de entonces prometieron al electorado alemán que la Europa Unida no se transformaría en una “unión de transferencias”, destinada a subsidiar a los países más débiles.
¿Tomará Angela Merkel la decisión de asumir la deuda de sus socios, a pesar de la masiva desaprobación del electorado en Alemania y traicionando las premisas bajo las cuales los alemanes accedieron a dejar de lado su preciada moneda nacional? No es imposible, pero con ello reforzará la nefasta tendencia del “proyecto europeo” a prescindir de la voluntad popular en la conformación de decisiones trascendentales, profundizando un déficit democrático que tarde o temprano empezará a descoser las costuras de una Unión de élites, afincadas a su vez en los designios de burócratas anónimos, que nunca han sido electos y que no responden sino ante sus conciencias.
CONCLUSIÓN: ¿HAY SALIDA PARA EUROPA?
Estoy persuadido de que los actuales esquemas económicos y político-institucionales de la Unión Europea experimentarán cambios sustanciales durante los próximos meses, impulsados por la crisis financiera. Considero por otra parte que pase lo que pase el proyecto del Euro puede razonablemente ser calificado, ya a estas alturas del juego, como un fracaso. Pero la vida sigue y de algún modo naciones como Italia y España, entre otras, tienen que buscar salida. En ese sentido comparto el análisis y propuestas formuladas por Peter Morici en artículo publicado el pasado día 28 de Noviembre en el sitio web Realclearpolitics, en el que señalaba que para pagar sus deudas y retomar el crecimiento las naciones hoy acosadas deben exportar, pero la estructura de la zona Euro tiene rigideces paralizantes que impiden a una serie de países competir. Para salir a flote tendrían que soportar años de depresión y aún de ese modo no alanzarían la meta de renovarse y respirar de nuevo. Por lo tanto, sugiere Morici, países como Italia y España, entre otros, deben abandonar el Euro, convertir las deudas existentes a sus monedas nacionales, y asumir con coraje las reformas a Estados de Bienestar colapsados. Sin estas medidas, tomadas en conjunto y no separadamente, la austeridad que se quiere imponer desde Berlín, París y Bruselas se convertirá en un fin en sí misma y no en un medio para recuperar el crecimiento, y empujará a las naciones menos solventes a la generalizada protesta social y la radicalización política. A más largo plazo, y ello se aplica igualmente a los Estados Unidos, la única solución permanente a la crisis financiera del capitalismo consiste en reformar los Estados de Bienestar y ajustarlos a un esquema más razonable de expectativas. Ignoro si será posible hacerlo por vías democráticas pues la demagogia ha envenenado la política en Occidente.
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