El país da muestras por doquier de cansancio e indolencia. El país da muestras falsas de vitalidad quedándose en lo superficial y en lo anecdótico. El país carece de oxígeno. El país discute acaloradamente sobre banalidades. El país se solaza en la mediocridad y en el absurdo. El país se centra en lo intrascendente y en lo irrazonable. El país da lástima.
Aquí no vemos otra cosa que demostraciones ocasionales de salud mediante un trote que celebra el ingreso a la Academia Militar, convirtiendo el estado físico y mental del Jefe del Estado en una regular parodia cuando en cualquier país decente lo que se hace es informar si el titular del cargo puede ejercerlo, como acaba de suceder con el presidente de los Estados Unidos quien aprobó el examen médico.
Aquí no vemos otra cosa que anuncio de apoyos a precandidaturas presidenciales sobre la base de regionalismos trasnochados, como si ello constituyera base suficiente para decirle al país todo que a tal estado o región ya es hora de que le corresponda un presidente. Parecieran manifestaciones típicas de fines del siglo XIX en que los andinos gobernaban por el hecho de serlo.
Un incidente, provocado o no, inducido o no, maniobra o no, trampa o no, se convierte en una discusión altisonante sobre nuestra capacidad etílica, sobre que personaje del gobierno o de la oposición ha aparecido más en condiciones supuestas o no de intoxicación de licor. Se llega a extremo de hacer campañas mediáticas sobre la borrachera supuesta o no de alguien, a proclamar que los otros no pueden aludir a tales hechos porque los practican más y mejor.
Se debate sobre los términos que inventan los publicistas para remarcar ropa vieja y deteriorada y se asumen porque desde antes que los asesores con sus invenciones destruyeran propósitos había una simpatía originada en afinidades que nada tienen que ver con la decisión sobre el futuro del país.
Se insulta y desde el otro lado se celebra al que gritó respondiendo los insultos con otros más fuertes y sonoros. Se aprovecha cada incidente, banal o no, para fabricas héroes que suplanten la propia voluntad, héroes de corta duración, pero que llenan el espacio de las propias impotencias.
Se recurre a la burla socarrona, a la frase intrascendente, a la menudencia insignificante, para rellenar un espacio que rechaza las ideas y los planteamientos de fondo. Se deteriora, se corroe, se vive del recurrir a alguna expresión supuestamente graciosa para ocultar una mediocridad generalizada que coloca a la nación en uno de sus peores momentos y en uno de sus decaimientos más pronunciados.
La retroalimentación de lo vacuo, cual dos probetas que hierven al son de una llama sin luz, hace el experimento de la competencia por el palmarés de lo muerto un espectáculo lamentable, un teatro de la puerilidad, un escenario de la nimiedad, un derrumbe del edificio de la racionalidad.
El país da pena. Se alega estar en un momento trascedente pero se enmarca, se forra, se envuelve en la más absoluta de las futilidades. Algún supuesto intelectual escribe textos con títulos que incitan a la confusión y que muestran sus desvaríos mentales. El país es un bojote dejado a merced de los depredadores y de la inconsistencia.
El país vive uno de los peores momentos mentales de su historia. El país está tirado allí, dejado allí, sólo y a merced de supuestas ilusiones y de enrarecidos sueños. El país recurre a masturbaciones mentales para evitar un acceso de lucidez o un ataque de conciencia.
El país anda muy mal. El país nos está mostrando como ha languidecido, como ha ido empobreciéndose, como se ha hecho este dolor que muy pocos llevamos a cuestas.
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