Lleva meses de muerto y no más ahora es que vienen a enterrarlo. ¿Qué dirá, qué pensará, dónde estoy? Sin entender por qué lo llevan en hombros bajo un sol abrasador gentes en flux o en mangas de camisa luchando por estar, como tribu desnuda, lo más cerca posible del que viaja al fin hacia la eternidad, conserva dignidad. Sobre el asfalto hirviente se enredan curiosos, leales, farsantes, traidores de última hora, infiltrados, familiares (¿?) y amigos (¿?) que invitan al acto del sepelio. Como si fuera una venganza, todavía Pérez Carlos Andrés, presente señorita, enseña las miserias y grandezas que lo acompañaron y la pequeñez de condición política de los que no sólo lo dejaron solo, sino que armaron, con acciones y omisiones, el aquelarre que lo sacó del poder y abrió las puertas sin el más mínimo pudor para que los venezolanos llegáramos a vivir lo que lamentablemente padecemos hoy.
El asesinato político de Pérez Carlos Andrés, y luego su muerte física, su entierro ahora después de meses de no saberse qué hacer con su cadáver, hacen de él un personaje de cruda ficción. La realidad, tan brutal como es ella, no ha perdido oportunidad para enseñarnos, con todas sus ruinas, matices y elocuencias, lo que somos. Pérez Carlos Andrés, presente maestra, se dibujó un futuro, allá en sus tierras andinas, Colombia o Venezuela, qué importa ahora ese detalle, y lo fue calcando en las acciones que emprendió desde su origen provinciano sin calcular jamás que el final sería como ha sido. Hombre de convicciones y de partido, entendió y vivió la política como quien lleva una energía por dentro que lo supera y que lo hacía ir siempre hacia delante, “Ese hombre sí camina, va de frente y da la cara”, con música de Chelique Sarabia, que lo hacía cometer locuras, tanto de las buenas como de las demás. También hay que decirlo, para que no me vengan a apuntar con el dedo porque después de muerto le han salido o resucitado amigos a montón, dejó un legado y una lección. Asumió su vida y su destino político como un vicio, como quien carga con una cruz. Respetó los designios de los dioses imperfectos de la democracia y de sus leyes; castigó a los traidores que lo rodearon dejándose enjaular por los miserables inevitables que le abrieron el camino a Chávez Frías.
Pérez Carlos Andrés, presente profesora, dejó una huella que hay que reivindicar con justos gestos que yo comparto, como los que viven en emocionada y sincera procesión los que hoy lo entierran. En todo caso aunque ya es tarde para lamentos, pero para que quede como testimonio, pienso que su destino y el del país pudieron ser distintos. Como lo expresa Antonio Muñoz Molina en el prólogo al libro “A treinta días del poder”, de Henry Ashby Turner, “estudiando la historia y aprendiendo que no hubo nada inevitable tal vez cobremos la lucidez y el coraje necesarios para no resignarnos a la inevitabilidad del presente, a las peores amenazas del porvenir”. Hubiera preferido otra muerte.
Leandro Area
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