A pesar de lo que se diga y de lo que se manifieste como deseo ideológico o político, la Argentina es pluralista y a los teóricos de las unanimidades autoritarias se les hace muy difícil justificar sus fantasías. Puede que la señora en las elecciones de octubre obtenga el 55 o el 60 por ciento de los votos. Y que el dirigente más votado de la oposición esté por debajo del veinte por ciento. Incluso en ese caso la utopía de la unanimidad o de la “inmensa mayoría” estaría muy lejos de cumplirse.
Hagamos memoria. En septiembre de 1973 la fórmula Perón-Perón superó el sesenta por ciento de los votos, pero no sólo no amordazó a la oposición sino que tampoco garantizó la gobernabilidad, el argumento sagrado de los amigos de las mayorías absolutas. Con una mayoría del sesenta y pico por ciento de los votos el peronismo condujo a la Nación a la catástrofe.
En 1928 Hipólito Yrigoyen fue “plebiscitado” y dos años después cayó sin pena ni gloria. Dos años alcanzaron y sobraron para que el plebiscito se disolviera en el aire. En 1928 todos parecían ser radicales y en 1930 no se encontraba en la calle un tipo que dijera que había votado por la UCR. Esos cambios de humor de la multitud no son historia pasada: nada más inconstante y frágil que una mayoría política.
Ocurre que la asonada militar se produjo el 6 de septiembre de 1930, pero el radicalismo estaba derrotado mucho tiempo antes de que los cadetes del Colegio Militar y los aviones de El Palomar decidieran realizar su paseo victorioso, mientras las vecinas de avenida Callao salían a los balcones a saludar a las tropas y la sirena del diario Crítica anunciaba la buena nueva.
La Argentina es muy probable que en el futuro sea gobernada por una mayoría peronista, pero es muy difícil que deje de ser pluralista. La ilusión de transformar al peronismo en una suerte de PRI, de partido hegemónico al estilo mexicano, es improbable que logre concretarse, entre otras cosas porque el peronismo de los mejores tiempos jamás logró tener la eficacia electoral y política del PRI, eficacia que entre otras causas estaba garantizada por el pacto interno de renovar a los presidentes cada seis años.
Como se sabe, en México el presidente era el hombre más poderoso del país durante seis años, pero no bien dejaba el poder se transformaba en el hombre más anónimo del país. A este pacto de gobernabilidad, aprendido gracias a los rigores de la guerra civil, jamas logró forjarlo el peronismo, no tanto porque no pudo sino porque no quiso, ya que para los peronistas el líder -y si es posible el líder eterno- es el paradigma de la buena gobernabilidad. Antes de ayer fue Perón, ayer Menem y hoy la señora. Una tradición política, una cultura, una manera de entender el poder determina la creación de esta idolatría.
El otro prejuicio presente en nuestras recientes tradiciones, es que las grandes contradicciones de la política nacional se deben expresar en el interior del peronismo. Perón en su momento formalizó este punto de vista a través del humor: en la Argentina todos somos peronistas, los de derecha y los izquierda, los creyentes y los agnósticos, los conservadores y los radicales, decía guiñando un ojo y sonriendo como sólo él sabía hacerlo.
Desde cierto rigor conceptual, los editores de la revista “Pasado y Presente” no tuvieron ningún empacho en augurar que a partir de 1973 la lucha de clases en la nación se expresaría en el interior del peronismo. Hoy -con otra matriz teórica- en ciertas usinas del poder se afirma una hipótesis parecida: lo más importante, lo más decisivo de la política se despliega en el interior del peronismo. Lo demás es marginal cuando no antinacional.
El peronismo siempre se pensó como mayoría y siempre estuvo tentado en identificar esa mayoría con la Nación. Algunos de sus intelectuales se esforzaron por relativizar esa mirada movimientista de la política, pero la tentación siempre fue fuerte porque está latente en los orígenes mismos de su identidad. Los avatares de la política, la persistencia de una Argentina que siempre fue pluralista fue más eficaz que todas las consideraciones teóricas.
A partir de 1983 se demostró que el peronismo no era una mayoría automática. Que ganaba elecciones, pero también las perdía. Que más que una mayoría era una primera minoría. Sin embargo, los resultado electorales de agosto y los previsibles resultados de octubre han renovado el síndrome de mayoría hegemónica. El peronismo vuelve a creerse el partido dominante de la Argentina y sus propagandistas hablan de profundizar el modelo, deseo que apunta no a la patria socialista sino a profundizar el control sobre el conjunto de la sociedad.
Los problemas que presentan esta visiones son varios. Dejemos de lado, por el momento, ciertas cuestiones teóricas acerca de cómo se constituye una sociedad democrática y observemos si este afán de unanimidad del peronismo es una realidad o un deseo. Por lo pronto, y tal como se han presentado los hechos en la historia, esta unanimidad ha sido un deseo, porque ni en sus mejores tiempos el peronismo pudo impedir que la mitad del país se subordinara a su voluntad.
La ilusión populista, que es también la ilusión nac&pop, es la de una inmensa mayoría nacional enfrentada a una insignificante minoría de oligarcas, vendepatrias, explotadores, agentes del imperialismo o burgueses destituyentes. En contradicción con este deseo, en la vida real ni las mayorías han sido tan amplias ni las minorías tan insignificantes.
En 1951 el peronismo parece ser una abrumadora mayoría que desbordaba la Plaza de Mayo. Pero en 1955 la misma Plaza de Mayo está desbordada por un público que festeja alborozado la caída del dictador. Se dirá que una mayoría estaba legitimada por el voto y la otra, la de 1955, por las botas. Es verdad, pero la deslegitamación golpista de 1955 no invalida la existencia real de una poderosa Argentina antiperonista.
Pensarse como mayoría absoluta genera también errores de percepción política. Como dice Tulio Halperín Donghi, obtener el sesenta por ciento de los votos en una cultura republicana es un éxito político, pero ese mismo sesenta por ciento de los votos en una cultura que reivindica la unanimidad, es un fracaso, porque en cualquier circunstancia el cuarenta por ciento de la sociedad está muy lejos de ser una insignificante minoría.
Habría que señalar, por último, que esta ilusión hegemónica no garantiza desgraciadamente la gobernabilidad. El afianzamiento de una mayoría no elimina las tensiones sociales y, por el contrario traslada esas tensiones al interior de la fuerza política hegemónica. Es, más o menos, lo que ocurrió en 1976. El peronismo liberado a su propia energía se despedazó internamente, en el camino despedazó a las instituciones y le abrió el camino a los militares.
Si los dirigentes peronistas tuvieran una moderada cultura republicana, deberían estar afligidos por la debilidad de la oposición. Sin oposición y con instituciones republicanas bloqueadas o paralizadas, el peronismo supone que podrá hacer lo que se le dé la gana y no percibe que en ese escenario corre el gravísimo riesgo de quedar a la intemperie, expuesto a los humores de la sociedad sin que haya mediaciones que pongan límites o canalicen estos impulsos.
En nombre de la Nación, en nombre de sus instituciones y en nombre de la democracia, sería muy deseable que el peronismo haga su aporte para reconstruir el sistema político. Lamentablemente, no hay motivos por el momento para sospechar que estas tribulaciones republicanas le hagan perder el sueño al peronismo. Por lo pronto, sus principales jefes suponen que en el futuro obtendrán más votos que en el presente y que para el 2020, por ejemplo, todo la Argentina será peronista y, por qué no, cristinista.
Fantasías al margen, la oposición seguira existiendo, incluso a pesar de los reitetados errores que cometen sus dirigentes. Lo deseable es que lo haga a través de partidos políticos fuertes y liderazgos creíbles. Pero incluso, si ello no ocurriera la oposición sobreviviría en las gestiones provinciales y municipales y en la propia sociedad civil. En todos los casos, me atrevería a augurar que la utopía de la mayoría peronista no podrá realizarse. Mitre en su momento le dijo a Julio Roca que estaba muy lejos de ser ingenuo o candoroso: “Hay que resignarse a aceptar que esta Argentina no va a cambiar porque Dios y los argentinos así no lo quieren”.
Esa Argentina que no cambiará, será la Argentina pluralista, con sus centros de poder diversificado, sus regiones y economías, sus gremios obreros y patronales, sus ricas tradiciones políticas y, también, con su persistente utopía hegemónica forjada en esa otra larga tradición nacional que se llama populismo.
El afianzamiento de una mayoría no elimina las tensiones sociales y, por el contrario, traslada esas tensiones al interior de la fuerza política hegemónica.
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