En octubre de 2001, tres semanas después de los ataques terroristas en Nueva York y Washington, acompañé a mi esposa a un encuentro académico de su especialidad en Boston. Decidimos entonces, al concluir la reunión, viajar a Nueva York por unos días y comprobar los efectos de lo ocurrido. No olvidaremos jamás lo que observamos y sentimos. Avenidas desoladas, los teatros de Broadway cerrados, los restaurantes vacíos, la Catedral de San Patricio rodeada por fuerzas especiales de la policía y el ejército. Se esperaba la continuación de los ataques, quizás en versiones aún más terribles y sangrientas, y de hecho en aquéllos momentos la ciudad era presa de rumores acerca de una ofensiva terrorista con ántrax y otras armas químicas y biológicas, sobre la que presuntamente se tenían evidencias.
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Relato lo anterior para sostener lo siguiente: La llamada guerra contra el terrorismo, que comenzó en forma a raíz de los ataques de Al Qaeda en septiembre de 2001, ha resultado, hasta ahora, en una victoria para los EE UU. Esto no queda claro para algunos debido a tres razones: Primero, a que lamentablemente, en medio del impacto, confusión y miedo de esos primeros momentos, no llegó a precisarse ante la ciudadanía estadounidense y ante el resto del mundo cuál era el fin político de la guerra, a pesar de que, en mi opinión, dicho fin estuvo presente desde un comienzo en las respuestas ejecutadas por la dirigencia civil y militar en Washington. Según Clausewitz, el fin político es producto de la pregunta: ¿qué se quiere lograr con la guerra?, y tal fin fue todo el tiempo el siguiente (y lo sigue siendo hasta ahora): impedir que tenga lugar un nuevo ataque con armas de destrucción masiva en territorio de los EE UU.
La falta de nitidez conceptual y psicológica en cuanto a ese propósito fundamental fue oscurecido, en segundo lugar, porque el Presidente Bush y sus principales asesores decidieron que para lograr tal meta de manera más segura y permanente, era necesario “secar el pantano” en el que germinaba la voluntad criminal contra EE UU, y no solamente atacar las bases de Al Qaeda en Afganistán, sino también deponer a Saddam Hussein en Irak y acabar con lo que se creía era un nutrido arsenal de armas de destrucción masiva en manos del tirano. Pero esto no fue todo: Bush quiso además generar, mediante un shock externo, un proceso de cambios políticos en el centro de la civilización islámica, ya que sus capacidades de cambio desde dentro parecían escasas. De modo pues que el fin político clave y esencial que hasta el presente ha sido logrado (cosa que no debiésemos perder de vista), se mezcló con otro también muy importante, y hoy en día la ciudadanía norteamericana no solamente ha olvidado que hace diez años estaba a la espera hasta de ataques nucleares contra sus ciudades, sino que tampoco percibe con la debida lucidez que la guerra de su país contra el terrorismo ha sido exitosa en su objetivo crucial.
Lo anterior se ve aún más ensombrecido y confuso, en tercer lugar, por la extrema polarización que experimenta desde hace una década la política en EE UU. La lucha implacable entre Demócratas y Republicanos, que se agudizó de modo casi demencial mediante el odio insensato y descabellado que promovieron los más importantes medios de comunicación del país contra el Presidente Bush, y en comparación con el cual las actuales críticas a Obama son un juego de niños, esta polarización política, repito, ha afectado también la interpretación del 11-S y sus secuelas. El resultado es que EE UU ha ganado, pero no lo sabe.
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