Al nacer las repúblicas latinoamericanas, la Constitución fue la respuesta a la pregunta que el legislador buscaba fuera de ellas, al tiempo que indagaba por sus comienzo, forma y devenir. Estas Constituciones fueron, entonces, al decir del lamentable e inoportunamente desaparecido Luis Castro Leyva, “principios que arquitectónicamente, diseñaron instituciones, movieron y cambiaron espacios, voluntades y creencias”[1]. Pero aquella pregunta, por ajustarse al Montesquieu con la mentalidad de su tiempo “newtoniano”, distaba mucho de la del principio que, aristotélicamente, indagaba por las causas finales de las cosas.
Pero la forma o estructura de la Constitución resulta de su diseño, su vida y muerte dependerán de “las peculiares pasiones” que desate la vida política de cada País. Por eso, Castro Leyva expresó que los actores políticos de la Gran Colombia identificaron “existencia pública con principio, principio con pasiones, etc .”
Por tanto, resulta inevitable la permanente tensión entre la forma o estructura constitucional, que deriva de la naturaleza de los hechos y esta atada al del hombre- y la historia misma que el ser humano escribe con uso de su libertad. Hay un drama que proviene de lo señalado por Montesquieu y citado por Castro Leyva: “lo que forma la mayor parte de las contradicciones del hombre es que la razón física y la razón moral (determinada ésta por la libertad del ser humano) no están casi nunca de acuerdo”[2]. Y es en esa ambigüedad, concluye Castro Leyva, cómo ”el devenir histórico se gesta”[3].
Pero nunca antes en Latinoamérica como ahora en Venezuela, el destino de una nación se había visto tan comprometido por la despótica voluntad de un enajenado, quien ha contado con la “ayuda” de una oposición “sui generis”, en circunstancias de raíces en nuestro pasado histórico y con una población que padece anomia, carente de aspiración de logros, poseída de miedo ancestral y de apatía. Acá anomia es ausencia de leyes regulen interiormente la conducta humana y, además, presencia de situaciones sociales consecuentes a reales carencias de normas o a su degradación, o falta de aplicación en el seno de una Sociedad determinada.
En toda Sociedad bien constituida y que funcione adecuadamente dentro de una éticamente válida jerarquía de valores, todo esfuerzo normalmente debe conducir a un logro. El esfuerzo, entonces, atribuye méritos cuando es bien cumplido y, de esos méritos y logros que se alcancen con el esfuerzo, es de esperar reconocimientos que, a veces, se expresan en premios, cualesquiera que sean éstos, no necesariamente pecuniarios o materiales.
Pero en Venezuela la normal y sana, antes descrita, no se cumple, al haberse perdido la normal relación entre esfuerzos y logros; méritos y premios; faltas o crímenes y sanciones o castigos. Y se ha perdido por sorprendente e irregular mediación del poder, que ha logrado que la víctima o el acusador sea convertidos en acusado y el delincuente o criminal sea premiado. Sin embargo, fenómeno no es exclusivo nuestros tiempos: viene obrando desde nuestro pasado histórico, pero en el presente se reproduzca de manera desparpajada y contumaz, por obra de una auténtica banda de delincuentes que ha asaltado el poder, ante la pasividad de una población primero engañada y, luego, socialmente desvalida.
Lo que es más grave es tan inmoral proceder, como el anteriormente señalado, se traduce en radicales factores de desarmonía y disgregación de la Sociedad, y también merma de las aspiraciones de logro y realización de los ciudadanos, cuyas esperanzas de ascender han quedado totalmente cerradas[4].
A lo anterior se añade que nuestra cultura ha impuesto como “valores” el éxito económico y el prestigio social, que transmite “como metas incontestables para todas las clases sociales” y nada ofrece de consistente como medios, canales o normas para alcanzarlos. No son eficaces, entre nosotros, aquéllos clásicos instrumentos, como el trabajo productivo. Ya no son considerados útiles no siquiera para obtener los pseudo-valores del éxito económico o prestigio social [5].
Con gran angustia preguntamos ¿hacia dónde que destino se dirige nuestra Patria? No podemos saberlo, y no nos puede servir, como consuelo, el saber que no vamos solos sino acompañados, pues pueblos más cercanos y afines a nostros, nuestros vecinos, en los que corre sangre como la nuestra, batallan también en medio de las turbias y turbulentas aguas que nos arrastran. Aguas formadas de populismos, autoritarismos, ignorancias y miserias.
Al comienzo, la ignorancia signó el atraso. El diagnóstico fue: estancamiento. En el presente del siglo XXI, la miseria impone la violencia. Si la paz es la obra de la justicia, como lo han proclamado Pontífices desde la Sede de Pedro, esa violencia no es más que la obra de la injusticia secular y generalizada. Sordos somos a las necesidades de nuestros pueblos, por eso cosechamos amargos frutos de nuestros egoísmos.
Quiera Dios que, muy pronto, las razones que generan nuestras angustias sean superadas. Sin embargo, a lo largo de casi trece años, constatamos que, paso a paso, el totalitarismo que desde el inicio anunciamos, sigue su avance inexorable. La situación es insostenible en lo interno y amenazante en lo externo. El proyecto de guerra bi-hemisférica no parece ser ya “política ficción”. La mayoría de la gente que piensa -que no son todos los que comen, pero que, en vez, son muchos de quienes no lo hacen- se ha dando cuenta de verdades que, cuando anunciadas, parecían mentiras frutos de mentes imaginativas y calenturientas. Sin embargo –excepto la juventud emergente y los valientes de los medios de comunicación- nadie hace algo para detener, la catástrofe. Es miedo, mucho miedo.
[1] Castro Lyeva, Luis. Obras de Luis Castro Leyva, Ediciones Fundación Polar, primera edición 2005, Caracas, pg .59.
[2] Idem, pgs.62 y 63.
[3] Ibid., pg. 63.
[4] Ver, Desiato, Massimo; De Viana, Mikel y De Diego, Luis. El Hombre, Retos , Dimensiones y Trascendencia. Ed. UCAB, Caracas, 1993.
[5] Idem.
Pedro Paúl Bello
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